Una ballena franca y su cría se reportaron cerca de la playa Punta Lavapié, en la Región del Biobío. Era finales de los 90’. Carlos Olavarría, un joven voluntario de la ONG del Comité Nacional Pro-Defensa de la Flora y Fauna (Codeff), acudió a terreno a ver la situación. En ese entonces, los registros de la especie en Chile eran muy extraños y, para la organización, era la oportunidad perfecta para instalarse, tomar datos, y educar a las personas que se acercaran a ver el evento.

Carlos se instaló en la playa cercana a Concepción. Se quedaba por horas viendo a la ballena. Registraba todo lo que podía. E incluso -aunque admite que nunca lo debería haber hecho- se metió al agua y logró tocarla. No olvida su textura parecida al caucho. Ni tampoco esa inmensidad que transmitía la gran hembra que estaba ante sus ojos.

Ese joven pasó de estudiar cuatro años ingeniería, a enfocarse en biología marina. Los cetáceos, mamíferos que habitan en el mar, siempre estuvieron en su cabeza. También formaron parte de sus inolvidables pasos por la Antártica.

Carlos Olavarria
Carlos Olavarria

Luego de terminar su pregrado en Chile y pasar su doctorado en Nueva Zelanda, se dedicó al estudio de estos gigantes en la Fundación Centro de Estudios del Cuaternario Fuego-Patagonia y Antártica (CEQUA). Luego, las corrientes de su vida lo llevaron a desempeñarse como director ejecutivo del Centro de Estudios Avanzados en Zonas Áridas (CEAZA).

Así, ha pasado sus estudios entre ballenas francas (Eubalaena australis), jorobadas, delfines como el chileno (Cephalorhynchus eutropia) o los de Héctor (Cephalorhynchus hectori) y las que lo mantienen ocupado actualmente: sus queridas ballenas fin (Balaenoptera physalus). Esos, entre muchos otros animales que se han robado completamente su fascinación e historia personal.

De la tierra al mar

Como buen joven fascinado por la naturaleza, la adolescencia de Carlos estuvo acompañada de grandes programas de maestros como Jacques-Yves Cousteau (pionero en conservación marina), Félix Rodríguez de la Fuente (documentalista naturalista) o, a nivel nacional, los hermanos Gedda con “Al sur del mundo” o Sergio Nuño con “La Tierra en que vivimos”.

Por eso, unirse a Codeff como voluntario mientras estudiaba en el Instituto Nacional fue algo natural, entusiasmándose por distintas iniciativas que ahí organizaban. Entre esto, se unió a la Red de Avistamiento de Cetáceos (RAC), que reunía a jóvenes colegiales y universitarios con ganas de hacer cosas por estos mamíferos adaptados a la vida marina.

“Ahí tuve mi primer acercamiento a gente que le interesaban los cetáceos y empecé a estudiarlos, con 14 o 15 años, viendo otras personas que en realidad hacían cosas con estos animales. Yo en ese momento solo lo veía como un gusto, como que, no sé, quería abrazarlos (…). Esto era como un hobby”, recuerda Carlos.

Inmerso en una formación tradicional y con facilidad para las matemáticas, decidió entrar a estudiar ingeniería. Duró cuatro años, todavía estando en Codeff, y conoció estudiantes de biología marina. “Nunca estuvo en mi radar esta carrera, la conocí cuando estudiaba en Valparaíso, me di cuenta de que era posible hacerlo y de que, en realidad, era algo que me apasionaba mucho. No quería vivir como ingeniero y después pagarme vacaciones para ir a ver delfines y ballenas por tres semanas al año. No, yo quería hacer esto de manera profesional”, recuerda.

Ese es el punto en su vida al que él se refiere como su partir.  

De Antártica a Nueva Zelanda

Cuando Carlos se cambió de carrera, convalidó todos los ramos que pudo, dejando solo los de biología. Conoció a don Anelio Aguayo-Lobo y Daniel Torres, maestros en estudios de mamíferos marinos y lobos marinos, respectivamente, del Instituto Antártico Chileno (INACH). En ese entonces, Anelio había ganado un proyecto para trabajar con ballenas jorobadas y, naturalmente, Carlos se entusiasmó en participar.

Eso significó que empezó a trabajar en su tesis desde primer año. Y que los cinco veranos siguientes, de sus vacaciones, cambió el sol del centro por las maravillas de la Antártica, recolectando muestras. Todos los trabajos que hizo mientras estudiaba biología marina, fueron -dice riendo- relacionados al continente blanco o a las ballenas. Cuando terminó, el paso siguiente fue estudiar un doctorado a Nueva Zelanda.

– ¿Por qué te fuiste al otro lado del mundo?

-Fue por fortuna. Don Anelio, quien fue exiliado en el golpe de Estado en Chile, trabajó en la Universidad Autónoma Nacional de México. Uno de sus estudiantes fue Luis Medrano, quien en ese momento estaba haciendo los primeros estudios de genética de ballenas en México. Don Anelio me hace el contacto con Luis, quien estaba haciendo su postdoctorado en Nueva Zelanda, y me invitó al laboratorio, que era el mejor del mundo. El me acogió y el dueño del laboratorio me dejó trabajar allá. Entonces postulé a becas para mi doctorado y la segunda vez quedé. Este estudio pequeñito de ballenas jorobadas que estaba haciendo en la Antártica se expande al doctorado y hago un estudio similar, pero por todo el Pacífico sur, estudiando ballenas en Australia, Fiji, Samoa, Tonga, la Islas Cook, Nueva Caledonia, Nueva Zelanda, hasta Colombia.

Carlos Olavarria
Carlos Olavarria

– ¿Qué fue lo que más te llamó la atención de las conclusiones a las que pudieron llegar en este trabajo?

– Se revela que estos animales migran mucho. Son capaces de moverse miles de kilómetros en un par de meses. Esto lo hacen cada año y vuelven a repetirlo, siendo capaces de hacer movimientos muy grandes. A pesar de esto, no se mezclan con otras áreas de reproducción. Estos movimientos son de norte a sur, van desde los trópicos hasta la Antártica, y después vuelven. Pero entre un área del trópico y la siguiente, donde hay otras ballenas jorobadas, no van. En dos días podrían estar ahí, pero no lo hacen, no se mueven, no se intercambian. Eso se ve claramente en la diversidad genética de cada una de estas áreas.

– ¿Estudiaron solo ballenas jorobadas?

– Para el doctorado, sí. Es una de las ballenas más fáciles de estudiar porque se acercan mucho a costa durante la época de reproducción. Justo se dio que se juntó la voluntad de varios científicos en Oceanía, entonces todos colaboraron colectando muestras para que yo las analizara. Pero en general siempre he sido bien abierto a estudiar distintas especies.Entonces, estando allá, también me metí en estudio de ballenas francas, delfines de Héctor (que son los delfines endémicos de Nueva Zelanda) o calderones (Globicephala). Meterme en otras investigaciones me hizo ampliar mi red de contactos y poder estar involucrado en otro tipo de estudios.

– ¿Cómo se diferencia hacer ciencia de cetáceos allá versus hacerla acá?

– Yo diría que no hay mucha diferencia. Los laboratorios son buenos y las técnicas son las mismas. Acá también están los equipos y el financiamiento. La diferencia radica en cómo se hacen las cosas. En Nueva Zelanda las personas hacen de todo. En Chile no es tan así. Por ejemplo, acá uno contrata a un botero para que te lleve a colectar la muestra. Allá en Nueva Zelanda yo manejaba el bote, que era de la universidad. Había que llevarlo y todo.  

Volver a Chile

Entre los primeros encuentros que marcaron su vida en relación con los cetáceos, hay uno que se remonta a la época donde Carlos todavía estudiaba ingeniería. En ese entonces, acompañó a Jorge Gibbons -a quien conocía por la RAC de Codeff y se especializaba en estudio de cetáceos- a un terreno para su tesis de máster. El viaje lo llevó a isla Chañaral, donde Gibbons estudiaba la conducta de los delfines nariz de botella (Tursiops truncatus).

Ahí pernoctaron una semana, hace más de 30 años, viendo los delfines desde tierra. Esa experiencia se transformó en un recuerdo imborrable de aquella vez que vio por primera vez a estos delfines y se maravilló de su majestuosidad, perdiendo la vista en sus movimientos. Era un lugar pacífico que nunca más volvería a pisar, pero que el futuro traería de vuelta a su vida.

Ballena jorobada. Créditos a Felipe Howard

Después de terminar su doctorado, se trasladó a Chile para trabajar en el CEQUA, que buscaba investigadores jóvenes para radicarse en Punta Arenas. Armó ahí un laboratorio de genética y apoyó a los primeros pasos del que desarrollaba el INACH. En 2011 volvió a Nueva Zelanda. Allá estuvo seis años desarrollando terrenos, además de trabajar junto al departamento de conservación del país para la mitigación de los efectos de la exploración sísmica en mamíferos marinos, mientras esta -centrada en encontrar gas y petróleo en el mar- todavía se realizaba. Pero, en 2016, cuando ya buscaba nuevos horizontes, la vida lo devolvió a su país natal.

Llegó a Chile como director ejecutivo del CEAZA en la Región de Coquimbo, donde el foco se centra en investigaciones de cambio climático. En 2017, al ganar un proyecto de investigación financiado por CONICYT, se propusieron entender de mejor manera la presencia de cetáceos en el Archipiélago de Humboldt, asociado a la oceanografía. De esta forma, ingresa en la historia la reconocida científica británica Susannah Buchan.

– ¿Cómo ha sido el trabajo que desarrollan allá?

-Lo primero fue tratar de entender cuándo llegan las ballenas, cuándo se van y qué especies llegan. Ahí se metió la especialidad de la Susie, que es oceanógrafa y bioacústica. Instalamos un hidrófono, que es como un micrófono bajo el agua, entre la isla y el continente. Hicimos por varios años un registro acústico de todo, gracias a que los cetáceos, en general, se comunican con sonido. Eso fue la primera pata. Después nos propusimos entender por qué llegan. Hicimos estudios para perfilar toda la columna de agua y saber qué tipo de zooplancton o animales de distintos tamaños hay. Identificamos cómo está distribuida la comida en el lugar y empezáramos a recoger feca para analizarla. Todo eso nos dio un entendimiento de que principalmente las ballenas en el Archipiélago de Humboldt se alimentaban de krill. Después entramos a la siguiente pregunta: ¿dónde comen? Les instalamos una especie de chupones en la espalda para registrar sus patrones de buceo. Actualmente, una de las principales problemáticas que tienen los cetáceos son los choques con embarcaciones. Eso, de hecho, es uno de los principales argumentos en contra de proyectos portuarios-mineros como Dominga. Por eso lo que hacemos es modelar el tiempo que pasan las ballenas en la superficie. Por ejemplo, en el día pueden bucear 200 metros, pero en la noche pasan mucho tiempo en la superficie. Por lo tanto, son más vulnerables de noche. Además, empezamos un trabajo con otros colegas en el que instalamos transmisores en las ballenas para seguir su migración.

Una pasión por las ballenas

En 2015, más de 300 ballenas sei vararon en el Golfo de Penas, en la Región de Aysén. Por lo tanto, cuando volvió a Chile, Carlos sintió la necesidad de también enforcarse en entender este asunto. “El foco de la investigación que hacemos en el Archipiélago de Humboldt es bastante diferente, nos permite ayudar a las propias comunidades locales a mejorar el turismo a través de mayor conocimiento. En el sur hay una necesidad entender qué está sucediendo para poder ayudar a los tomadores de decisión”, comenta.

Carlos Olavarria
Carlos Olavarria

De las conclusiones de ese evento, la poca y nada de evidencia apuntó a que se relacionó a la marea roja, ya que el krill o los pequeños animales de los que se alimentan las ballenas podrían haber estado saturados. Aún sin tener una claridad absoluta, estos eventos -a menor escala- siguen sucediendo en lugares tan lejanos como el golfo de Penas.

-Con todos estos trabajos e investigaciones, a un plano más profundo, ¿qué aprendizaje te han entregado las ballenas o los cetáceos en general?

-Yo creo que he aprendido a cultivar la paciencia. Son animales que viven en un medio completamente distinto al nuestro y no son fáciles de estudiar, a veces ni se ven.  A lo largo de toda mi vida me ha tocado mucho estar en un barco durante meses sin verlos. También se necesita harta imaginación, porque hay varios espacios en blanco para rellenar.  Yo creo que han modelado el cómo soy ahora. Esa es la principal lección: que si a uno le apasiona algo, se puede hacer lo que sea. Lo único que yo sabía era que quería pasar mucho tiempo con estos animales y a lo largo camino la carga se iba arreglar sola.

– ¿Qué crees que es lo que te apasiona de los cetáceos?

-Yo creo que quizás fue algo bien circunstancial, porque cuando chico los vi en los programas de Jacques Costeau. Yo creo que siempre me han cautivado por lo distintos que son, pero que también es imposible no pensar que tienen una cierta atracción por nosotros y, de la misma manera, curiosidad. Pero yo creo que de ahí viene un poco la fortuna de haberme maravillado con eso y haber encontrado estas maneras de poder haberme acercado a ellos.

Carlos Olavarria
Carlos Olavarria

Con más más de 20 años dedicándose al estudio de cetáceos, Carlos no deja de sentir esa inmensidad que percibió cuando se acercó a esa ballena franca por primera vez. A veces, mientras está en el bote trabajando, tiene esos momentos de contemplación. Esos donde quizás esa misma especie que conoce durante años, todavía le provoca esa calma y asombro. Y, sobre todo, las ganas de seguir aprendiendo para avanzar en su conservación.

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