Puerto Rico subterráneo: la ruta de los petroglifos taínos
Refugio para los huracanes y escondite de indígenas y esclavos cimarrones; las más de dos mil cuevas de la isla del Encanto permanecen aún desconocidas, ya que sólo un 25% han sido exploradas oficialmente. En ellas se esconden los registros en piedra de los taínos, el primer pueblo que recibió a Colón durante su viaje a América. Aquí nuestro colaborador invitado, José Pablo Stange, nos cuenta más detalles.
“Cerrado por reparaciones”, dice una cartulina escrita a mano en la entrada a las Cavernas del Río Camuy, uno de los cursos de agua subterránea más largos del mundo. En el mismo letrero hay una carita feliz, que nos sonríe amablemente para que disculpemos los inconvenientes. Nuestras expectativas para conocer esta maravilla natural eran bastante altas, pero después del huracán María, el más fuerte en azotar Puerto Rico desde 1928, es comprensible que aún haya lugares por levantar. Afortunadamente la decepción nos duró muy poco. Paramos en un puesto de frutas a desayunar y le contamos al vendedor lo que nos pasó. Nos dijo que cerca de allí había un yacimiento arqueológico taíno, en Caguana, donde podríamos ir para aprovechar el viaje.
Los taínos son el pueblo originario de Boriquén –actual Puerto Rico– quienes le dieron una recepción tan amable a Colón durante su primer viaje, que él mismo los describió en su diario el 24 de diciembre de 1492 como personas “de muy singularísimo trato amoroso y habla dulce, no como los otros que parece cuando hablan que amenazan”. Quizás por ese mismo trato, es que además fueron el primer pueblo americano en desaparecer con la conquista europea, destruidos por las enfermedades que trajeron, la esclavitud y las matanzas. Sin embargo, estudios recientes han demostrado que un número importante de taínos huyó a las montañas, hacia el centro de la isla y allí subsistieron durante varios siglos, organizando incluso movimientos de resistencia armada, hasta ceder finalmente al inevitable peso del mestizaje. Actualmente varios estudios de ADN demuestran la fuerte presencia taína en la población puertorriqueña, entre ellos, los del doctor Juan Carlos Martínez Cruzado, de la Universidad de Mayagüez.
La historia escondida en Caguana
Las puertas de Caguana están abiertas, pero no hay ningún otro auto en el estacionamiento, ni filas para entrar, o ruido de gente. Es un sábado a las 10 de la mañana y somos las únicas personas visitando el Centro Ceremonial, un conjunto de plazas o bateyes donde los taínos realizaban sus areítos ceremoniales. Gracias al cuidado del Instituto de Cultura Puertorriqueña, el lugar se encuentra en perfecto estado de conservación.
Es un portal al pasado, abierto en pleno siglo XXI, donde todavía crecen los ceibos y tabonucos, aún cantan la cotorra y el coquí, y el pasar de los años no ha borrado la escritura de sus piedras. El batey principal está abierto, esperando que los habitantes del territorio vuelvan a danzar allí. Cynthia Montalvo, historiador del Instituto de Cultura Puertorriqueña nos cuenta que las nuevas generaciones han vuelto a revivir las tradiciones taínas y periódicamente se reúnen en los bateyes para reconstruir algunas de sus ceremonias. ¿Y qué es ser taíno ahora?, preguntamos. “En Puerto Rico ser taíno ahora es explorar el pasado y reconocer que aunque no nos veamos taínos necesariamente, ese germen igual existe en nosotros y es una herencia que debemos cultivar y traspasar a nuestros hijos”, sostiene la encargada del recinto en Caguana.
Interesados aún en visitar alguna cueva, Montalvo nos recomienda ir a Cueva Ventana, una versión en miniatura de las enormes cavernas del río Camuy. Está administrada por el dueño del terreno, quien tiene una tarifa de 20 dólares para turistas y 10 dólares para boricuas. El precio nos hace dudar. Al llegar tratamos de pasar por locales, pero nuestro acento chileno nos delata y finalmente tenemos que pagar la entrada más cara.
Es un tour de hora y media –en grupos de 15 a 20 personas aproximadamente– que parte con una breve caminata por el bosque tropical hasta la apertura de la cueva, donde nos advierten que hay murciélagos, arañas, cucarachas y otros insectos. “Sepan que pisar y matar uno de estos bichos está penado por ley federal, así que el pisotón les puede salir muy caro”, advierte el guía en español y luego repite la misma broma en inglés. Un gringo se ríe en la distancia.
En el umbral hay un petroglifo taíno, un rostro que marca la entrada a lo que antiguamente fue un espacio de ceremonias. Curiosamente se asemeja a una carita feliz, pero esta vez sonriéndonos desde el pasado. En la tradición taína hay un relato mitológico que habla de una cueva originaria llamada Cacibajagua o la cueva de la jagua –árbol cuyo nombre científico es Genipa americana– y desde donde habrían salido los primeros taínos. Como en el relato mítico de Platón, allí en la cueva, con los murciélagos y las arañas, vivían los primeros habitantes antillanos, quienes salían de noche para volver antes del amanecer. Hasta que uno de ellos salió y no alcanzó a ingresar antes que el sol le convirtiera en piedra. El segundo en salir se convirtió en árbol y un tercero, en pájaro. Finalmente Guahayona y Anacacuya lograron salir sin problemas.
Así comienza el viaje mitológico de Guahayona, el que brilla con luz propia y quien salió de la cueva para vivir bajo el sol. Este relato oral está registrado en el libro América: relación acerca de las antigüedades de los indios, donde Fray Ramón Pané, acompañante de Cristóbal Colón en su segundo viaje, registra las costumbres antillanas, especialmente las taínas. El excelente registro de este texto –disponible de forma gratuita en línea– ha servido a las generaciones actuales para recrear sus mitos y ceremonias.
Adentro la bóveda se expande. Estamos en un palacio de piedra, con pilares brillantes que demoraron siglos en construirse, gota a gota. De hecho es posible escuchar el sonido laborioso del agua mientras un par de grillos cantan desde las esquinas oscuras de la caverna. Sorprende mirar hacia arriba y ver en el techo las raíces gigantes de un árbol que se extienden en todas direcciones. Es un jagüey centenario, un árbol “estrangulador”, que se agarra de las piedras para sostenerse, con tal fuerza, que las ráfagas de 180 km por hora del huracán María no pudieron botarlo.
Entramos y salimos de varias bóvedas hasta llegar a la principal atracción: una gran apertura que mira desde lo alto de la montaña hacia el valle donde corre el río Grande de Arecibo. Esa es la característica que le da el nombre a la cueva y la foto que todos los visitantes quieren sacar, incluyéndonos.
Conversando con el guía nos cuenta que bajo esa gran apertura hay dos cuevas más pequeñas, que no están abiertas al público general, y donde recientemente un grupo de arqueólogos descubrió un petroglifo poco común: un león al acecho detrás de un pastizal. Lo interesante es que en Puerto Rico no hay leones. Una de las interpretaciones es que ese petroglifo no es taíno, sino africano, y que fue tallado allí por los esclavos cimarrones, quienes se fueron a esconder a las mismas cuevas donde se ocultaban los taínos. Es posible incluso que allí, africanos y antillanos, hayan establecido una alianza de supervivencia.
La Cueva del Indio
En Puerto Rico existen alrededor de 2000 cuevas y sólo un 25% de ellas han sido exploradas oficialmente. Considerando el importante rol que jugaron para la mitología taína y que sirvieron como refugio para los huracanes y la supervivencia de los esclavos libertos en la isla, nos parece interesante visitar más. Así es como llegamos a la Cueva del Indio, también en Arecibo, pero hacia la costa.
Son varias cabezas de piedra que han sido esculpidas por el oleaje hasta formar arcos. Una de estas grandes puntas de piedra está hueca por dentro y habría servido, entre otras cosas, de escondite para los taínos, quienes se arrojaban al mar y luego ingresaban a la cueva por sus cavidades sumergidas. Eso lograba despistar a quienes los perseguían, pues al ver el fuerte oleaje contra las rocas, les daban por muertos. Hasta el día de hoy, los jóvenes más atrevidos reviven ese mismo ritual de escape, y se lanzan desde las puntas más altas hacia el mar.
«Aquí filmaron la escena de Piratas del Caribe donde Jack Sparrow salta al mar», dice el guía repitiendo su discurso diario. Pero la trivia hollywoodense no es lo que nos convoca. Le preguntamos por los petroglifos que hay al fondo de la cueva. «Tuvimos que sacar la escalera porque la gente rayaba las piedras«, aclara el chico. “Pero a un costado está la abertura original por donde bajaban los taínos”.
Al llegar allí veo salir por un pequeño orificio a un gringo sin polera e insolado. «Tienes que bajar», me dice hiperventilado, en inglés. Me deslizo por una estrecha ventana. Tengo una sensación inicial de claustrofobia y vértigo hasta que logro entrar. El sonido del mar respirando en la cueva es intenso, como estar dentro de un ser vivo. Una vez abajo, con los pies en la arena mojada, veo los rostros tallados en las piedras, mirándome.
Son decenas de caras, algunas felices –como la del comienzo de esta historia– pero hay otras más sombrías, enojadas y asustadas. Quién fuera genio para escuchar todo lo que quieren decir. Sólo nos une en el tiempo un mismo sonido, el de las olas que entran y salen, puliendo las piedras como lamidas del mar. Nervioso y agitado, empiezo a sacarles fotos, un reflejo de citadino torpe que trata de agarrar el misterio.
Recorro toda la cueva, buscando cada rincón de este templo marino. De pronto me percato que dentro de la bóveda existe otro umbral, uno más pequeño, donde hay que agacharse para entrar. Un escalofrío me recorre la espalda y me sorprendo pidiendo permiso para entrar. ¿A quién, si no hay nadie más? ¿O sí? Adentro hay tres petroglifos protagónicos, evidentes, casi vivos. Salgo rápidamente y escucho que Andrea me llama desde arriba. La veo asomarse por el borde de la cueva. Antes de irme miro a un lado y veo escrito en la piedra, junto a un tallado de cientos de años, las cuatro letras de un tal RAFA, quien de seguro no era taíno, porque en vez de su nombre como marca, habría dejado de registro una carita feliz.