Un encuentro inesperado en la selva misionera: la historia de la primera imagen de un águila harpía en 20 años
Manuel Encabo y Sergio Moya, tras más de dos décadas de búsqueda incansable, lograron capturar la imagen de una joven águila harpía en la selva misionera de Argentina. El hallazgo, crucial para la conservación de la especie, revela la necesidad de proteger la biodiversidad de la región ante las amenazas de la deforestación y la caza furtiva. Conoce más en la siguiente nota del periodista argentino Emiliano Gullo.
Una vez más, la camioneta que maneja Manuel Encabo surca los caminos rojos de la selva misionera. Una de cientos, miles de veces. Desde el asiento del acompañante, Sergio Moya le ceba los mates para aguantar el traqueteo del viaje. Esta vez, no lo acompaña su amigo y habitual compañero de expediciones, Facundo Barbar.
Es una de las últimas mañanas de julio. Es un viaje más de Encabo para tratar de encontrar alguna de las cinco águilas selváticas que rastrea junto a Barbar hace más de 20 años. Durante ese tiempo, fue y vino por las reservas de Misiones, Formosa, Salta, Jujuy, Tucumán, Chaco. Estuvieron rodeados de yaguaretés, yacarés, pumas. Siempre con Barbar, descubrió el primer nido del águila viuda. Pero nunca cerca de una arpía, las más grande y poderosa del continente. Hasta esta mañana de fines de julio que, entre mate y mate, el grito de Moya lo va a sacar de la modorra del camino.
– ¡Ahí está!
Encabo clavó los frenos de su camioneta al instante. Como pueden, encastran sus lentes de largo alcance en las cámaras y bajan a toda velocidad. Los rodea la selva paranaense de la Biósfera Yabotí, a mitad de la provincia de Misiones y a 170 kilómetros de la frontera con Brasil. Encabo sabe que tiene algunos segundos y después el águila se esfumó entre la espesura de la selva. Dispara al bulto. Nadie se acuerda del encuadre, del foco. Y no importa.
Aun así, borrosa, la foto es única, la primera prueba fotográfica que aparece desde 2004. Casualmente -o no- algunos meses atrás, en marzo, un turista que estaba caminando por la misma reserva se topó con otro ejemplar de la misma especie. Antes de ajustar el foco de la cámara, Encabo y Barbar se dieron cuenta de la primera pista. El águila que habían encontrado era joven, aproximadamente de dos años. El largo del plumaje, el color; rasgos claros y claves que determinan la edad.
“Las aves rapaces van mudando las plumas todos los años. Van cambiando el color hasta que son adultas. En el caso de la harpía son seis años. Por el tamaño y el color de los pumas, es una hembra de dos años”, explica Encabo hoy, ya de regreso a Buenos Aires, a pocos días de subirse a un avión hacia Colombia donde lo invitaron a un seminario de águilas harpías para que cuente cómo hizo para detectar -después de tantos años- un ejemplar en Misiones.
Enseguida vinieron las ráfagas. Los disparos certeros de las cámaras cayeron sobre toda la dimensión de la joven águila harpía que -ahora sí- aparecía por primera vez con total nitidez ante las cámaras de Encabo. Mientras tanto, Moya hacía acrobacias para sacar fotos con una mano y con la otra hacer videos con el teléfono.
El águila harpía no remonta vuelo como sus primas de alta montaña. Suele volar bajo entre las copas de los árboles de la selva paranaense para zambullirse, cada tanto, en la espesura del follaje. La especie tiene un diformismo inverso; es decir, las hembras son más grandes que los machos y pueden llegar a pesar alrededor de 9 kilos y medir más de un metro de altura y dos metros de ancho con las alas extendidas.
Con unas garras que pueden llegar a los 13 centímetros de largo y unas patas grandes como las de un hombre adulto, el águila harpía es la más grande de todos los bosques tropicales en el hemisferio occidental.
Posada en las alturas de la selva se abalanza sobre pequeños y medianos mamíferos. Monos, perezosos, coatíes, tamandúas, comadrejas. Y junto con el Yacaré y el Yaguareté son los máximos depredadores de la biosfera misionera.
Habita todas las selvas del continente sudamericano, desde México hasta Argentina. Pero solo en Panamá -donde es el ave nacional-, está protegida por ley y es el único lugar donde goza de estar fuera de la categoría amenazada.
Su envergadura no es especialmente extensa porque sus alas -redondeadas- están adaptadas para maniobrar en un ambiente tupido. A diferencia de las que habitan las altas cumbres, que tienen las alas más largas y puntiagudas. Y a diferencia -también- del imaginario colectivo que la ubica planeando desde las montañas más altas o carroñeando en desiertos y sabanas, es en las selvas donde existe mayor diversidad de águilas. La razón -explica Encabo- es clara.
“Casi todas las especies son más diversas en ambientes selváticos. La diversidad es directamente proporcional a los recursos. Entonces en estos lugares, donde hace más calor, tenés, por ejemplo, más plantas y eso empieza a dar mayor sustentabilidad a la cantidad de biomasa y biodiversidad que pueda alimentarse de eso. Por eso en los lugares más fríos hay menos recursos en general y tenés menos diversidad”.
Encuadrados en la Fundación Caburé, Encabo y Barbar formalizaron el proyecto Águilas Crestadas Argentinas en 2017, después de casi 20 años de trabajar en esa especialidad. Encabo es técnico en manejo y gestión de la biodiversidad, y Barbar es biólogo e investigador del Conicet. Moya, que se sumó a la última expedición, es un reconocido divulgador de la naturaleza de Misiones.
En la Argentina son ocho las águilas crestadas, pero desde el proyecto se dedican específicamente a las cinco que pertenecen a la biosfera selvática misionera: la viuda, la real, la cresta negra, la monera (o harpía menor) y la harpía.
No es el primer hallazgo de estos investigadores. En 2022 lograron ubicar el primer nido de águilas viudas en Argentina, línea de trabajo que seguirán en los próximos años para determinar -a través de transmisores- el comportamiento y el uso que hace esa especie de la selva.
El hallazgo de la harpía tiene un impacto en el diagnóstico biológico de la zona. La presencia de la harpía es síntomas de sanidad ambiental, además de servir como motivador para la defensa de la selva. “Lo más importante es usar estos animales como especies banderas o especies paraguas. Conservando una especie, como este predador tope, conservás todo lo que está abajo. Así como se busca conservar el mar desde la defensa de la ballena. Por eso son especies banderas”, dice Encabo.
“Necesitan árboles grandes para poder hacer sus nidos, y sobre todo lo que necesitan es un ecosistema que pueda sustentar la cantidad de presas suficientes para que ellas puedan alimentarse. Por eso estas águilas son indicadores de buen estado de conservación de los ambientes”.
Para rastrearlas, los investigadores realizan censos de ejemplares y usan aparatos de sonidos que emiten el canto de las águilas. “Las aves forestales son bastante vocales, entonces quizá responden a una vocalización y se puedan detectar. Uno nunca sabe dónde están. Por eso es extremadamente difícil encontrarlas. Es un trabajo de constancia y método”, dice Encabo que también asegura: “Por donde vi al águila, debo haber pasado 30 veces. Estás y estás hasta que un día la ves. Yo trabajé 20 años para eso”.
Los números le dan la razón. La reserva donde buscan las águilas tiene aproximadamente 240 mil hectáreas de selva tupida. Lo que es muy parecido, metros más, metros menos, a 160 mil canchas de fútbol 11. Más que la aguja en el pajar, un águila en la selva. Otra de las dificultades, a diferencia de lo que sucede con el yaguareté o el puma, es que colocar una cámara trampa en altura es un trabajo imposible. Y, puntualmente con la harpía y la monera, el problema es aún mayor porque son aves que apenas sobrevuelan.
Para dimensionar la dificultad, el investigador -que se autofinancia la investigación- compara la experiencia que tienen sus pares brasileños que trabajan en la reserva del otro lado de la frontera de Misiones. “Tienen 17 mil hectáreas, y en 10 años de dedicación full time encontraron tres ejemplares”.
En Argentina todavía no hay registros exactos y detallados de la conducta de las harpías. Los expertos calculan que tienen territorios extensos de entre ocho y diez mil kilómetros cuadrados, pero, hasta el momento, es imposible de precisar.
Después de disparar todas las fotos que pudieron, Encabo y Moya lanzaron toda la artillería para seguir su rastro. El frenesí de la emoción no los dejó festejar el hallazgo in situ.
Habían logrado acercarse a unos 25 metros. El animal se dejó fotografiar apenas unos segundos y voló. Encabo recuerda: “No tuve tiempo de que me cayera la ficha en ese momento. Enseguida nos pusimos con el dron para ver si la volvíamos a ver. Le dimos al playback para ver si volvía con las vocalizaciones. Recién cuando agotamos todos los recursos, me senté y empecé a temblar como una hoja. Fue una locura”.
La dificultad en el hallazgo de esta especie no se debe solamente al avance de la deforestación y al tamaño de la reserva o lo escurridiza de su conducta. La harpía y demás crestadas son víctimas de la caza furtiva. Con una taza reproductiva de un pichón cada tres años en el caso de la harpía, cada animal que muere es un atentado a la conservación. “En el parque hay muchos cazadores. Y quizá no van a perseguir al águila para comerla. Lo que buscan son tapires, pecaríes, pero en el medio disparan y pueden matar dos o tres ejemplares; además de cazar lo que ellas comen”. El combo que se arma es letal para todo el ecosistema.
Encabo trabaja en el ecoparque de la Ciudad de Buenos Aires. Barbar trabaja en el Conicet. Los dos sostienen el proyecto de las águilas crestadas con sus economías. Encabo destina, además, sus vacaciones para hacer los viajes a las selvas.
Días después del hallazgo, la Fundación Caburé presentó públicamente las pruebas fotográficas de la harpía juvenil. Rápidamente los llamaron desde la gobernación de Misiones para felicitarlos. La directora del instituto misionero de Biodiversidad, Martha Graciela Vancsik, se contactó para felicitarlos por su trabajo. Pero -hasta el momento- ninguna oficina de gobierno o agencia ambiental les ofreció ayuda financiera.