Crédito: © JAY/LaderaSur
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En el valle que conduce hacia el glaciar Universidad se “posan” rocas que fácilmente podrían alcanzar el tamaño de un edificio de cuatro pisos. ¿De dónde vienen? ¿Qué las ha llevado hasta allí? En el silencio, la cabeza se llena fácilmente de preguntas. Quizá sea porque estar en un entorno como este suscita asombro, perplejidad y la sensación de cierta cercanía con el cielo, los elementos, la naturaleza salvaje.

En esta zona de la Cordillera de los Andes todo es inmensidad, las dimensiones son llevadas casi al extremo. La mirada se pierde en las escenas de un valle rodeado —literalmente— de montañas y formaciones de roca que por momentos parece que tocan el cielo. Por tanto, este es —también— un lugar de cumbres. Al glaciar Universidad lo abrazan las montañas. Está enclavado en una configuración de formaciones como el cerro El Palomo, cerro El Portillo y Alto de los Arrieros. Solo El Palomo asciende hasta 4.850 metros sobre el nivel del mar.

Crédito: Cortesía @afondoni/Austerra Society
Crédito: Cortesía @afondoni/Austerra Society

Para llegar hasta acá, se ha debido conducir 55 kilómetros desde la población de San Fernando, en la Región de O’Higgins. En otrora, el acceso a esta agreste área en la que hay al menos tres glaciares o cuerpos de hielo —el Cipreses, el Palomo y el Cortaderal—, la más grande de Chile después de los campos de hielo en la Patagonia, habría requerido reales hazañas y una sólida demostración de tenacidad propia de ese afán tan humano de abrirse paso por lo desconocido, de explorar y de dominar.

O también, como se ha visto, de salvar la vida.

Y esto es, precisamente, lo que hicieron Roberto Canessa y Fernando Parrado, dos de los miembros del equipo de rugby Old Christians Club que se siniestró en el avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, en diciembre de 1972, en lo que se conoce como la Tragedia [o el Milagro, según se mire] de los Andes. Canessa y Parrado caminaron durante más de diez jornadas sin equipos hasta descender el quinto día por la Quebrada de San Hilario y continuar hasta los Maitenes, donde encontraron al arriero chileno Sergio Catalán, el 22 de diciembre. El encuentro marcó el reinicio de las labores de búsqueda y el salvamento de otras 14 personas. Acá también hay historia.

Crédito: © JAY/Ladera Sur
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La exploración, investigación y peregrinación a esta zona es ahora más sencillo. El glaciar se encuentra en un predio privado, en el que también opera una hidroeléctrica. Los caminos han sido abiertos a fuerza de máquinas. Glaciares de Colchagua, la empresa que opera desde 2019 expediciones hasta esta zona, ha construido un campamento base en Los Maitenes y ofrece servicios de tours con guías especializados, equipos y transporte. En el paquete se incluyen también refrigerios y charlas sobre la zona. Sus representantes afirman que se trata de un desarrollo turístico local, sustentable, y que busca mostrar este atractivo y posicionar la región como un destino con las bondades de la Patagonia a menor costo y a apenas dos horas y media de Santiago.

«Lo que buscamos es promover este sitio como un destino turístico sustentable. Protegemos esta área, la cuidamos. Este glaciar es como un tesoro, que tenemos que resguardar. Queremos evitar cualquier alteración a este ecosistema. Y que no se cometan algunos de los errores que se han cometido en la Patagonia chilena, donde el turismo masivo en ocasiones ha provocado daños al entorno por falta de un  modelo de gestión responsable«, explica Roberto Franck Tagle a Ladera Sur.

Crédito: JAY/Ladera Sur
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Crédito: © JAY/LaderaSur
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De camino al glaciar Universidad, el susurro del viento y el ruido de los pasos sobre las rocas llenan los oídos. De momento se escucha el caudal del agua que fluye por causa del deshielo y que arrastra rocas y sedimentos montaña abajo. Es una escena sobrecogedora esa: arriba, la de muros colosales de granito, que parecen testigos silentes, estáticos; y en los pies, el contraste con el ruido de los fragmentos, disminuidos por la acción del tiempo y los elementos, arrastrados por el agua que fluye del glaciar.

Caminar en estos parajes es también un descubrimiento. Existe la posibilidad de que el paisaje le haga a cualquiera sentir pequeño, vulnerable, privilegiado —también— de poder presenciar un espectáculo irrepetible de la naturaleza, con mínimo aforo. En los tiempos que se viven, de cambio climático y de una huella humana en casi cualquier rincón de este planeta, no se puede tener certeza de cuánto tiempo más permanezca en sitio esta maravilla. Se ha documentado que el glaciar retrocede varios metros cada año.

Crédito: © JAY/Ladera Sur
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Tras casi una hora y media de caminata por un valle desolado, el glaciar se anuncia sin preliminares. Debajo de las montañas, la masa de hielo se deja ver con cuevas que parecen fauces, formadas por hielos milenarios. Es posible entrar en ellas y ver cómo lucen por dentro y cómo se han ido moldeando en un ciclo perpetuo de inviernos, nevadas y derretimientos. Es esta la primera etapa o mitad del recorrido.

Enseguida, se hace preciso la colocación de crampones sobre el calzado. Los equipos son preparados en el campamento base. Cada uno de los miembros de un equipo de 12 personas, en su mayoría periodistas, se ha colocado bloqueador solar, para protegerse de la radiación. Se han proveído lentes con filtros especiales de rayos UV. Cada uno de los visitantes porta bastones para senderismo o trekking y una mochila con botellas de agua, sandwiches y frutos secos a modo de refrigerio. La norma inquebrantable es No Dejar Rastro: todo lo que sube, debe bajar. Hasta la más minúscula partícula de papel o basura puede afectar el equilibrio de un ecosistema tan prístino como este.

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Caminar sobre un piso de hielo y roca, ascender un glaciar, es una experiencia que difícilmente pueda olvidarse. Es un viejo cliché aquel que dicta que estos entornos nos conectan con la naturaleza y con nosotros. Pero pese a esto, creo cierto que lo que hacen estos parajes es permitirnos, en el silencio, reflexionar sobre nosotros y sobre el sitio que habitamos. Sobre nuestras acciones y cómo estas afectan el mundo en que vivimos.

En la cima del glaciar Universidad, la luz parece que lo quema todo. La nieve blanca y el hielo hacen de espejos que lo reflejan todo. Las moles de granito emergen de la nieve apuntando hacia el cielo. La lengua del glaciar Mañque es un mirador que se posa ahora inaccesible para nosotros sobre todo lo que vemos. La cumbre del Cerro El Brujo lo domina todo. Y nosotros allí, contemplamos la maravilla, en silencio, con registros y fotos que servirán para recordarnos que estuvimos allí. Que lo vivimos.

De subida, causaba curiosidad el cómo se movían las grandes rocas del tamaño de edificios. Arriba, en la cima, habiendo visto el fluir de los ríos que se desprenden del hielo y que arrastran las piedras y rocas hacia abajo, recordé la frase alguna vez escuchada a modo de consuelo, sobre las cosas que nos suceden, lo que presenciamos y cómo actuamos: “Todo en el universo se está moviendo. Cada partícula, cada átomo, se mueve. Nada permanece estático. Ni la mota de polvo en la cola de un microorganismo se está quieta. Que sirva esto para recordaros, que ya sea que estés abajo, hundido, o arriba, en una cima, que todo se mueve. Es la constatación de que todo, incluso aquello que parece malo, cambia”.

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