La mañana del viernes 16 de abril, cuando la bióloga marina española Ana García llegó hasta la bahía de Mejillones por el aviso del varamiento de una ballena, le llamó la atención el tamaño. Se trataba de un macho juvenil de ballena Bryde (Balaenoptera brydei), una especie poco común en esa zona y que puede llegar a medir hasta 16 metros. El ejemplar que yacía en la arena, sin embargo, no llegaba a los ocho metros.

“Quizás una espera que mueran ballenas más adultas, pero esta era un juvenil y eso es lo más preocupante: que se estén muriendo juveniles”, dice García, quien llegó a Chile en 2014 para realizar su tesis de doctorado en conservación de cetáceos y hace cinco años fundó el Centro de Investigación de Fauna Marina y Avistamiento de Cetáceos (CIFAMAC), de Mejillones, junto a pescadores locales y ecólogos marinos.

Ballena Jorobada varada en Caldera este año © Simón Frenkel
Ballena Jorobada varada en Caldera este año © Simón Frenkel

La necropsia a la ballena Bryde determinó que la causa de su muerte fue una colisión contra una embarcación de gran tamaño. El animal tenía seis costillas fracturadas y una fuerte hemorragia en su estómago. García explica que en su contenido estomacal se encontró abundante krill, lo que quiere decir que este ejemplar estaba sano antes del accidente y se encontraba en los alrededores de esa zona alimentándose. Este no es un caso aislado: se trata de la tercera ballena que aparece muerta en la bahía de Mejillones en los últimos seis meses.

“Encontrar un animal muerto en un barrio industrial, con tantos busques alrededor maniobrando, es una imagen muy desoladora”, dice Ana García. “Pero, a su vez, corrobora lo que hemos predicho: la bahía de Mejillones tiene un alto tráfico marítimo y el peligro de colisión con cetáceos es muy alto”.

Dos mil setecientos kilómetros al sur de Mejillones, específicamente en el sector de Chumildén, comuna de Chaitén, en la Región de Los Lagos, una ballena azul (Balaenoptera musculus) había varado unos días antes. También era un ejemplar juvenil macho, que medía más de 14 metros y de aproximadamente 50 toneladas. Frederick Toro, médico veterinario, miembro de la ONG Panthalassa y profesor de la U. Santo Tomás de Viña del Mar, fue hasta Chumildén para participar en la necropsia. Toro ha realizado más de 30 de estos procedimientos a cetáceos y esta era su primera ballena azul. Cuando llegó al lugar, se conmovió con lo que vio.

“Siempre es fuerte ver una ballena de esas dimensiones muerta”, dice. “Uno las ve en el mar imponentes y majestuosas, pero son más frágiles de lo que no piensa y pueden morir por temas antrópicos como cualquier otro animal”, agrega. Esa es, de hecho, la conclusión a la que llegaron Julie Van der Hoop y Michael Moore, ambos del Instituto Oceanográfico Woods Hole, en Massachusetts, Estados Unidos, en un estudio donde analizaron todas las muertes conocidas de ocho especies de grandes ballenas en el Atlántico Noroeste durante 39 años (entre 970 y 2009). La interacción humana fue la causa la más común de la muerte de estas especies, debido principalmente a los enredos en las mallas de pesca y las colisiones con embarcaciones.

Ballena azul varada en Chumildén ©Frederick Toro
Ballena azul varada en Chumildén ©Frederick Toro

La literatura científica también hace referencia a la velocidad de las embarcaciones. Los oceanógrafos canadienses Christopher Taggart y Angelia Vanderlaan, en 2003, concluyeron que hay una correlación directa entre el riesgo de colusión con una ballena y la velocidad de una embarcación: a más de 33,5 km/h, la mayoría de las colisiones se vuelven fatales, porque el animal no tiene tiempo ni espacio para esquivarla. Es más: estudios internacionales muestran que las ballenas azules tienen una capacidad muy limitada de esquivar las embarcaciones. Los investigadores aún no saben por qué.

La necropsia de la ballena azul de Chumildén demoró cerca de cuatro horas y la conclusión es la misma que en el caso de Mejillones: choque con una embarcación, un fuerte golpe en el pecho y la muerte. “Justo cuando estábamos haciendo la necropsia pasó un buque enorme a toda velocidad. Nos quedamos mirándolo. Fue inevitable pensar en la urgencia de que exista fiscalización de velocidad en una zona tan importante para las ballenas. Da rabia”.

En febrero de este año, una investigación publicada en la revista Scientific Reports que encabezó Luis Bedriñana-Romano, biólogo marino de la U. Austral de Chile y del Centro Ballena Azul, reveló que, entre Puerto Montt y Taitao, zonas reconocidas de alimentación de ballenas azules por la abundancia y concentración de kril, se registra un tráfico que puede llegar a las mil embarcaciones cada día. De ellas, hasta 700 corresponden a la industria salmonera.

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Luis Bedriñana explica que la población de ballenas azules en esta zona es muy baja, se estiman entre 200 y 700 individuos, por lo que cualquier incidente de colisión y muerte de estos animales – especialmente si son hembras- significa una amenaza real a su conservación. “Si muriera una ballena azul cada dos años por causas antrópicas, la tasa de recuperación de la población se vería seriamente afectada. Imagínate lo que cuesta que una población pequeña pierda a una generadora de crías  . Inmediatamente esa población decrece o no crece a la tasa en la que debería crecer”, advierte sobre esta especie, que figura “en peligro” en la lista de especies de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).

El tema de las colisiones de embarcaciones con ballenas tiene en estado de alerta al mundo científico, ambiental y a las comunidades de las zonas de avistamientos. Según datos de los investigadores, en los últimos 10 años se han registrado al menos 40 casos de muertes o heridas a grandes ballenas asociadas a la interacción con embarcaciones. Es por esto que la Sociedad Chilena de Especialistas en Mamíferos Marinos -entidad que está formalizando su creación y que agrupa a más de 70 investigadores- está planificando una serie de acciones a seguir. “Esperamos reunirnos con distintas autoridades para conversar este tema, como Sernapesca, la Subsecretaría de Pesca y Acuicultura, y la Armada de Chile”, dice Frederick Toro, quien lidera este movimiento. “Nos preocupa que haya fiscalización al número y a la velocidad de las embarcaciones, y creemos que tampoco existe capacitaciones a los capitanes de barco o tripulantes de cómo realizar una gestión apropiada cuando navegan en zonas de cetáceos”.

Ballena azul en la Patagonia Norte ©Rodrigo Hucke Gaete
Ballena azul en la Patagonia Norte ©Rodrigo Hucke Gaete

Por su parte, el vocero del movimiento ciudadano Defendamos Chiloé, Juan Carlos Viveros, explica que el tráfico marítimo “indiscriminado y desregulado” de la industria acuícola se ha convertido en la mayor amenaza para la conservación de estas especies, especialmente de la ballena azul, dado el riesgo latente de colisiones. Según Viveros, existen dos protocolos en Chile respecto a la regulación de tráfico y velocidad en zonas de avistamientos de cetáceos. El primero, de carácter voluntario, es un documento que trabajaron la Gobernación Marítima de Castro con Fundación Meri, pero es de carácter voluntario. El segundo, dice Viveros, está en la Región de Antofagasta, y tiene carácter de obligatorio. Viveros cuenta que se han reunido con la autoridad: “Estamos proponiendo dar el paso siguiente y tener también un protocolo de carácter obligatorio”, señala.

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Hay más iniciativas: desde 2019, la U. de Concepción, con el apoyo de WWF Chile, está desarrollando una boya de alerta acústica en tiempo real hecha en Chile, encabezado por la oceanógrafa Susannah Buchan, ligada al Centro COPAS Sur-Austral, al Centro de Estudios Avanzados en Zonas Áridas y al Woods Hole Oceanographic Institution, en Estados Unidos. Esta tecnología detecta la presencia acústica de ballenas y manda una alerta a las embarcaciones con el fin de evitar colisiones. Por su parte, Fundación Meri, en conjunto con el Ministerio de Medio Ambiente y otras instituciones buscan lo mismo con el proyecto The Blue BOAT Initiative en la zona del Golfo de Corcovado. Además, el Plan Oceanográfico Nacional 2021-2030 incorporó la contaminación acústica submarina – el ruido genera problemas de comunicación entre los cetáceos, lo que afecta sus procesos reproductivos y de alimentación- y establece la necesidad de desarrollar líneas de base del paisaje acústico submarino y la caracterización acústica de las actividades generadoras de ruido en el ambiente marino, con el fin de evaluar los impactos de éstas en distintas especies y establecer medidas de mitigación.

La punta del iceberg

Frederick Toro es coautor de una investigación que analizó los casos documentados de varamientos de ballenas y delfines entre 1968 y 2020. Ese estudio registró un total de 441 varamientos de cetáceos, los que afectaron a 1.607 ballenas y delfines, que corresponden, a su vez, a ocho familias de cetáceos, 21 géneros y 35 especies.

Esa investigación revela que el mayor número de eventos de varamientos ocurrió en el último lustro: en 2019 ocurrió el 11,3% (50 episodios), seguido de 2018 con el 10,7% (47) y 2015 con 9,3% (41). Según Toro, solo a partir de 2014 se están realizando necropsias de forma sistemática para saber la causa de los varamientos y es tajante al afirmar que estos episodios en Chile han aumentado. “En los últimos años tenemos un promedio de siete varamientos por año, una de las cifras más altas en el mundo”, dice.

Pero los animales que varan en las playas son solo “la punta del iceberg”, explica Susannah Buchan, pues solo un porcentaje menor de ballenas muertas por colisión flotan y varan, según indican los estudios internacionales. “En general, por dónde ocurre la colisión en el cuerpo del animal, cómo ocurre la colisión y su ubicación geográfica, el cadáver flota mar adentro o se hunde. Este es, por su naturaleza, un problema críptico y subreportado, entonces aplicar un principio de precaución y medidas efectivas desde ya es fundamental”, explica.

Respecto del tráfico de las embarcaciones, desde hace poco más de un año los datos recogidos por el Sistema de Monitoreo y Control Satelital de Sernapesca son públicos, por lo que no existe estadísticas para comparar. Sin embargo, hay algunos antecedentes para tomar en cuenta. Un pionero estudio de Jean Tournadre, geofísico del Instituto Francés para la Explotación del Mar, utilizó datos satelitales para estimar que el tráfico marítimo mundial se ha cuadruplicado entre 1992 y 2012, agravando la contaminación del agua, del aire y el ruido en el mar abierto.

©Rodrigo Hucke-Gaete
©Rodrigo Hucke-Gaete

Viveros, por su parte, dice que en la Patagonia Norte la industria acuícola está expandiéndose y “cuando una actividad crece en ese porcentaje, es evidente que el tráfico de embarcaciones también ha crecido”.

Ese mismo temor acecha a los científicos que utilizan el Archipiélago Humboldt como laboratorio natural para estudiar ballenas, delfines y otras especies, debido a la reaparición del fantasma del proyecto minero portuario Dominga, luego de que el Primer Tribunal Ambiental acogiera la reclamación a favor de esa iniciativa. “Con todos estos antecedentes y en particular con lo ocurrido en la Bahía de Mejillones, es realmente preocupante que proyectos como el de Dominga, se instalen en cercanías de zonas de alimentación de ballenas, como es la zona de Pingüino de Humboldt, en donde llegan todos los años ballenas fin, azules y jorobadas a alimentarse, sumado a que ya tenemos eventos de interacciones no letales entre embarcaciones y ballenas fin en la zona”, dice Toro.

Fuera de control

En los primeros días después de los ataques a las torres gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, el tráfico de embarcaciones disminuyó de forma drástica en la Bahía de Fundy, en Canadá. La veterinaria Roz Rolland, investigadora asociada al Acuario de Nueva Inglaterra en Boston, estaba haciendo prospecciones en el lugar y aprovechó la baja del tráfico marino para indagar y comprobar el vínculo entre el nivel de estrés de ballenas y la contaminación acústica marina.

Toro cuenta que intentó algo similar: medir el cortisol -hormona del estrés- de la ballena fin en Chañaral de Aceituno, en el Archipiélago Humboldt.  “Cuando sacamos muestras de la piel, siempre queda grasa y luego de un análisis de inmunohistoquímico logramos medir la concentración de cortisol en esa grasa. Aunque pudimos medirla en pocos individuos, encontramos niveles más altos de cortisol los que señala la literatura científica, lo que se puede atribuir posiblemente al tráfico marítimo”, explica. Toro agrega que esta es una respuesta fisiológica que, si bien activa su sistema de alerta, “a largo plazo esto va a afectar su sistema inmune y van a quedan más propensas a enfermedades”.

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¿Qué hacer, entonces? Florencia Ortúzar, abogada de la Asociación Interamericana para Defensa del Medio Ambiente (AIDA), dice que hoy existen medidas efectivas para reducir colisiones letales a ballenas, que han dado buenos resultados en otras partes del mundo. “Planificar las rutas de navegación para dejarle espacio a las ballenas, exigir que se reduzca la velocidad en ciertas zonas, y los sistemas de alerta en tiempo real son algunas de ellas”, dice.

La Ley sobre Bases Generales del Medio Ambiente, en el Artículo 10, señala que las vías de navegación están dentro de los proyectos o actividades susceptibles de causar impacto ambiental y “deberán someterse al sistema de evaluación de impacto ambiental”. Pero según Florencia Ortúzar, no se está controlando adecuadamente la apertura de nuevas rutas de navegación. “A pesar de que las ballenas gozan de protección y de que una parte importante de las costas de la Patagonia están protegidas, solo una proporción menor de las empresas titulares de las embarcaciones que están causando el problema se someten al sistema de evaluación de impacto ambiental”, asegura.

La abogada agrega que Chile es parte de la Convención Ballenera Internacional desde 1979 y ser parte de ese acuerdo “exige que las autoridades se pongan más serias con la protección de sus ecosistemas y rutas migratorias. Sobre todo, considerando que por nuestros mares pasan alrededor de la mitad de todos los cetáceos del planeta. Falta mucha ciencia y mucha regulación para estar a la altura de lo que dicho privilegio significa”.

Aleta Ballena Azul ©Marcelo Flores – WWF Chile
Aleta Ballena Azul ©Marcelo Flores – WWF Chile

No es todo. En 2008 se promulgó en Chile la Ley 20.293, que protege a los cetáceos. Sin embargo, investigadores y juristas consideran que se ha hecho poco en la práctica. “La gran mayoría de los espacios donde están los cetáceos no cuentan con protección alguna enfocada en las ballenas, mientras el tráfico marítimo que las amenaza sigue creciendo exponencialmente”, dice Ortúzar.

Susannah Buchan recuerda que las ballenas fueron las primeras banderas de lucha del movimiento ambiental y en los años 70, un esfuerzo coordinado en todo el planeta permitió salvar a las ballenas de la extinción poniendo término a la caza comercial. “Hoy, estas poblaciones, que aún no se recuperan de la caza, se están enfrentando de nuevo a una amenaza letal, en Chile y a nivel global. ¿Cómo no vamos a poder organizarlas y salvarlas?”, concluye.

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