Desde las alturas, la vista resulta inmejorable. Decenas de cumbres cubiertas de hielos eternos sobresalen entre las nubes que se pierden en el infinito. Bajo ellas, pronunciadas paredes de granito emergen desde una selva impenetrable colmada de alerces, ulmos y coihues. Lagos y ríos completan este escenario maravilloso en el corazón de la Patagonia chilena.

Estamos sobrevolando –junto a Douglas Tompkins– lo más prístino de Chiloé continental. El mítico Parque Pumalín, aquel que dio motivo por más de dos décadas a un sinnúmero de detractores que no creían que un extranjero dedicara buena parte de su vida y sus recursos para crear un gran parque.

Pues bien, hace unos pocos días se firmó el acuerdo mediante el cual estas tierras –y muchas otras– pasarían al Estado chileno con el fin de crear un conjunto de nuevos parques nacionales en la Patagonia.

Recuerdo la pasión y el cariño con que Doug y su señora Kris me hablaban sobre su proyecto. Era el año 2000 y ya eran muchas las obras que se habían realizado en Pumalín. El parque ya era un ejemplo de intervención armónica del hombre en la naturaleza.
Diecisiete años después recibimos este gran regalo. Un regalo que no sólo se materializa en la enorme cantidad de hectáreas y en la impecable infraestructura, sino también en la forma que debemos mirar, amar y cuidar nuestra naturaleza.

Es de esperar que los chilenos sepamos administrar este legado con la misma pasión y dedicación que lo hicieron Doug y Kris.

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