Las montañas han significado en muchas culturas, a lo largo de la historia y en todas partes del mundo, el vínculo entre lo mundano y lo divino; el umbral entre la tierra y el cielo. El Monte Olimpo, la montaña más alta de Grecia, era considerado el lugar donde habitaban las principales divinidades de la mitología griega, el concilio de los dioses. Los Himalayas son en sí una deidad en el panteón hindú; el monte Annapurna, por ejemplo, que significa “diosa de la abundancia” en sánscrito, era un ente supremo que alimentaba los valles con sus aguas sagradas.

Las vastas cuencas de los Himalayas y el plateau Tibetano albergan miles de monasterios budistas, incluyendo la residencia del Dalai Lama, revelando la importancia de las montañas en las religiones que rodean la cordillera.  Y en las culturas andinas, donde la Madre Tierra o Pacha Mama es considerada una diosa, los Apus y algunas de las montañas más altas de cada provincia, eran considerados entes con vida propia, influyentes en los ciclos naturales de la región en la que se ubican.

©Nicolás Gantz
©Colección Expedición Denali

Las montañas son origen de muchas sensaciones, y su belleza nos atrae por un sinfín de razones bastante difíciles de explicar. Sin caer en la casilla de las religiones, somos muchos los que sentimos esta afinidad y conexión a nivel incluso espiritual. Visto desde otra arista, la visita a la montaña nos carga de energía; una aproximación con luna llena, un vivac estrellado, el frenesí de una buena escalada, las sensaciones de un buen descenso en esquí, son razones suficientes para adentrarnos en nuestra inmensa y prohibida cordillera.

Sin haberlo pensado tanto, pocas veces me había cuestionado las razones por las que visito constantemente la montaña o, dicho de otra manera, las razones por las que la montaña cambió mi estilo de vida. Pero existen situaciones en las que nos replanteamos nuestras bases y nuestras creencias. Para mí, las certezas que la montaña me ofrecía fueron refutadas fuertemente tras la muerte de uno de mis compañeros de escalada más queridos. El sufrimiento que vi en su familia tras su partida me hizo entrar en una mayor empatía con mi familia, lo que me llevó a repensar las razones por las que he dejado tanto de lado a cambio de pasar más tiempo en los altos valles. Brotó en mí también el miedo, pero no el miedo que te advierte de un peligro y te mantiene alerta, sino el que te acompaña sin fundamento, el que te entorpece, el que te hace dudar en tus pasos seguros y el que te nubla la vista en días soleados.

El Monte Denali

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Como cualquier gran proyecto de montaña, todo comenzó siendo un sueño. Una fotografía, algunas topografías de posibles rutas, algunos mapas… y la exaltación empieza a crecer. Un sueño de este tipo no se forja solamente en la imaginación, sino que crece en el corazón y alimenta el espíritu, entregando las altas dosis de motivación que una gran aventura necesita para llevarse a cabo.

El sueño de subir el Denali fue forjado por mi amigo Cristóbal Bizzarri quien falleció el 2017 en la Cordillera Blanca en Perú. El “narigón” hincó este sueño entre sus compañeros de montaña más cercanos. Su idea no era sólo subir esta renombrada montaña, sino que planteaba ascenderla por su imponente Cara Sur.

Tan apartada de nuestros queridos Andes, el sueño de esta montaña se mantuvo lejano a nuestra realidad por un tiempo y, en especial, lejana a la realidad de nuestros bolsillos. Además hay mucho que hacer en nuestra linda y extensa cordillera como para viajar al otro lado del mundo en busca de más escalada. Sin embargo, tras el incentivo de la familia Bizzarri y algunos meses de trabajo y planificación, junto con Felipe Bishara salimos de Chile persiguiendo un sueño que no era nuestro.

Tres vuelos nos dejaron en Anchorage, la ciudad más poblada del estado de Alaska, Estados Unidos. Tuvimos la suerte de ser acogidos unos días por la familia Schweinitz, mientras nos supliamos de comida y algo de equipamiento faltante para la expedición. Llegamos a ellos por mi amigo Daniel Araiza, uno de los montañistas más activos de México, quien había sido acogido por ellos un par de veces antes, durante otras visitas al Denali National Park. Con Dani, habíamos compartido cuerda unos meses antes en Cochamó y algunas temporadas en Patagonia y Perú. Él había llegado a Ancorage con Max Alvarez y Carlos Petersen, sus cordadas mexacas.

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Se sentía la motivación del equipo latino mientras pesábamos y organizábamos los equipos y la comida en el frío garage de la familia Schweinitz. Christian, el único hijo hombre de William y Kathy, resultó ser piloto y amablemente ofreció llevarnos hasta Talkeetna, nuestro último destino antes de adentrarnos en el glaciar.

Estábamos en Alaska, sobrevolando la región en una pequeña aeronave Cessna 172 del 57´, probablemente sobrecargada de equipo de montaña y comida, pero nada podía ir mejor. Las vistas eran espectaculares: los bosques de coníferas, las lagunas, los ríos y al fondo entre las nubes, la cordillera Central de Alaska, un escenario mejor de lo que habíamos llegado a imaginar. Aterrizamos en la pista de Talkeetna y nos detuvimos justo en las oficinas de Talkeetna Air Taxi (TAT), el servicio aéreo que habíamos contratado para volar al glaciar y que nos dejaría en Kahiltna Glacier, el campamento base del Denali.  (Además del servicio aéreo, TAT ofrece una cabaña en el pueblo llena de camarotes para los montañistas que esperan condiciones adecuadas de clima para poder volar a la cordillera).

Talkeetna es un pueblo pequeño que vive del turismo. Desde acá salen las avionetas que te dejan en el Kahiltna Glacier o en cualquier otro valle si planeas escalar o hacer una travesía en la cordillera de Alaska. En el pueblo hay algunos locales donde se come bastante bien y tiene la cervecería más grande de Alaska, un punto positivo en especial para los montañistas que vuelven sedientos tras largas semanas de expedición.

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Una vez registrados, organizamos y reorganizamos los petates, pesamos y repesamos todos los equipos y mochilas; la cifra final nos dejaba con 82 kilos por nuca entre equipamiento, comida y los galones de bencina para sobrevivir los 30 días que calculábamos en la montaña.

Casi en el Polo Norte

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Para ubicarlos un poco, el monte Denali –anteriormente conocido como Mt. Mc Kinley–, es una montaña de 6.192 msnm ubicada en la zona Este de la cordillera Central de Alaska, conocida en todo el mundo por ser la montaña más alta de América del Norte y por ende ser una de las “Seven Summits”. No es una sorpresa que la cordillera de Alaska sea considerablemente más helada que otras cordilleras ecuatoriales, en vista que se sitúa en territorio sub-ártico, donde la atmósfera es bastante más delgada y las presiones más bajas. Por las mismas razones, seis mil metros de altitud en el Denali se sienten bastante más altos y fríos que seis mil metros en los Himalayas o los Andes, lo que hacen de esta montaña un desafío aún mayor. Sumado a eso, el Denali se caracteriza por ser una de las montañas con más desnivel del planeta, considerando que el campamento base se ubica a casi 2.200 msnm, es decir, 4.000 metros de desnivel a ser ascendidos desde que pisas el glaciar.

El 19 de mayo tuvimos nuestra reunión (obligatoria) con el Servicio de Parques Nacionales, donde básicamente nos informaron las normativas del parque, nos dieron los números de emergencia para el satelital, hicieron énfasis en la importancia de la autonomía de cada grupo y nos explicaron la manera de usar el CMC (Clean Mountain Can) –nuestro WC dentro del glaciar–. El clima esta temporada había estado difícil. Había sido un año con bastante precipitación y de las casi 300 personas que se encontraban en la montaña cuando llegamos a Talkeetna, sólo 2 habían logrado alcanzar la cumbre debido a las constantes tormentas.

Rumbo al hielo

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El día 20 de mayo a las 9 de la mañana abrió una ventana y pudimos volar al Kahiltna Glacier, no sin un montón de incertidumbre en nosotros, en especial por el factor clima. El vuelo fue excepcional. Adentrarse en la cordillera después de meses de preparación nos tenía como locos y la alegría desbordaba en la pequeña cabina de la aeronave. Tuvimos el privilegio de ver el Denali (aunque una enorme nube lenticular cubría la cumbre) antes de aterrizar.  Las escalas eran enormes y las vistas alucinantes, jamás había visto tanto hielo en mi vida.

Aterrizamos en el South East Fork del Kahiltna Glacier a unos 7.200 pies, donde se encuentra el campo base (CB) y prácticamente a los pies del Mt. Hunter. Sacamos rápidamente los bultos de la avioneta, amarramos los duffles a los trineos, nos despedimos del equipo mexicano que se quedaría escalando en la cercanías del CB y nos pusimos a randonear. El plan era básicamente llegar con los 82 kilos de equipo y comida al campamento de los 14.000 pies (cerca de 4.200 msnm) lo más rápido que el clima y nuestro cuerpo nos permitieran. Eran cerca de 20 km de distancia y 2.000 metros verticales, las mochilas iban llenas y los trineos pesados, pero la motivación era tan grande que nada nos quitaba la sonrisa de la cara; con Pipe nos mirábamos frecuentemente y nos decíamos “estamos en Alaska” y nos echábamos a reír, aún un tanto incrédulos de la geografía que nos rodeaba.

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En dos días habíamos randoneado dos tercios del recorrido al campamento de los catorce mil y habíamos alcanzado los diez mil pies, pero lo que nos quedaba era la sección de mayor pendiente por lo que decidimos separar el peso en paquetes de 40 kilos, hacer depósitos más arriba e intentar llevar todo en cuatro jornadas. Entre las tormentas, los porteos y el descanso nos demoramos 6 días en llevar todo e instalarnos en el campamento de los 14.000 pies. Armamos un campamento a prueba de bombas en caso de que el indeseado viento blanco característico del Denali apareciera y levantamos nuestro tipi-comedor, donde pasaríamos largas horas alimentándonos y derritiendo nieve. Pasamos los primeros dos o tres días aclimatando, descansando y planificando un poco. Compartimos con varias cordadas y fuimos recolectando información de la montaña y las condiciones de la temporada, los ascensos, los intentos, etc.

Cuando no se conoce una cordillera ni su clima, el primer paso es informarse bien y tratar de observar y absorber la mayor cantidad de información posible de personas que le han dedicado más temporadas, con el fin de tratar de entender mejor las dinámicas. Estábamos tan al norte del planeta, que el sol a pesar de cruzar el horizonte, nos seguía dando luz las 24 horas del día, lo que no significaba que la temperatura no cambiara radicalmente cuando el sol se escondía.

El campamento de los catorce mil pies es el campamento 4 de la ruta normal, conocida como West Buttress. Es también el campamento donde todas las expediciones comerciales esperan por buenas condiciones para intentar la cumbre, por eso estábamos rodeados de unas 150 carpas. Nuestro plan con Pipe, era subir la West Buttress hasta la cumbre para cerrar nuestro proceso de aclimatación (que había comenzando en Chile) y sentir la montaña; ver como nos movíamos en esa altitud, en esas temperaturas, conocer la ruta de bajada y asomarnos a la cara sur, nuestro real objetivo. 

Primer Pegue

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El día 28 de mayo el team mexicano llegó al campamento de los catorce. Compartimos unos mates y revisamos el clima. El reporte marcaba buenas condiciones y con Felipe decidimos intentar cumbre al día siguiente desde ahí y saltarnos el campo de los 17.000 pies. Dani y Max decidieron sumarse al pegue; el plan era ir rápido, sin arnés, ni equipo técnico más que el piolet y una cuerda corta en la mochila en caso de emergencia. La ruta normal no es técnica y Dani ya la conocía, por lo que llevamos solo algo de abrigo, agua caliente y un poco de comida para ascender los 2.000 metros hasta la cumbre y volver.

Fuimos el primer grupo en salir en la mañana y decidimos ir por el Rescue Gully y así evitarnos toda la vuelta de las cuerdas fijas y el filo hasta el campo de los diecisiete mil. Íbamos a muy buen ritmo y nos sentíamos bien. Paramos a desabrigarnos un poco en los diecisiete, donde Max decidió ponerse tape en los talones y devolverse: sus botas nuevas le estaban haciendo ampollas y no valía la pena hacerse heridas solo por aclimatar. Dani continuó con nosotros y seguimos caminando y caminando.

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El aire más delgado se hizo sentir y empezamos a bajar un poco el ritmo. Atravesamos el Denali Pass y el Football Field, luego remontamos al Kahiltna Horn donde dejamos nuestras mochilas y caminamos hasta la cumbre. Estuvimos ahí unos cuarenta minutos, compartiendo, riendo y sacando algunas fotos. Comimos algo y emprendimos vuelta. Las condiciones eran excepcionales y cerca de 2 horas y media más tarde, estábamos de vuelta en el campamento celebrando y compartiendo con el resto del grupo. En total nos llevó poco menos de 12 horas subir y bajar hasta los catorce mil, con largas pausas y sin mucha prisa.

Tras el pegue, descansamos y nos alimentamos por dos días. Habíamos cumplido con el proceso de aclimatación y “asegurado el chancho” con la cumbre por la ruta normal. Ahora nos tocaba pensar en el real objetivo con el que habíamos venido: el Cassin Ridge, un estético filo que divide la cara sur del Denali en dos. La ruta desde la base tiene unos 2.800 metros de desnivel, de ellos, 1.800 de escalada técnica con 7 curxes entre 80 grados de hielo y mixtos de hasta 5.8 en roca. Si bien la dificultad técnica no era demasiado alta, si le sumamos el desnivel, la escalada en altitud, las temperaturas de hasta -40ºC, las mochilas de 13 kilos y el compromiso de montarse en una pared de esa dimensión sin posibilidad de rescate, todo hacía que esta escalada se convirtiera en un desafío épico para nosotros, más aún cuando era el sueño de Cristóbal.

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Por mi parte, lo que más me acomplejaba de toda la misión era la aproximación al pie de la vía. Debíamos ascender hasta el hombro del cerro unos 500 metros para luego descender cerca de 1.200 metros por un glaciar bastante fraccionado conocido como el Seattle Ramp; la idea de navegar hacia abajo por un glaciar en esa inclinación no me gustaba en lo más mínimo. La ruta, al igual que esta montaña, merecía todos nuestros respetos. Habíamos leído suficiente sobre cordadas muy fuertes que tuvieron que intentar repetidas veces la ruta para ascender hasta la cumbre.

Estábamos bastante ansiosos. Revisábamos el clima cada mañana y cada tarde. La buena ola de presión que entró cuando hicimos cumbre por la West Rib parecía haberse extendido por varios días. Con Pipe sabemos que en Patagonia cuando las ventanas se abren, hay que tomar la oportunidad, ya que puede que no se repita en toda la temporada. En ese momento disponíamos de clima bastante estable por cuatro días, periodo en el que pensábamos sería suficiente para ir y volver.

Continúa leyendo la segunda parte de este artículo, donde relata la ascensión final a la cima del Denali por su Cara Sur, en este enlace: «Expedición Alaska: chilenos en la Cara Sur del Denali (parte 2)«.

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