La particular geografía de nuestro país ha hecho de este largo y angosto territorio un tesoro invaluable, rico en biodiversidad. El cordón cordillerano, la presencia del Océano Pacífico en sus más de cuatro mil kilómetros de extensión, la diversidad climática, la fragmentación del territorio en la zona austral y la proximidad al continente blanco son algunos de los factores que hacen de este país un espacio tan particular y biológicamente diverso, con gran cantidad de especies endémicas y sitios de excepcional valor ecológico para la humanidad denominados por la UNESCO como Reservas de la Biósfera.

En Chile, un total de 14,5 millones de hectáreas están destinadas a la preservación, formando parte del sistema de Áreas Silvestres Protegidas. De este total, un tercio se alberga únicamente en la Región de Aysén, lo que corresponde a un 50% del territorio regional, convirtiéndose en una de las regiones más extensas y prístinas de Chile según la CONAF, con una de las reservas más grandes de agua dulce del mundo y la mayor superficie de bosque nativo del país.

Entre los tupidos y húmedos bosques, adheridos a un tronco, una hoja, una roca o cubriendo grandes superficies del suelo, encontramos un bosque escondido en miniatura, un bosque que muchas veces es tan pequeño que sólo se puede apreciar a través de una lupa.

Jamesoniella colorata ©Juan Larraiěn
Jamesoniella colorata ©Juan Larraiěn

Mundos en miniatura

El microbosque, homólogo al bosque en miniatura, es una metáfora utilizada para reconocer y valorar los pequeños organismos que en su co-existencia y co-habitar dan lugar a complejos ecosistemas que muchas veces no alcanzan el centímetro de altura. Estos ecosistemas milenarios se caracterizan por ser tremendamente resilientes, es decir, han evolucionado a través de los años adaptándose al cambio climático, y adoptando estrategias de cooperación entre especies que le han permitido sobrevivir en distintos espacios, principalmente en climas húmedos. Está compuesto de briófitas (musgos, hepáticas y antocerotes), líquenes, hongos e invertebrados que se extienden sobre coberturas de bosques, troncos de árboles o las piedras de un estero y hacen posible la continuidad de la vida a través de la interacción entre sus funciones ecosistémicas. 

La mayoría de las plantas terrestres que conocemos poseen un sistema de vasos conductores por donde circula el agua y los nutrientes que mantienen viva a la planta. A diferencia de ellas, las especies briófitas y los líquenes carecen de un sistema vascular.

Zygodon pentastichus ©Francisco Croxatto
Zygodon pentastichus ©Francisco Croxatto

En la simpleza está la respuesta

“Hay consenso en que posiblemente fueron plantas similares a los actuales briófitos las que colonizaron la tierra antes de la aparición de las plantas vasculares. La briófita más antigua que se conoce data del período Devónico tardío, es decir, 360-380 millones de años atrás”, dice Juan Larraín, Dr. en Ciencias Biológicas de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

La simpleza de los briófitos les permite ocupar nichos que otras plantas difícilmente pueden ocupar. No tienen raíces, por lo que pueden crecer directamente sobre rocas, cortezas de árboles, o en suelos muy pobres en nutrientes. Tienen una enorme capacidad para resistir la desecación, de modo que están adaptados para sobrevivir sin problemas largas estaciones de sequía.

En Chile existen aproximadamente 1.500 especies de briófitos repartidas en todo el territorio, concentrándose la mayor parte en la Patagonia, considerando unas 700 especies, superando en cantidad a las plantas terrestres vasculares. Estas especies cumplen funciones ecológicas fundamentales: cuando llueve absorben el exceso de agua y la almacenan como si fueran esponjas para liberarla en periodos de escasez hídrica; al cubrir los suelos en ambientes boscosos funcionan como protectores de los suelos controlando la erosión; son excelentes fijadores de nitrógeno y carbono, lo que en el contexto del calentamiento global es una función primordial toda vez que ayuda a amortiguar el impacto de las emisiones de carbono atmosférico y; son refugio para invertebrados y material para la construcción de los nidos de aves. 

Erioderma leylandii ©Reinaldo Vargas
Erioderma leylandii ©Reinaldo Vargas

Simbiosis mutualista

“Los líquenes son hongos que han descubierto la agricultura”, asevera el liquenólogo canadiense Trevor Goward.

Esta frase adquiere sentido cuando nos enteramos que los líquenes son organismos que se mueven en el tiempo y el espacio evolutivo a través de una asociación entre un componente fúngico y un componente algal, es decir, un liquen es una simbiosis entre un hongo y un alga.  Para Reinaldo Vargas, liquenólogo de la UMCE, los líquenes deben ser entendidos como una estrategia ecológica de algunos grupos de hongos, que interactúan con un alga para beneficiarse del proceso fotosintético, mientras que a su vez, este último organismo es protegido por el hongo con una estructura resistente.

Esta colaboración inteligente ha permitido que los líquenes existan desde tiempos remotos en todo el mundo y estén presentes en distintos ecosistemas, incluso los más extremos, desde el desierto hasta la Antártica. El Glaciar Unión, ubicado a unos 1000 km del Polo Sur y rodeado por un sistema montañoso, registra temperaturas de -30° C en verano y largos periodos de oscuridad. El liquenólogo Reinaldo Vargas comenta que en una expedición a este sitio las únicas formas de vida capaces de ser vistas a ojo desnudo eran líquenes: “Hay cerca de 20 especies de líquenes en este lugar. Al poder generar sus propias fuentes de energía por fotosíntesis, pueden sostenerse sin problemas con la escasa fotosíntesis que pueden hacer durante los meses de verano, en tanto que el componente fúngico desarrolla estrategias de sobrevivencia a las condiciones extremas de luz y disponibilidad de agua en estado líquido.”

Al igual que los briófitos, cumplen la función primordial de fijar nitrógeno en el suelo, el que es un nutriente primario para las plantas y que, a pesar de ser muy abundante en el aire, en el suelo es muy escaso. También, gracias a su aguda sensibilidad a los cambios en el ambiente, los líquenes se convierten en un excelente bioindicador. 

©Ciencia en Chile
©Ciencia en Chile

Conocer para conservar

A pesar de las funciones ecológicas esenciales que cumplen los pequeños organismos que dan vida al microbosque, éstos aún son desconocidos y muy poco estudiados, lo que se traduce en problemáticas primordiales para su conservación.

Reinaldo Vargas, explica que en Chile existe un escaso número de especialistas de líquenes y la inversión que se hace en estudios de estas especies es, por otra parte, poca. Juan Larraín, a su vez, señala que, “conocemos muy poco de las interacciones ecológicas del microbosque, especialmente en Latinoamérica y en Chile. Se necesita un esfuerzo gigantesco en el estudio de briófitos, líquenes y microfauna asociada para poder entender mejor el rol que éstos cumplen en el ecosistema. Es difícil además sensibilizar a la población acerca de grupos de organismos que no se pueden ver a simple vista”.

Hay, pues, dos formas de invisibilización del microbosque: por una parte no existe un número suficiente de investigadores ni recursos para estudiar este tipo de biodiversidad en el país, y, por la otra, debido a su pequeño tamaño, es difícil sensibilizar a la comunidad  y crear vínculos entre estos mundos microscópicos y las personas. Es aquí donde la educación y divulgación científica se vuelve un eje central en la conservación de estos microorganismos.

“La divulgación científica es fundamental, para que la gente conozca la diversidad invisible que hay en un bosque o en cualquier otro ecosistema, y para que gente joven se motive en el estudio de estos grupos para que en el futuro podamos entender mejor el funcionamiento integral de la naturaleza, y sobre la base de eso podamos vivir nuestra vida de una manera más racional, teniendo en cuenta a todos los organismos que habitan en nuestro planeta”, señala Juan Larraín. 

Iniciativas 

El Proyecto Explora Aysén del Ministerio de Ciencia, impulsado en la región por profesionales del Campus Patagonia de la Universidad Austral de Chile, aborda dentro de sus actividades educativas y de divulgación científica, espacios para la valoración del microbosque. Durante el mes de septiembre se realizó un ciclo de charlas virtuales “Ciencia, Biodiversidad y Microbosques: distintas formas de ver y estudiar la naturaleza”, enmarcado en la actividad Ciencia Abierta. El objetivo de estos encuentros abiertos a  la comunidad apuntan a relevar la importancia ambiental de la conservación y el estudio de la biodiversidad en áreas protegidas. En la misma línea de la valoración de la ciencia y la tecnología se fundamenta la actividad “Parques y Reservas como Laboratorios Naturales”, recorridos por senderos de Áreas Silvestres Protegidas que promueven el cuidado y la conservación de la naturaleza en la comunidad escolar.

Adentrarse en los pequeños ecosistemas que conforman el microbosque de Aysén es la propuesta de Bosque con Lupa, una iniciativa del proyecto “Ecoturismo con Lupa en Áreas Silvestres Protegidas de Aysén”, impulsado por un equipo multidisciplinario del Campus Patagonia de la Universidad Austral de Chile y financiado por Fondo de Innovación para la Competitividad del Gobierno Regional de Aysén (FIC-R-2019). Inspirado en la Filosofía Ambiental del Campo (FILAC) impulsado por el modelo de la conservación biocultural del Parque Etnobotánico Omora,  Bosque con Lupa busca generar un producto turístico innovador basado en el conocimiento, exploración y cuidado del microbosque, que permita la diversificación del portafolio de oferta de turismo de intereses especiales en la región. 

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