Estamos en un mundo que cambia muy rápido. Hoy, más que nunca, en un contexto de coronavirus, nos damos cuenta de cuán precaria es nuestra certeza sobre las condiciones básicas que tenemos como humanidad. Sin embargo, el escenario de incerteza se extiende si nos enfocamos también al estado actual de los ecosistemas del planeta. De hecho, es el mismo coronavirus justamente una de las tantas expresiones de la degradación que sufren hoy en día los ecosistemas. Así fue bien explicado en Ladera Sur en el artículo “La lección de humildad del coronavirus”.

Recolección piñones 1©Tomás Ibarra
Recolección de piñones ©Tomás Ibarra

Como humanidad, y particularmente como científicos dedicados a las ciencias ambientales, gran parte de nuestros esfuerzos los hemos enfocados en comenzar a buscar medidas que permitan detener, o al menos atenuar, los efectos del cambio global. Sin embargo, muchas de esas medidas las hemos desarrollado desde nuestra perspectiva, la perspectiva occidental, la perspectiva científica hipotético-deductiva. Pero ¿es acaso la única perspectiva?

Junto a ello, nos hemos dado cuenta de que muchas de las medidas implementadas para detener el cambio climático y el cambio global no han sido exitosas. Así, ya lo decía el científico neozelandés, Peter Anthony Larkin en 1977, cuando evidenciaba que el concepto de máxima producción sostenible, un concepto hiper-simplista de ver cómo funcionan los ecosistemas, debía ser olvidado por su efecto negativo a las especies.

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©Tomás Ibarra

Cuando comenzamos a ver la seguidilla de fracasos sobre estas medidas de manejo de la naturaleza, es cuando comenzamos a ver otros conocimientos, otras cosmovisiones, otras epistemologías. Ahí es cuando surge el conocimiento de nuestros ancestros. En un contexto latinoamericano, este conocimiento tradicional, indígena, local, está más vivo que nunca. A pesar del exterminio europeo en la colonia, son muchos los pueblos indígenas los que siguen en pie, manteniendo y proyectando su cultura.

En Chile, el conocimiento de comunidades indígenas y locales de muchos pueblos sigue vigente, algunos penden de un hilo, otros siguen proyectándose y resistiendo también. Sin embargo, son mínimamente considerados en las políticas públicas para manejar y conservar la naturaleza. Difícil es aportar cuando una institucionalidad ambiental nacional carece de herramientas vinculantes al preguntar a comunidades indígenas o rurales acerca de alguna medida de manejo o conservación. El potencial ahí es inmenso. La literatura científica acumula y acumula artículos sobre los potenciales beneficios de incluir a las comunidades indígenas y rurales a la conservación y manejo de la naturaleza.

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Cartel comunidad en Chepu, Chiloé ©Matías Guerrero

Coyunturalmente, en nuestro país existe una oportunidad. El conflicto social, y por qué no, también socioambiental, que ha sido puesto en pausa por la crisis sanitaria, logró generar una propuesta de cambio constitucional. En este marco, es necesario incorporar herramientas que permitan incluir aquellos otros conocimientos de comunidades indígenas y locales, ignorados actualmente por la institucionalidad ambiental. Aquí, la necesidad radica en comprender el beneficio que implica considerar estos otros conocimientos, bajar la arrogancia de que tenemos todas las respuestas desde las ciencias y entender que podemos encontrar respuesta en otros saberes y pensares. Si bien existen ejemplos de ciertas comunidades indígenas y locales que han degradado ecosistemas locales, el punto central es generar medidas de conservación con aquellos que usan y poseen una relación estrecha con el ambiente. De otra forma, las medidas impuestas “desde arriba” solo serán medidas ajenas al contexto local y constituirán medidas “de papel” sin ninguna efectividad en la realidad para detener la degradación ambiental.

Abundan ejemplos internacionales de países que han decidido otorgar derechos de aprovechamiento y uso hacia comunidades indígenas. Australia, por ejemplo, considera en su legislación una categoría de área protegida indígena; estas áreas representan tierra o mar de propiedad indígena donde las comunidades tradicionales pactan un acuerdo con el gobierno australiano para promover la conservación de la biodiversidad y los recursos culturales.

En Chile, si bien no existe algún ejemplo que se le compare, si existe un cuerpo de conocimiento que se ha estado documentando, principalmente desde la década de los 90 (Guerrero-Gatica et al. 2020), donde comenzamos a entender, como científicos, el conocimiento que poseen las comunidades locales e indígenas sobre su entorno.

Recolección de piñones ©Tomás Ibarra
Recolección de piñones ©Tomás Ibarra

Por ejemplo, un artículo desarrollado el 2006 por la geógrafa Thora Herrmann (Herrmann, 2006), quien trabajó con comunidades mapuche, detalló que ellos tenían ciertas medidas de manejo y germinación de la araucaria que realizaron en sus propios patios, lo que ayudó al aporte de semillas y plántulas para llevar a lugares donde estaban degradadas y especialmente, donde había habido talas de araucarias. Incluso se menciona una labor de “domesticación” del pehuén por parte de las comunidades, incentivando a que éstas fuesen plantadas junto a otras especies, tales como sauces, choclos o quinoa. Este manejo también podría tener un rol importante al llevar a un mejoramiento genético gradual de la especie.

Además, un estudio publicado en 2018 (Parraguez-Vergara et al. 2018) develó una serie de prácticas tradicionales en la comuna de Curarrehue, Región de La Araucanía, que permiten aumentar la soberanía alimentaria de las comunidades tradicionales que viven en el lugar.

Cóndor en la Tirana2 ©Tomás Ibarra
Cóndor en la Tirana (referencial) ©Tomás Ibarra

Así también, en el norte de Chile, particularmente en las vegas altoandinas cercanas a San Pedro de Atacama, un estudio desarrollado por la etnobotánica Carolina Villagrán (Villagrán et al. 1998) develó que 165 de las 176 plantas consultadas en el estudio a comunidades atacameñas, tenían un uso, principalmente forrajero, medicinal o alimenticio. Este conocimiento, en un contexto ambiental de hiper-aridez sumado a la presión minera y el cambio climático, puede marcar la diferencia entre comunidades resilientes a los cambios o comunidades vulnerables.

Por último, otro estudio en ambientes costeros (Gelcich et al. 2006) demostró que, en Puertecillo, Región del Maule, el manejo tradicional de recursos costeros, particularmente el cochayuyo, era un manejo resiliente y equitativo. Sin embargo, producto de la elaboración de una política impuesta por el Estado, generó una disminución de la capacidad adaptativa del manejo.

Recolectores de luga ©Matías Guerrero
Recolectores de luga ©Matías Guerrero

Así, la documentación de este conocimiento nos permite darnos cuenta de que, a través de un dialogo de saberes con comunidades indígenas, con comunidades rurales, es posible generar medidas que beneficien tanto social como ambientalmente a los ecosistemas y a aquellos que se relacionan estrechamente con la naturaleza.

Esta decisión, en un contexto de redacción de una nueva constitución, la podemos tomar. La pregunta es ¿la tomaremos realmente? ¿Seremos capaces de mostrarnos menos arrogantes con nuestros conocimientos e introducir aquellos conocimientos ancestrales? Ahí existe una oportunidad para resolver muchos de los conflictos socioambientales que vive nuestro país, como la zona de sacrificio Quintero-Puchincaví, la hidroeléctrica Alto Maipo o la minera Dominga. Ahí también existe oportunidad de conservar especies emblemáticas como el pehuén o la güiña.

Ahí existe una oportunidad de mejorar la resiliencia de los ecosistemas ante un mundo cambiante e incierto y evitar episodios como el que actualmente vivimos con el coronavirus. Ahí, en estos saberes, podemos encontrar también cuestiones más elementales, como aquella relación íntima que hemos perdido con la naturaleza. Ahí encontramos historias de ñañas y abuelos sobre formas más amables de relacionarnos con nuestro entorno. Ahí, en estos conocimientos, quizás está la cuota de humildad que necesitamos como científicos, para entender que no tenemos todas las respuestas, pero que, si trabajamos en conjunto mediante el dialogo de saberes, podemos quizás encontrarlas.

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