En realidad, técnicamente hablando, no estamos tan separados del continente, pensé antes de subirme la avioneta. Sólo 32,4 kilómetros separan a isla Mocha de Tirúa, la distancia que hay entre Plaza de Armas y Buin en Santiago. Sólo 16 minutos de vuelo (casi siempre) inestable sobre el pacífico sur; lo que me demoro en bici de Parque Bustamante a Pedro de Valdivia.

© Javiera Ide
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Desde que conocí la isla, no existe día en el que no piense en ella. El estar en un lugar tan desconectado, me despertó un extraño y potente sentimiento de vulnerabilidad y empatía que nunca antes había experimentado.

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Suspendidos en el aire, un borroso pedazo de tierra aparece como un diaporama entrecortado entre las hélices del Cesna, un pedacito desprendido del continente que parecía dormido en la inmensidad del océano. La lejanía de isla Mocha no es de proximidad ni cronométrica, es una lejanía simbólica y tan real, que te hace cuestionar aspectos humanos, y cómo no, también políticos.

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Hoy me siento vulnerable, más que cuando cruzaba a la isla en esa avioneta. Me siento vulnerable e indignada como habitante de este país, cuyas autoridades no son capaces de resolver aspectos tan básicos en sectores rurales aislados, como lo es la conectividad.

En la pista de aterrizaje de la isla, ya de regreso, conocí a Boris, uno de los pilotos que hace vuelos regulares en su avioneta. Es un hombre joven y fuerte, hay energía en sus palabras. Nos ofreció té para pasar el frío mientras hablaba con emoción de su primer hijo que había nacido hace poco.

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Pasaban las horas y cada cierto tiempo llamaba al “aeródromo” de Tirúa para ver si se despejaba un poco. El indicador, el artilugio técnico, era la antena de una compañía telefónica que está en la punta de un cerro. “Todavía no se ve (la antena), tendremos que seguir esperando”, dijo.  No hay torre de control, ni un plan de vuelos. ¿Para qué?, he escuchado decir a algunos. “Es tan baja la frecuencia, que no vale la pena gastar plata de Chile para invertir en esa infraestructura. Mejoremos Arturo Merino Benítez mejor, es un asco ese aeropuerto”, me dicen.

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Hoy Boris ya no está. Cinco semanas después de mi viaje, su avioneta se estrelló con 4 pasajeros llegando al continente. Todos murieron. Había mucho viento. Puede ser que él no haya tomado la decisión correcta. Era un piloto avezado, muy joven, se escuchó decir. Haya cual haya sido el error, la realidad es que las condiciones son deficientes y la solución no puede esperar.

El ser insular forja el espíritu, crea caracteres excepcionales. Admiro profundamente el valor de los 600 y tantos habitantes de la isla, pero no es justo que sigan viviendo este riesgo.

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Hace unos meses, la situación explotó cuando los mochanos anunciaron movilizaciones luego de estar más de 4 días sin vuelos. Se trata de una demanda histórica, de una deuda del estado de Chile con el territorio insular. Acusan que durante años han sufrido la postergación de las autoridades de Gobierno, quienes una y otra vez hablan de soluciones que finalmente nunca se concretan.

Sin embargo, hoy el panorama pareciera mejorar. Luego de años de intentos fallidos, comenzaría a operar el servicio de conectividad marítima a fines de 2017. Este tendría una frecuencia de 2 veces por semana, podría ser utilizado también como transporte de carga y sería financiado por la Ley del Subsidio al Transporte Público. Se trata de una embarcación tipo barcaza o transbordador con capacidad mínima de 30 metros lineales de carga y otros 30 metros cúbicos en bodega. Es de esperar que la medida sea suficiente y adecuada para las necesidades de sus habitantes.

Hoy son muchas las “islas Mochas” en Chile que esperan soluciones en temáticas de conectividad. El ser rural pareciera ser un doble aislamiento en este país: uno geográfico y otro provocado por el abandono, una invisibilización imperdonable de los problemas que afectan la calidad de vida de miles de chilenos en zonas apartadas.

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