Crédito: © David Cossio Sánchez
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Esta expedición nació en medio de una noche de cervezas. Junto a mis amigos montañistas, soñábamos con explorar algún inmaculado rincón de los Andes centrales. Damir Mandakovic, inspirado por sus antiguas expediciones en el Valle del Olivares y por los relatos del montañista y explorador chileno – alemán Federico Fickenscher, propuso ir a explorar un cajón escondido y del que poco se ha hablado.

Crédito: © David Cossio Sánchez
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De este cajón existe apenas un relato: el de Fickenscher. Este ávido andinista, activo durante la primera mitad del siglo XX, dedicó gran parte de su vida a explorar y documentar los Andes centrales de Santiago. En una de sus tantas peripecias, ingresó al cajón Esmeralda, lugar donde tomó registro de sus cerros y glaciares. El Esmeralda sería entonces nuestro destino. Pero nos faltaba algo: una cumbre. Gracias a la información y fotografías de Fickenscher, imágenes satelitales y muchas horas de Google Earth, tomamos nuestra decisión: intentaríamos el primer ascenso al Morro de Los Castaños.

Crédito: © DAV (Deutsche Anden Verein, Club andino Alemán)/David Cossio Sánchez
Crédito: © DAV (Deutsche Anden Verein, Club andino Alemán)/David Cossio Sánchez

El 29 de octubre, partimos en camioneta desde Santiago con la cordada conformada por Agustin Ferrer, Catalina Medina, Damir Mandakovic, David Cossio y Emil Stefani, en dirección al Cajón del Maipo. Accedimos al valle del río Olivares por el sector del Alfalfal. Ese fue nuestro punto de partida donde, con un típico calor estival, empezamos nuestra tranquila, pero larga aproximación. Ya podíamos sentir, aunque aún de manera incipiente, la sensación de lejanía que propician estas expediciones. 

Crédito: © David Cossio Sánchez
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Quienes hayan visitado el valle del Olivares sabrán cuán hermosas son sus formaciones geológicas. Desde el primer día nos dejamos sorprender por las innumerables cascadas, rocas de distintos colores, quebradas y abanicos que pueblan el valle. Emil Stefani, el geólogo de la cordada, nos narraba historias que se remontan a millones de años. Historias que hablan sobre cómo la fuerza de la Tierra, de los glaciares y de los ríos, han alzado y moldeado las cúspides y valles de los Andes. Al fondo, coronando toda existencia, los grandes y emblemáticos cerros de la Cordillera Ferrosa, con sus alturas de hasta 6.000 metros, nos observaban imponentes en nuestra lenta progresión. Esa misma noche, decidimos acampar en un hermoso humedal alto andino conocido como la Vega Honda.

Crédito: © David Cossio Sánchez
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Con las agradables temperaturas y luces del alba de la mañana siguiente, continuamos avanzando en dirección hacia el norte. A no más de una hora de caminata, nos aguardaba nuestro primer hito, la entrada del Cajón Esmeralda. Si bien el acceso no era claro desde lejos, al acercarnos no quedaba duda de la ruta a seguir. El reiterado paso de los arrieros junto a sus animales había marcado una huella inconfundible. Siguiéndola, fuimos capaces de montarnos en el valle del Cajón Esmeralda y, continuando por este, llegar hasta su cabecera. Ahí, nos aguardaba una vista espectacular de la cara este del cerro Plomo, por donde cae de forma escandalosa el glaciar Esmeralda. Hacia el norte teníamos las laderas sur de los cerros Esmeralda y Chavéz y, al sur, nuestro objetivo, el Morro de los Castaños. Fue en este lugar donde decidimos armar nuestro campamento base, a aproximadamente 3.200 metros de altura. 

Crédito: © David Cossio Sánchez
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Aprovechando las horas libres de la tarde, pudimos recorrer el sector. El paisaje era sobrecogedor. Una gigantesca cascada, formada por el deshielo del glaciar Esmeralda, caía de forma violenta para dar nacimiento al estero homónimo. Dado que acercarse a ella no era precisamente una buena idea, fotografiamos con el dron y, de pasada, aprovechamos para tomar registro del resquebrajado y agrietado glaciar que le da origen. A su vez, otro grupo, quizás menos romántico, aprovechó el tiempo para dilucidar la ruta a seguir. El ascenso no se veía fácil, pero la ruta era evidente; internarse por una canaleta que nos llevaría a un pequeño glaciar ubicado en la base del Morro. A partir de ese punto, ya todo era cuestión de suerte. La topografía ocultaba el resto de la ruta y, por lo tanto, solo nos quedaba cruzar los dedos para que fuera factible llegar a la cima.

Crédito: © David Cossio Sánchez
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La misión del tercer día (lejos el más amable de todos), consistió en ascender hasta nuestro campamento alto, ubicado a aproximadamente 4.000 metros de altura, sobre un glaciar rocoso que cae por la ladera norte del Morro y hacer un campamento en altura tipo vivac (sin carpa) para ir más ligeros. Desde ahí partimos al día siguiente para dar inicio al remonte de la canaleta que habíamos vislumbrado desde el campamento base, dos días atrás. La progresión fue lenta pero segura. Pudimos recorrer la canaleta sin problemas, acompañados por un maravilloso cielo estrellado. Una vez arriba, y ya con algo de luz, teníamos frente a nosotros el glaciar innombrado que habita a los pies del morro, o lo que queda de él. Cruzarlo no significó mayor dificultad, pudiendo incluso prescindir de encordarnos. 

Crédito: © David Cossio Sánchez
Crédito: © David Cossio Sánchez

Pasado el glaciar, sólo nos esperaban incógnitas. Teníamos en nuestras mentes las pixeleadas imágenes satelitales y los toscos modelos digitales de elevación de Google Earth, que, si bien son una gran herramienta, poco dicen sobre las condiciones reales de la roca. Aun así, la suerte estaba de nuestro lado. Una gran canaleta, aún con nieve remanente del invierno, se internaba por la ladera poniente del morro. El ascenso por esta vía fue lento, pero el frío de la mañana mantenía la nieve en óptimas condiciones para su progreso. Todo iba bien. ¡Qué fortuna! Ya podíamos sentir la cumbre bajo nuestros pies. 

Damir, quien iba primero, y quién ya había salido de la canaleta por su extremo superior, se comunicó entonces por radio. Sin embargo, su voz no sonaba precisamente animada. “Veo la cumbre, pero no hay pasada, el filo cumbrero no conecta… De todos modos, suban hasta acá, la vista es increíble”. Para quienes estaban atrás, la noticia fue como un balde de agua fría. Poco consuelo trae una “vista increíble” cuando estuviste tan cerca de ser un “conquistador de lo inútil”. Aun así, obedientes y ya casi por inercia, el resto del equipo siguió su lento ascenso. Luego, en medio del crujir de la nieve bajo las botas, la radio volvió a emitir sonido. Era Damir nuevamente: “¡Si conecta! ¡El filo sí conecta! ¡Tenemos cumbre segura! ¡Primer ascenso al Morro de los Castaños!”. 

Crédito: © David Cossio Sánchez
Crédito: © David Cossio Sánchez

Motivados por la noticia, subir lo que quedaba de la canaleta fue sencillo. En pocos minutos estaba toda la cordada reunida. Era evidente por qué Damir había dado la primera noticia. Desde ese punto de vista, el filo parecía cortado por sendas paredes verticales que lo separaban de la cumbre. Había que caminar unos cuantos minutos más para darse cuenta de que, en realidad, era solo efecto de la topografía, y que el camino a la cumbre era continuo. Sin embargo, aún nos aguardaba un último desafío. El filo se angosta progresivamente hasta tal punto que llega a no tener más de 30 centímetros de ancho. Por si fuera poco, la roca está en pésimas condiciones. Un traspié en ese lugar significa caer al menos 400 metros sin la posibilidad de detenerse. Solo eran unos pocos metros, pero pocos metros donde hay que estar absolutamente concentrado y con la mente despejada. Pasando este último pequeño-gran desafío, nos aguardaba la cumbre y el respectivo abrazo cumbrero

Crédito: © David Cossio Sánchez
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Estar en una primera cumbre sin registro brinda una sensación muy intensa, donde se mezcla la satisfacción por lo logrado con la gratitud por tener la posibilidad de hacerlo. Yendo a un lugar prácticamente inexplorado, el objetivo era satisfacer nuestra curiosidad. Sentirnos exploradores en un mundo donde creemos que ya todo ha sido explorado, pero que, en realidad, aún esconde incontables tesoros naturales. Estas ganas intrínsecas de explorar, combinadas con el amor por la naturaleza, nos lleva a querer compartir nuestra visión de estos lugares para que los chilenos y el mundo puedan reconocer su valor ecológico, biológico, geológico y estético. En esos lugares remotos, donde nadie o pocos han estado, se puede sentir la fuerza indómita de nuestro planeta.

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