Reconozco que la idea de ascender el volcán Descabezado Grande había estado dando vueltas en mi cabeza por largo tiempo. Cualquiera que se haya internado por el Parque Nacional Radal Siete Tazas o la Reserva Nacional Altos de Lircay, fácilmente se habrá sentido cautivado con su particular e icónica figura. Su extenso cráter de 1,5 kilómetro, sus blanquecinas y grisáceas laderas, y su silueta achatada como un cono decapitado, marcan el horizonte cordillerano en gran parte de la región del Maule al mirar desde el valle central, transformando a esta montaña de 3.830 metros en un clásico inconfundible de esta zona.

La ruta

©Tomás Moggia
©Tomás Moggia

El acceso al volcán es por Vilches Alto, poblado que se ubica a poco más de 60 kilómetros al este de Talca, y que colinda con la Reserva Nacional Altos de Lircay. Ya al interior del área protegida, es necesario dirigirse hacia el mirador del valle del Venado, ubicado a poco menos de diez kilómetros de distancia desde el Centro de Información Ambiental de Conaf. El sendero se va internando paulatinamente por un bosque dominado por especies como el coigüe, y donde siempre hay que mantener el oído y los ojos atentos frente a la posibilidad de observar al escurridizo torcuato o gruñidor del sur, un bello y extraño lagarto de cabeza prominente asociado al bosque de nothofagus, al igual que el carpintero negro.

La ruta avanza por una serie de subidas y bajadas y algunos cursos de agua, incluyendo un mirador desde el que se puede ver el acantilado abajo el río Lircay y los cordones montañosos circundantes. Son poco más de dos horas para llegar al campamento del punto seis, que se encuentra a las afueras del bosque y desde el cual sale un sendero que conduce hacia el Enladrillado, una extraña plataforma de rocas basálticas que algunos aseguran que se trata de una pista de aterrizaje de ovnis. De hecho, el sitio es parte de una ruta de Turismo Ufológico, y es considerado un “punto caliente” debido a la serie de avistamientos que allí se han registrado. Sea lo que fuere, lo cierto es que sin duda es uno de los atractivos más visitados de la reserva, con impresionantes vistas de la cordillera y el volcán Descabezado Grande.

Poco después del camping hay que tomar el desvío que lleva hacia el mirador del valle del Venado. A partir de aquí el sendero atraviesa un sector pedregoso y abierto, con arbustos y árboles de baja altura, para en una media hora llegar a la vega de los Treiles.

Algunos hitos en el camino

Salto El Despalmado. ©Tomás Moggia
Salto El Despalmado. ©Tomás Moggia

Al mirador del valle del Venado arribamos justo cuando el sol se estaba poniendo, cargando con tonalidades rojizas y anaranjadas las todavía distantes cumbres del volcán Descabezado Grande y el cerro Azul, dominantes absolutos del horizonte maulino. En medio del ocaso y aprovechando los últimos instantes de luz, descendimos por las pronunciadas laderas hasta que pronto nos vimos inmersos en la oscuridad del bosque, lo que nos obligó a caminar con la ayuda de nuestras frontales. Si bien la intención inicial era llegar hasta el salto El Despalmado, finalmente pasamos la noche a pocos pasos del puente Las Bandurrias, donde corría abundante agua fresca.

Al día siguiente, en una calurosa mañana descendimos hasta el mismo río Claro, el cual cruzamos sin mayores dificultades para darnos un chapuzón reponedor y descontracturante en las gélidas aguas de El Despalmado, con el incesante golpeteo del agua cayendo desde más de 30 metros por sobre nuestras cabezas.

Un par de horas después estábamos de nuevo transitando a orillas del río Claro. Con el campo de lava ya a la vista, vadeamos el río para continuar en dirección Este hasta el valle del Venado. Allí, junto al refugio de Conaf, cargamos agua y probamos algunas peras que es posible coger de unos añosos perales que se encuentran ahí. Luego continuamos ascendiendo por la orilla norte del río Blanquillo por los últimos manchones del bosque maulino, donde fuimos despedidos por una pareja de carpinteros negro que golpeteaban los troncos de los árboles en busca de comida. Su vuelo pesado, su bullicioso canto, y el copete y cabeza roja del macho resultan inconfundibles.

©Tomás Moggia
©Tomás Moggia

Llegado cierto punto, ya fuera de la reserva nacional, se puede apreciar buena parte de un antiguo campo de lava, mientras el sendero prosigue entre éste y las abruptas laderas que ahora nos separan del valle del Venado. La huella va ganando altura rápidamente hasta llegar a un sector donde supuestamente debíamos encontrar la laguna del Blanquillo. Sin embargo, debido a la escasez hídrica apenas quedan vestigios de ella.

Repentinamente, casi por sorpresa nos topamos cara a cara con el volcán Descabezado Grande y el cerro Azul, ambos reflejando los colores furiosos de un intenso atardecer. Nuestros pasos nos llevaron a un lado del río Blanquillo, por sobre un terreno blanquecino de abundante piedra pómez, las mismas que más tarde, con la luz de la luna, resplandecieron en una noche tranquila y a ratos cálida, donde no había necesidad de utilizar la linterna frontal. Una vez en la vega el Blanquillo, muy cerca de las termas a los pies del volcán, armamos campamento y tratamos de descansar bajo una noche estrellada, conscientes de la larga jornada de cumbre que nos esperaba dentro de unas horas más.

El tramo final

©Tomás Moggia
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A eso de las 7 de la mañana ya estábamos de nuevo en la ruta, esta vez apoyándonos de la luz artificial. Pese a que el sendero suele perderse ante la presencia de innumerables huellas de animales, una vez superado el desgastante y empinado tramo final del ascenso logramos hacer cumbre cerca de seis horas más tarde. Son alrededor de 1.400 metros de desnivel desde el campamento, que transcurren sin mayores dificultades técnicas, aunque enmarcados por un avance que a ratos se vuelve lento y tedioso debido a que los pasos se hunden entre la suavidad de las piedras pómez.

Pero todo esfuerzo tiene su recompensa. El extenso cráter cubierto de penitentes del Descabezado Grande se asemeja a un ejército aguardando la orden para irrumpir hacia la batalla. Hacia el sur, el cerro Azul y su cráter “parasitario” Quizapu, cuya erupción de 1932 fue una de las mayores de aquella época, le dan un toque especial al cuadro, y hacia abajo, el amplio paisaje da cuenta del rol artesano y modelador que cumplen los volcanes, cambiando la fisonomía circundante erupción tras erupción, llegando incluso a represar ríos para formar cuerpos de agua como la cercana laguna de Caracol. Así, estas montañas de fuego y ceniza van reconfigurando el escenario a una escala que nos vuelve sencillamente insignificantes.

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