“Papá quiero que nuestro viaje sea a la selva, al Amazonas, quiero ver muchos animales”, me había dicho meses atrás Gaspar cuando estábamos pensando en su viaje padre-hijo cuando él cumpliera 10 años. Concretamos el viaje la semana pasada, nos arrancamos 5 días a recorrer el río Amazonas desde Iquitos, los dos solos. Una experiencia padre-hijo para afianzar lazos y crear más vínculos, entre nosotros y también con la naturaleza que tanto nos enseña.

Arde el Amazonas y no puedo dejar de pensar en el perezoso que tuve en brazos hace sólo 10 días, en la anaconda que se movía por una quebrada, en los monos que pasaban de un árbol a otro, incluso en las pirañas que pescamos o en el coatí que circulaba cerca de un grupo de niños descalzos que nos ofrecían su artesanía en la Reserva Nacional Pacaya Samiria en el noreste peruano.

©Felipe Howard
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Arde el Amazonas y recuerdo las noches incendiadas de vida, cuando asomaban las luciérnagas, cuando buscábamos caimanes en el río, cuando el bosque se llenaba con sonidos de cientos de aves e insectos. Las noches en el Amazonas están llenas de vida, es como si las encendieran, como si alguien activara play, el momento en donde más se entiende el valor de palabras conceptuales como “biodiversidad”. Todo parecía activarse, incluso las tormentas, literalmente con rayos, truenos y relámpagos.

Todos hablan del Amazonas en estos días y me preguntan si estuve donde es el incendio o los incendios, que casi coincidimos con la fecha. Si bien no fue la misma locación geográfica, sí estuvimos en el mismo ecosistema. Aprendimos algo obvio, la Amazonía es enorme, 9 países tienen parte de su territorio allí. Hablas del Amazonas y puede ser Brasil, Perú, Colombia, Bolivia, Venezuela, Ecuador o las tres guyanas. El río Amazonas tiene más de 11 mil tributarios, por ahí está la explicación de su enorme caudal, el río más caudaloso del mundo.

©Felipe Howard
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Cerca de Iquitos, donde se juntan los ríos Marañón con Ucayali, comienza el río con nombre Amazonas en los mapas, allí fuimos al amanecer y vimos dos delfines rosados nadar plácidamente, dos delfines grises más activos, una bandada de garzas blancas y decenas de embarcaciones navegar en ambas direcciones. ¡Cómo no me iba a bañar en el Amazonas! Ahí mismo, cerca de una playa me tiré un piquero y dejé arrastrar por la corriente, con los pies bien en alto, sin intención de tocar algo en el fondo, o que algo “extraño” me tocara o incluso mordiera suavemente como alguien alguna vez me contó. El Amazonas es pura fuerza, el río te lleva y la jungla te atrapa.

Su caudal viene desde miles de afluentes, cerca de Arequipa a más de 5 mil metros de altitud brotan sus primeras fuentes de agua. Allí nace el Amazonas, según investigó hace muchos años Jacques Cousteau y varios lo han certificado después. Luego de un largo viaje, llega hasta Belén en el océano Atlántico.

©Felipe Howard
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Un día navegamos bajo el fuerte calor en unas lanchas llamadas deslizadores, la mejor descripción de ellas me la dio otro de mis hijos, son como “cajas de mantequilla con motor”. Así nos internamos por breves afluentes que inundan la selva en la época de crecidas, con los binoculares y las cámaras apuntando hacia arriba, observando todo tipo de aves como diferentes especies de martín pescadores, gavilanes y garzas. Buscamos perezosos (Bradypus tridactylus) en las copas de los árboles, nos impactamos al ver sus lentos movimientos –trepan en cámara lenta a seguir descansando y cuidar energías–. También nos encantamos con diferentes especies de monos. Así vimos cual gimnastas a un par de monos choros (Lagothrix lagothicha) que son más grandes y lanudos que los maquisapas (Ateles paniscus ) que también vimos desde el bote o los monos ardilla (Saimiri sciureus) a los que pudimos contemplar en una caminata.

En esta cuenca están los bosques, la selva, la jungla. Un territorio enorme, hogar de muchas especies que vimos y miles de otras que no, hogar de ancestrales comunidades que de a poco se han ido abriendo al mundo, muchas de ellas ya muy integradas al mundo.

©Felipe Howard
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Uno de los encuentros más especiales fue con un pescador en las cercanías de Nauta quien estaba recogiendo sus redes, las había dejado pasada la medianoche, luego a esperar. Allí estaba sobre su pequeña y frágil canoa de madera que se llenaba con agua, la cual vaciaba con un tarro mientras dejaba decenas de peces sobre la proa de su embarcación. Ver su rutina fue para nosotros comprender cómo se vive en la selva, con trabajo, con sacrificio, con paciencia, con calor, con pasión. La misma pasión que nos mostró el naturalista Juan Tejada cada vez que junto a él nos internamos por un afluente o por un sendero.

En nuestro viaje con Gaspar pudimos ver que el Amazonas no es sólo el río, no es sólo la selva, no son sólo los bosques, es también su gente. Logramos ver la anaconda porque un guía local nos la mostró, él es quien las conoce y sabe donde están. Él nos mostró la shushupe, otra serpiente, una boa más peligrosa y letal. Cerca de ahí, unos minutos antes, los niños corrían por el sendero. Ellos entienden la selva, nosotros sólo la contemplamos y con lo poco que vimos nos duele saber que ahora una gran parte de ella se está quemando. No es el lugar exacto que recorrimos, pero sabemos que es el corazón o los pulmones de la jungla, habitada por las mismas especies que nos cautivaron.

©Felipe Howard
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Cuando Juan Tejada nos mostró un árbol gigante nos dijo: “Si se pierden, busquen una lupuna como ésta y no se separen de este árbol. Les dará refugio y protección, pueden hacer una cama de arena que los separe un poco del suelo, pero el árbol los cuidará”. Eso nos enseñó el Amazonas, su fuerza, su lado protector, de su gente y de su enorme naturaleza. Aprendimos que sus bosques son mucho más que los pulmones de América o de todo el planeta, son el hábitat de todos esos animales que en sólo 5 días nos cautivaron.

Hoy agradezco que Gaspar haya elegido este viaje para sus 10 años, fue un regalo no sólo para él, para mí también. Tengo en la cabeza los colores naranjos furiosos de los atardeceres, las canoas, lanchas y barcos cruzando el reflejo del sol sobre el inmenso río y me gustaría que ese naranjo fuese el único de la selva y no el que hemos visto en tantas fotos estos días.

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