He recorrido gran parte de Chile, conocido el desierto y la selva valdiviana, sus quebradas y montañas en la zona centro y sus glaciares en la zona austral, pero este verano por primera vez tuve la oportunidad de viajar a Tierra del Fuego, y puedo decir que me sorprendió. Este territorio remoto, de vastas estepas y geografía accidentada, es una tierra diferente.

Visitar Tierra del Fuego es transportarse a un rincón de Chile que funciona a su propio ritmo, donde tu vecino más cercano muchas veces se encuentra a varios kilómetros; donde el clima te sorprende con una mañana de lluvia, una tarde de sol, y granizos al atardecer; donde sus habitantes se han apropiado del castellano con modismos que nunca habías escuchado en el resto del país –excepto quizás su vecina Punta Arenas– y donde el mate, pasó de ser una simple bebida caliente a una tradición, un momento casi sagrado para compartir a diario una buena conversación con amigos en momentos de ocio.

©Romina Bevilacqua
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Mi visita a la isla fue fugaz, pero me llevo los mejores recuerdos de ella. Entre ellos, mi experiencia recorriendo el sendero Pietro Grande al interior del Parque Karukinka, un área protegida privada de la ONG WCS de casi 300.000 hectáreas que alberga los más impresionantes paisajes y ecosistemas. Y hoy quiero invitarlos a conocerlo.

El sendero

Todo el sendero está bien señalizado con marcas de color rojo y puntos blancos, simulando las pinturas corporales utilizadas por los Selk’nam. ©Romina Bevilacqua
Todo el sendero está bien señalizado con marcas de color rojo y puntos blancos, simulando las pinturas corporales utilizadas por los Selk’nam. ©Romina Bevilacqua

A aproximadamente 15 minutos del Refugio Vicuña en Karukinka, por el camino de autos, se encuentra a mano izquierda el inicio del sendero Pietro Grande, que recorre las laderas de este cerro homónimo, hasta su cima. Un recorrido de 7 km, de dificultad baja, poco desnivel y un gran atractivo.

Sin apuro, comencé a caminar a las 11.00 de la mañana. Era un día soleado, pero ventoso y aunque era pleno verano, llevaba tres capas de ropa encima. El primer tramo comenzó con un ascenso suave por un campo, y en la primera bifurcación, tomé el camino de la izquierda para comenzar a internarme en el bosque de lengas y ñirres. Desde aquí, el ascenso comenzó a ser más empinado.

©Romina Bevilacqua
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Los primeros hitos en mi camino, fueron 2 miradores con vistas panorámicas de estos paisajes magallánicos teñidos de tonos amarillos y ocres; divididos por sus ríos y tupidos bosques y acompañados de nubes, que a su paso, iban transformando la vista con sus sombras.

Ya llevaba cerca de 1 hora caminando cuando, al salir del bosque, me encontré con un zorro chilla bajando por la ladera del cerro. Al verme paró en seco y nos quedamos mirando, como esperando que el otro hiciera su primera movida. Después de unos minutos, decidió  esconderse detrás de unos matorrales y llaretas sin dejar rastro.  Seguí mi camino avanzando por el sendero en silencio y muy despacio, y  de vez en cuando el zorrito levantaba la cabeza, siguiendo cuidadosamente mis pasos. Estuvimos un buen rato jugando a las escondidas hasta que siguió su camino, siempre mirando sobre el hombro. Después de este afortunado encuentro, sólo quedaba el último tramo hasta la cima del Pietro.

©Romina Bevilacqua
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En la medida que seguía subiendo, los paisajes sólo se volvían más espectaculares. A mi izquierda un paño verde de bosque nativo cubría todo a su paso y sólo dejaba entrever en algunos claros, las represas construidas por los castores, una especie introducida hace cerca de 70 años en la zona, que está causando estragos en Tierra del Fuego y otros lugares de la Patagonia chilena y argentina.

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Para tener en cuenta, se ha estimado que un solo castor puede consumir hasta 200 árboles al año, y actualmente se cree que habría cerca de 100 mil castores en Tierra del Fuego. A esto se suma que en su hábitat natural el castor consume especies que una vez cortadas pueden volver a rebrotar, caso que no ocurre con la lenga, árbol característico de los bosques andinos patagónicos de Sudamérica. Además sus castoreras terminan por transformar el paisaje, inundando amplios sectores de bosque nativo, aniquilando sus árboles y alterando el ciclo de nutrientes en la zona.

©Romina Bevilacqua
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Una vez en la cima, las pequeñas piezas del paisaje que fui viendo en mi camino al fin se mostraron como un gran mapa. Frente a mí, el valle del río Rasmussen, la estepa de Pampa Guanaco y la cordillera, ofrecían un espectáculo digno de enmarcar. Sólo quedaba disfrutar la vista y la compañía de decenas de dormilonas tontitas y churretes acanelados, que saltaban y volaban de un lugar a otro, cada vez más cerca de mí, curiosos ante la presencia de esta invasora.

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Cuando el viento ya empezó a soplar más fuerte y las nubes anunciaron que pronto empezaría a llover, comencé mi descenso. Una vez más me interné en el bosque, acompañada únicamente del sonido de aves como los rayaditos y comesebos grandes, además del chirrido de los árboles al rozar sus troncos con el viento. Ahora la vista apuntaba hacia Pampa Guanaco, donde en unas pocas horas debería tomar un avión DAP con destino a Punta Arenas.

©Romina Bevilacqua
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Realizar este sendero sola, sin duda hizo de ésta una mejor experiencia. Ahí en el silencio del Pietro, sentí realmente la naturaleza salvaje, la vastedad del paisaje y su aislamiento, la fuerza del viento, y la plenitud que sólo te entrega el conectarte con lo que te rodea. Estaba al fin del mundo, en un territorio de paisajes extremos que solo unos pocos tienen la suerte de conocer.

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*Dato para alojar: En la Estancia Vicuña, al interior del parque, cuentan con un sector de camping y domos disponibles.

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