ENTREVISTA EXCLUSIVA | La ajetreada vida de Nicolás Marín, el argentino de 25 años que fue elegido el mejor fotógrafo del mundo
En 2023, Nicolás Marín (25) fue elegido como el mejor fotógrafo de naturaleza del mundo en el Concurso de Fotografía Medioambiental del Año, por una fotografía que realizó de noche a un arrecife de coral en Aruba. A su corta edad, el argentino se transformó en embajador de las Naciones Unidas y explorador de National Geographic, para quienes documentó una ruta migratoria de rayas y tiburones. Y, dentro de todo, se define como fotógrafo submarino, conductor, periodista, activista, productor y director de documentales enfocados, principalmente, en las maravillas del mundo marino. En esta entrevista del periodista Emiliano Gullo, nos cuenta más sobre su historia.
Nicolás Marín acaba de cumplir 25 años y en 2023 fue elegido como el mejor fotógrafo de naturaleza del mundo, que entrega el Concurso de Fotografía Medioambiental del Año. Su vida es una tómbola estridente desde que lo llamaron para sacar fotos y administrar las redes sociales de una escuela de buceo de Cozumel, en el caribe mexicano. La propuesta era básica, pero más que tentadora para un chico de 18 años que todavía vivía con sus padres en San Miguel, noroeste de la provincia de Buenos Aires. El océano más cercano que tenía Marín en ese momento era una costa de arena barrosa, agua fría y marrón a 500 kilómetros de distancia. Vivir y trabajar a metros de una playa paradisíaca a cambio de comida y hospedaje era bastante parecido a un sueño.
Pero apenas estaba comenzando. Muy apenas porque todo se aceleró vertiginosamente y de pronto se encontró buceando a metros de un puñado de orcas en el Golfo de California, registrando la pesca ilegal en Senegal, los pingüinos de Malvinas, disertando sobre el cuidado del océano en las conferencias más prestigiosas y se transformó en embajador de Naciones Unidas y explorador del National Geographic, para quienes documentó la ruta migratoria de rayas y tiburones. Todo eso -y mucho más- en los últimos siete años. Hoy, además de ser fotógrafo submarino, también se reconoce como conductor, periodista, activista, director y productor de documentales. “Lo más importante es que sirva para que la gente vaya conociendo la naturaleza. Algunos entran por el lado visual cuando ven mis fotos y dicen: ‘uh, mirá que lindo tiburón’ o a través de mis canciones, porque también soy músico”, cuenta vía Zoom desde la casa de su novia en Rosario, provincia de Santa Fe, en uno de los pocos momentos que no está viajando por el mundo.
Hasta los 18 años le dedicó la vida al tenis. Estaba convencido de que iba a ser profesional. Participó de torneos en Estados Unidos como el Orange Bowl, la Copa Nike. Fue Top 10 de juvenil en Argentina. Tuvo contratos de sponsor con Wilson. Todo parecía encaminado hacia el court, pero de pronto tuvo una claridad que lo abrumó. Para ser top mundial tenía que tener el nivel de Djokovic, Federer o Nadal. “Me di cuenta que no iba a llegar a ser como ellos. Me dio miedo. Dejé el tenis y me puse a hacer cursos de creatividad, marketing y fotografía”. Apenas terminó los cursos ya tenía trabajo en publicidad. Pero no le gustaba el ambiente. Entonces vio el aviso que le cambió la vida. Casi no tenía chance porque la probabilidad de que lo eligieran era baja. Literalmente uno en mil. Y quedó. Todavía con 18 años tomó un avión y bajó en México. Una lancha lo cruzó a Cozumel. La isla que sería su plataforma de despegue para conocer el mundo entero.
— ¿Cómo sucedió todo eso?
— Cuando llegué a Cozumel no sabía ni bucear. Aprendí, fui mejorando, empecé a llevar mi cámara, pero no me gustaban las fotos que sacaba. Con el tiempo también fui mejorando eso. Yo ya era activista (ambiental) y no quería que la gente viera los tiburones y pensara que lindo, pero que después le diera miedo. Quería que entendieran. Entonces empecé a preguntar por Twitter y a mis amigos para que me dieran información sobre las especies que fotografiaba, sobre los corales. Me mandaban papers de científicos, pero no funcionaban para la comunicación. Así que empecé a reducir la información y a poner datos curiosos. Ahí la gente se empezó a cautivar.
Sus redes sociales le daban un feedback potente. Marín se dio cuenta que lo que estaba haciendo era un trabajo que tenía un gran potencial por delante. Después de un año en México ya era un buceador calificado, se sentía seguro con la cámara bajo el agua y tenía muy en claro cuál sería su carrera. Dio un paso más y aplicó a un trabajo como fotógrafo en las Islas Borneo. También le dijeron que sí. Todo iba perfecto. En Borneo lo esperaban para abril de 2020.
— Y te agarró la pandemia. ¿Cómo la llevaste?
— Primero pensamos que iba a durar una semana. Me terminé quedando un mes, dos meses, tres meses. Hasta que volví a mi casa en San Miguel. Mi círculo de amigos había cambiado. Daba charlas en colegios, veía alguna serie. Fue terrible porque apenas había empezado mi carrera, me iba bien y ya no podía hacer nada. Estaba muy bajoneado. Nos fuimos a Mar del Plata con mi papá por unos días y me terminé quedando haciendo limpieza de playa, haciendo contenidos para hostels, surf trips. Me conecté con mi activismo y las cosas que me gustaban. Desde ahí vi que Enrique Piñeyro estaba documentando la pesca ilegal en la milla 200 y les escribí que me interesaba lo que estaban haciendo. Me llamaron dos meses después.
Lo que no podía sospechar Marín era que el próximo destino estaba bastante más lejos que la milla 200 del Mar Argentino. Piñeyro, además de director de cine, es piloto y dueño de un avión con el que hace algo así como vuelos humanitarios. La acción era en Senegal, donde la pesca ilegal dejó sin peces a toda la zona.
“Yo pensé que iba a ir a Chile o Uruguay. Enrique me quería conocer así que me subí al avión y me fui con él. Hoy en dia tirás la caña y no hay nada. No hay peces en el mar. Las personas pueden pasar doce horas en sus canoas y no va a aparecer nada. Me tocó vivir de cerca el verdadero morir en el intento porque cualquier opción es mejor a estar ahí. Por eso a veces dan a los hijos que se vayan a Europa por la Ruta de Canarias. Y no saben si llegan. El mejor momento para salir es ahora. Ahora mismo hay gente que se está yendo. Fueron doce días de trabajo y al final, como quien pide que lo dejen en una esquina
determinada, yo pedí que me dejaran en Aruba, que les quedaba de paso”.
— ¿Por qué? ¿Qué querías hacer?
— El plan era quedarme una semana para hacer fotos subacuáticas. Me contacté con distintas escuelas de buceo, me hospedaron, me ayudaron un montón. Hicimos intercambio por fotos. Y cuando me llevaron al aeropuerto nos dijeron que estaba cerrado. Acababa de comenzar la segunda ola de covid. Dijeron que era una semana. Me terminé quedando varado ocho meses. Estaba en un paraíso, pero igual fue difícil. Salía a bucear de día, también de noche. Comía naranjas. Hasta que al final los del organismo de Turismo de Aruba me destacaron como personalidad y me contrataron para que les haga contenido. Y al mismo tiempo me llamaron de Disney para que sea embajador. Y la directora de Disney era conocida de National Geographic. Me dijeron que tenía perfil del explorador. Les propuse un proyecto y recién meses después me dijeron que sí. Me llegó un correo mientras viajaba en tren a la casa de un amigo ya en Buenos Aires. No lo podía creer.
— ¿Sobre qué era el proyecto?
— Se llamó Migrantes del Pacífico. Era documentar la ruta migratoria del tiburón martillo en las Islas Galápagos y la migración de la ballena gris en Baja California Sur. Lo aprobaron y me fui a las Galápagos. Pasé mi cumpleaños ahí, en medio de doscientos tiburones martillos, una especie que nunca en mi vida había visto. Trabajé con fundaciones de ahí que me iban mostrando los tiburones que tenían taggeados con los chips y gps. Después me fui a la migración de manta rayas. Y finalmente sí me fui a Baja California Sur, donde me quedé a vivir de 2021 a febrero de 2024.
— Y también estuviste en el polo norte. ¿Cómo fue esa experiencia?
Sucedió a partir de mi participación en la Over Ocean, una conferencia sobre los océanos que se hizo en Panamá. También estaba la directora de Naciones Unidas y me invitó a un programa de diez jóvenes líderes para que vayan al Polo Norte. Salíamos a la semana desde Londres. Ni lo dudé. Fuimos primero a los fiordos noruegos. Vivimos dos meses de día. A las tres de la mañana tenías el sol en la cabeza. Fue una experiencia increíble. Lo único que no pudimos ver fueron auroras boreales porque fuimos en otra temporada. Buscamos ballenas, osos polares, de todo. Después nos fuimos a Islandia.
—¿Seguiste dedicado al estudio de las ballenas?
— Cuando volví del Polo Norte a Baja California adopté a mi perra Doris que me acompañaba a los barcos para escuchar los cantos de las ballenas. Del lado pacífico era el de la ballena gris y del lado del Golfo de California -el lugar donde viví- era con el canto de la ballena jorobada, que se ponen entre los arrecifes corales para amplificar la potencia de sus cantos. Usan a los corales como anfiteatro para que su voz la escuchen otras ballenas a kilómetros y kilómetros.
—¿Y ahí cómo hacías para compatibilizar tu trabajo con el activismo?
— Bueno yo, por ejemplo, me apoyaba mucho en los pescadores para salir al océano. Cuando llegué a Baja muchos de ellos, la mayoría, se dedicaban a cazar tiburones. Entonces les dije que estaba dispuesto a pagarles para que pescaran, pero que en vez de subirlo al barco los soltaran. A su vez, entendía que no podía pedirles que no los pescaran porque sus familias dependían de eso. Se me ocurrió transformar la pesca en una actividad turística. Así que les armé cuentas de Instagram para que difundieran la actividad y de pronto empezó a ir gente que pagaba para ir a ver los tiburones. De a poco pudimos ir convirtiendo
la actividad a una no sólo más sustentable sino incluso más lucrativa. Ganaban más con el turismo que con la caza. Uno pasó de tener una lancha a tener tres. El capitán pasó de ganar 25 dólares por tiburón a 150 por turista. Se equipó con teléfonos, drones e incluso el hijo -que hubiera seguido la tradición de cazador- está a cargo de otra lancha de turistas. Y ahora nadie quiere que maten a los tiburones.
—¿Vos fuiste con ese plan o te diste cuenta ahí que podía funcionar?
—No, yo no iba con ninguna idea. No era mi proyecto, pero tenía claro que había que prohibir la caza de tiburón. Al llegar ahí me di cuenta que no se la podía prohibir de una. Había que buscar una solución de fondo porque si no sólo iba a cambiar el problema de lugar. El problema dejaban de ser de los tiburones y pasaba a ser del pueblo. No se iban a morir más tiburones pero se iba a morir gente. Y además, como estaba viviendo ahí, era una manera de ayudarlos a ellos. Con el mismo que yo ayudaba, podía salir más veces al mar.
—Todo genial, pero tampoco te pudiste quedar mucho ahí…
—Es que me llamaron para participar de un proyecto que sigue los pasos de Darwin. Me fui a Fernando De Noronha, una isla en Brasil donde trabajé con un proyecto sobre tiburones. Es como el Galápagos del Océano Atlántico. De ahí me fui a Salvador de Bahía para un proyecto de tortugas marinas, donde conocí a mi pareja. Y después me fui a Río para un proyecto con corales y terminé buceando con la nieta de Charles Darwin, que trabaja con la evolución de las especies pero para niños. Como estaba cerca, me volví a Buenos Aires, que ya hacía mucho que no iba. Era diciembre de 2023.
—¿Y fue ahí que te enteraste que eras el mejor fotógrafo del mundo?
—Me había olvidado por completo que había mandado al concurso. Yo me tenía fe, pero claro que es muy difícil. Era una foto de un arrecife de coral que hice de noche mientras buceaba en Aruba. Con la técnica de las estrellas, que es de larga exposición para poder captar más luz pero abajo del agua. Lo hice con una luz ultravioleta que hace que, por ejemplo, los cordones de las zapatillas sean más fluorescentes. Igual pero con un coral y abajo del mar. Como siempre hay algo de movimiento en el mar, me tuve que agarrar de una piedra para sostener la cámara y un amigo sostenía la luz ultravioleta. Logré captar lo que estaba viendo con mis ojos: un Nueva York lleno de luces pero en un mar, a ocho metros de profundidad y a las doce de la noche, que si apagabas la luz no se veía absolutamente nada.
—¿Tuviste miedo alguna vez?
—Siempre antes de cada viaje dolor de panza y emoción siempre me agarra. Cuando siento miedo también siento que tengo que ir más que nunca. Arriba de la superficie la peor situación fue cuando llegamos con el barco del Proyecto Darwin a Malvinas. Nos agarraron olas gigantescas, de doce metros, el barco se movía para todos lados. La pasé muy mal y a la vez muy bien. Fue increíble la experiencia pero me sentía muy mal. Pensé que si se daba vuelta el barco nos moríamos. Y en el agua cuando estuve en el Golfo de California a pocos metros de una cría de orca mientras aprendía a cazar y me acercó la presa, un pez luna de tres metros. Claro que no la agarré. Eran ocho orcas las que pasaban. Por suerte estaba con mi cámara. Pero ahí, en esos momentos, si el corazón late de más y lo tirás para mal puede ser un ataque de pánico. Pero si lo tirás para bien puede ser una adrenalina increíble.