-Me escribió un loco de Surinam. Parece que hay unas rocas. ¿Qué opinas?

Hace un par de meses me llegó ese mensaje de mi eterno amigo y colega Lucho Birkner. La verdad es que Surinam estaba mis pensamientos desde hace muchos años, así en ese minuto supe que se habría una posibilidad para ir a conocer el extraño país. 

No pasó más de un mes. Estábamos en el aeropuerto con 180 kilos de equipo de escalada para donar en el país. Suena increíble, pero hasta ese minuto no existía la escalada en Surinam. Nosotros estábamos emprendiendo una nueva aventura.

©Mateo Barrenengoa
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Todo esto se gestó gracias a la insistencia y determinación de nuestro gran amigo Matías Fuentes. Él, además de ser escalador, por extrañas razones terminó trabajando como piloto de aviones en la selva, viajando todos los días por las aldeas más lejanas, principalmente indígenas. Todo a lo que se llama un Bush Pilot.

En cuanto llegamos al aeropuerto de Surinam, Matías nos subió a un pequeño avión con dirección a la aldea de Kwamala en el extremo sur de Surinam. Ahí cuando vimos realmente lo que este país era: cientos de cientos de kilómetros de selva virgen. Sin duda, lo que veíamos por la ventana del avión era un panorama único.

El propósito de ese viaje era regresar a unos indígenas a su aldea después de un viaje a la ciudad de Paramaribo, pero nuestro verdadero objetivo era visualizar la roca en el viaje de vuelta. Matías nos pidió ajustar bien los cinturones e hicimos un vuelo de “aproximación” a unos 50 metros de la roca. En ese momento supimos que había valido la pena el viaje.

©Mateo Barrenengoa
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Bajamos del avión y conocimos a Julio, quien fue la cuarta parte de nuestro equipo, y el único Surinamés quien trabaja en turismo.  El está muy interesado en la escalada, por lo que partimos sin pasar por la ciudad directo a la aldea de Boslantie, a unas cinco horas de recorrido en un jeep.

Llegar a Boslantie es otra experiencia que no olvidaré nunca. Ahí viven los Matawai, una rama de los maruns. Son africanos que lograron escapar a la esclavitud hace más de 100 años, escondidos en la selva formando pequeñas aldeas a orillas del río Saramaca.

La verdad es que la  imagen era surreal: habían mujeres caminando con frutas sobre la cabeza, todos los niños pescaban en el río, los abuelos estaban sentados en la sombra y había una tranquilidad difícil de explicar. Era como ver un pedacito de África en Sudamérica. 

©Mateo Barrenengoa
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Al conversar más profundamente con los locales, nos percatamos que, a pesar de toda esta belleza y tranquilidad, hay un problema rondando. Las megaindustrias asiáticas están cortando la selva indiscriminadamente para vender su madera sin control y, al mismo tiempo, minando para extraer oro llevándose todo el dinero fuera del país. Si bien más del 90% del país es aún selva, estas actividades avanzan rápido, y nuestros amigos Matawai no están contentos con aquello. De hecho, es muy elocuente su discurso al entrevistarlos para el documental que me propongo a realizar.

©Mateo Barrenengoa
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Ahí es cuando todo calza: logramos entender en equipo que la escalada puede ser una herramienta para luchar contra el enemigo. Establecer el primer sector de escalada del país cerca de la aldea podría abrir posibilidades a un turismo sustentable guiado por los locales y así generar recursos sin necesidad de cortar los árboles. Este concepto fue la mejor música nuestros oídos, y se veía el entusiasmo en los locales, quienes por primera vez veían una alternativa a su extrema pobreza.

El  proyecto, desde ese momento, cobró más sentido que nunca. 

Al día siguiente ordenamos nuestro equipo y partimos a la selva. Con más de 30 grados y mucha humedad comenzó nuestra caminata. A los tres minutos no nos quedaba una porción de ropa seca y había que acostumbrarse a esa sensación porque nos quedaban cuatro horas por delante. Sin embargo, el sonido y la belleza del lugar junto con el entusiasmo de estar adentrándose cada vez más en esta increíble selva hacían de la experiencia un lujo. 

©Mateo Barrenengoa
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Debido al peso y la dificultad del terreno, llegamos al campo base de noche a instalar las hamacas que serían nuestras camas los siguientes 10 días. El sonido de la noche una vez acostado en tu hamaca es algo que queda impreso en nuestros recuerdos para siempre; cientos de ranas, bichos, búhos y monos forman la orquesta más poderosa que jamás escuché.

El día siguiente fue el momento de mi amigo y gran aperturista de rutas, Lucho. Fuimos a ver la roca y en cinco minutos ya tenía su arnés puesto y dispuesto a comenzar el arduo trabajo que le tomaría alrededor de seis días de sol a sol. Por mientras, los matawai construían el campamento y nos abastecían de agua y carne. Una vez terminado el increíble trabajo y con ocho nuevas rutas, llegó el gran momento el que todos esperaban. Nerviosos, los matawai comenzaron a ponerse los arneses.

©Mateo Barrenengoa
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El primer turno fue para Guillermo. Yo estaba arriba de la ruta colgando y lo que vi no tiene explicación, Guillermo se montó en la ruta para fluir como un ave; se dejó llevar completamente por su cuerpo y nos mostró una escalada perfecta. Fue una cátedra de talento innato, que se acompañaba de los gritos de emoción de sus amigos en un idioma absolutamente incomprensible.

Pero el lenguaje era universal.  Mientras Guillermo subía y subía con absoluta confianza, la energía bajó del cosmos para entregarnos un momento que todo el equipo atesora en lo más profundo de nuestro ser. La jornada continuó más o menos similar, algunos con más complicaciones que otros, pero en general quedó claro la superioridad de los matawai en este deporte.

©Mateo Barrenengoa
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Las facilidades del clima ecuatorial han permitido a las especies de flora y fauna a través de la evolución invertir sus energías en generar los colores más fantásticos, caprichosas formas y los cantos más originales que escuché. Esto un placer cuando te encuentras grabando un documental. 

La zoología en este lugar es un espectáculo único. Si bien la selva es gigante y la actividad sucede principalmente en las copas de los árboles a 40 metros de altura,  el suelo también estaba poblado de vida. De hecho, parecía moverse por la cantidad de insectos y anfibios. 

©Mateo Barrenengoa
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Pude observar al menos cinco especies de serpientes. Entre ellas, la increíble coral. También observé unas diez especies de anfibios, tres de primates, muchos cantos de aves distintas y cientos de insectos y arácnidos. Realmente era una fiesta para los fanáticos de la naturaleza.

Una vez cumplida esta meta, junto a Lucho quisimos ponerle la guinda a la torta. Unos 300 metros al norte, entre la selva, se proyectaban verticalmente unos 150 metros de una de las paredes más hermosas que habíamos visto. Con los cuatro días que nos quedaban decidimos escalarla, pero nunca imaginamos que el primer largo tomaría tanto trabajo: eran 50 metros de selva vertical. 

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Recuerdo a Lucho con una mano en la roca y la otra con un palo para sacar desde serpientes de la fisura, pasando por casi todos los participantes de una compleja cadena alimenticia. Esto sin mencionar los escorpiones tamaño familiar, enredos con la lianas y resbalones en el barro y musgo. ¡Simplemente una escalada increíble!

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Después de unas 10 horas de trabajo nos alcanzó la noche en una terraza y bajamos a dormir.

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Al día siguiente, volvimos temprano a subir este tramo ya con las cuerdas fijas.  Lucho escaló otro pequeño y más fácil tramo para llegar a la terraza donde comenzaba la pared de calidad. Ahí nos enfrentamos a lo que habíamos visto desde el avión bastantes días atrás.

El tercer largo era una fiesta de belleza y calidad; una fisura en roca blanca en una pared rodeada de selva. Después de algunas horas, Lucho logró llegar a una terraza en medio de la pared, donde nos reunimos los tres junto a Matías, el piloto.

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Ahí, cuando nos percatamos de grandes masas de nubes que depositaban mantos de agua sobre la selva acercándose, al poco nos acarició un viento amenazador y recordamos que la temporada de lluvias estaba por llegar. Y así fue. En cosa de minutos nos alcanzó una lluvia implacable.

Dejándonos absolutamente empapados en la mitad de esta pared, la lluvia llegó junto con la noche. Nosotros hacíamos unos rapeles un poco más estresados de lo normal, pero logramos aceptar la lluvia y unirnos a su ritmo.

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Después de algunas horas llegamos al campo base donde nuestros amigos matawai nos esperaban con la comida lista y la hamacas secas. Al día siguiente llovió durante toda la jornada y supimos que la escalada en la pared quedaría inconclusa porque ya debíamos bajar. Sin ánimos de decepcionarnos, nos quedamos con la maravillosa experiencia de escalar esa maravilla en un lugar en que bajo tus pies solo hay cientos de kilómetros de selva acompañados de los sonidos más extravagantes como los del mono aullador guacamayos, halcones y cientos de aves más.

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Una vez de vuelta en la aldea, fue el turno de los niños. Abrimos un bolso lleno de presas de escalada de todos colores que gentilmente nos habían donado en Chile, y nos propusimos a construir un pequeño muro de escalada para los pequeños de la aldea. Fue un día de fiesta donde todos compartimos, nos bañamos en el río, comimos las pirañas que pescaban nuestros amigos y terminamos con un hermoso taller de escalada para los niños dictado por Lucho. Sin duda, los niños gozaban de una inolvidable jornada en su aldea. 

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Es así como de un día para otro llegó la escalada a Surinam y, sobre todo, a la aldea de Boslantie que hoy es la aldea oficial para escalar, con la pared llamada Ebbatop.

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Este artículo lo escribo desde Paramaribo, capital de Surinam. Debería estar en Chile, pero por efectos del COVID 19 han cancelado todos los vuelos y nuestra estadía se ha prolongado más de lo esperado. Sin tener noticias aún de una posible salida del país, no queda otra que aceptarlo y esperar a que esta extraña situación se acabe para volver a nuestro hogares. Por mientras no nos queda más que conocer más a profundidad este increíble y extraño país llamado Surinam. 

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