Impactante registro del río Biobío por dos jóvenes kayakistas
Este mes tenemos dos fotógrafos invitados, son Jens Benöhr y Paulo Urrutia. Ellos son 2 amigos kayakistas que decidieron recorrer parte del río Biobío de la VIII región de Chile e informar y presentar un catastro de lo que encontraron. Aquí su relato con lo que investigaron.
El río Biobío, situado entre la VIII y IX Región, es el segundo río más largo de Chile y representa la frontera histórica entre el pueblo mapuche y las tropas españolas. Posee un recorrido de 380 kilómetros desde su origen, en la cordillera de los Andes, hasta su desembocadura, en el océano Pacífico. Nace en las lagunas Galletué e Icalma, ubicadas en la región de la Araucanía, desde donde fluye a través de estepas y pueblos cordilleranos, bordeado por bosques de araucarias, robles, coigües y ñirres, oculto en profundas quebradas y cañones que, luego, se abren a la triste realidad de la región del Biobío; industrias que vierten sus desechos al río y bordes repletos de plantaciones de pinos, destinados a la tala rasa y causantes de la enorme erosión de los suelos de la zona.
El cauce superior del río ha sido profundamente alterado debido a la construcción de tres centrales hidroeléctricas de embalse: Pangue, Ralco y, la más reciente, Angostura. Las dos primeras represas se enfrentaron a una fuerte oposición por comunidades pehuenches y ciudadanos chilenos, pero finalmente triunfó el modelo de explotación hegemónico, con negativas consecuencias para las comunidades y ecosistemas locales.
A lo largo de su extenso recorrido, el río Biobío le brinda agua potable a decenas de pueblos y ciudades emplazadas en sus bordes. En una de esas orillas, casi llegando al mar, se encuentra mi hogar, el valle de la Mocha. Este valle es una antigua zona de extensos humedales, donde actualmente se emplaza la ciudad de Concepción. El río Biobío fluye en el límite suroeste de la ciudad, actúa como fuente de agua y al mismo tiempo desagüe de la urbe. Es un vertedero al cual le damos la espalda; construimos huyendo de sus bordes, cubriéndolo con rellenos.
En este lamentable contexto, si bien el Biobío es tratado como basural, recibiendo las aguas servidas de ciudades e industrias, también ofrece otras posibilidades: paisajes que buscamos en los lugares recónditos de nuestro país, pero que no nos damos cuenta que poseemos a unos pasos de casa.
Con unos amigos solemos practicar kayak en Alto Biobío, donde descendemos una de las pocas secciones de rápidos que sobrevivieron a la construcción de los embalses Pangue y Ralco. Sin embargo, curiosos por conocer otros tramos de nuestro río, hace unos meses decidimos recorrer su trecho final, dividido en dos partes: desde la ciudad de Chiguayante hasta Concepción, y desde Concepción hasta la desembocadura en el Pacífico. Lo planteamos como un viaje novedoso, una búsqueda de otras formas de sentir un río que siempre ha fluido enorme, pero olvidado, junto a nuestra ciudad.
En la bajada desde Chiguayante nos sorprendió la gran cantidad de taludes llenos de basura junto al río. Encontramos refrigeradores, colchones, sillas, mesas, cajas, electrodomésticos y juguetes, entre muchos otros objetos inesperados, como un automóvil sumergido en la mitad del río. Desde Concepción hasta la desembocadura no mejoró mucho la cosa, pues debido a la construcción de los puentes, varias piedras bloqueaban el paso. También navegamos junto a máquinas que extraen arena del lecho del río, lo cual altera profundamente la depositación natural de los sedimentos que arrastra la corriente.
Casi llegando a la desembocadura, pasamos cerca del vertedero de aguas servidas de la ciudad, seguido del desagüe de la empresa ENAP, donde apenas era soportable el olor a petróleo. En este punto el agua cobró un aspecto lechoso, con su superficie cubierta por una capa de aceite, lo cual significa un derrame constante de hidrocarburos al río.
Poco antes de llegar al océano estábamos sumidos en oscuras cavilaciones sobre el destino de nuestra especie, cuando de pronto, nos vimos rodeados de pelicanos, gaviotas, cisnes y garzas, en medio de islotes cubiertos por sauces, boldos y peumos. Alcanzamos nuestro destino justo al atardecer, conmovidos ante la belleza del escenario y extrañamente reconciliados con el río, con sus aguas y la furia del viento. El frío nos calaba hasta los huesos, pero estábamos felices, siguiendo con la mirada el vuelo de las aves en un cielo de cenizas.
La degradación ambiental del Biobío es un escenario desalentador. Da para pensar y maldecir nuestro rol en la cada vez más acelerada destrucción del planeta que habitamos, de nuestro hogar. Sin embargo, a pesar de la sensación de impotencia que nos produjo conocer el estado del río Biobío, siento que aún es posible atisbar, en el vuelo de huairavos y cormoranes, entre matorrales y escombros, retazos de la antigua belleza del enorme titán por el cual remamos.
Esta pequeña aventura en el río Biobío nos reveló que no es necesario escapar a parques nacionales, reductos de la naturaleza, para entender que estamos inmersos en la Tierra. Vimos desde adentro del río el aspecto de una ciudad ajetreada e inconsciente de los lugares que le rodean. Sin duda que descender un río en kayak es un privilegio que no todos pueden realizar, pero creo posible otras formas de revalorar los paisajes que tan cerca tenemos: caminar y observar.
Hemos de recuperar el asombro ante el gigantesco y extraño ecosistema en el cual estamos inmersos. Sumergirnos a través de las sensaciones del cuerpo, sentir la piel abrasada por el sol y los ojos agotados de tanto mirar, los oídos atentos al canto de aves, grillos y ranas, los dedos acalambrados de tanto tocar, tanto curiosear. Basta de colonizar la tierra, ¡que las formas naturales colonicen nuestros cerebros!