Entrar a uno de los parques nacionales ubicados en el sur de África es una experiencia que se vive en cámara lenta. La expectativa con la que uno se sumerge a esa inmensidad lo mantiene a uno profundamente alerta a todo lo que se encuentra alrededor. De a poco, en sintonía con el paisaje, y a medida que los tupidos arbustos van abriendo espacios, el camino va conduciendo al corazón del parque que repentinamente se presenta con todo su esplendor ante los ojos de los espectadores. Un enorme humedal de azul profundo contrasta con el verde de las hojas que desde él nacen. A lo lejos, se ven grandes cuerpos de animales moviéndose lentamente en sus aguas: son elefantes e hipopótamos que comparten la alegría de poder nadar en este oasis en plena temporada seca.

El parque ofrece una cantidad bastante alta de rinocerontes negros.©Antonia Perello
El parque Etosha ofrece una cantidad bastante alta de rinocerontes negros.©Antonia Perello

La maravilla con la que la naturaleza se desenvuelve en este lugar conmueve profundamente, pero al mismo tiempo entrar a un parque de este tipo significa adoptar una disposición muy similar a la que tiene la fauna que ahí habita: un permanente estado de alerta. Esa fue la sensación que tuvimos al llegar a Chobe, un parque nacional ubicado en el norte de Botsuana, en una travesía de dos semanas que comenzó en Windhoek, Namibia, y terminó en las cataratas de Victoria.

En diciembre de 2015 me fui a vivir con mi pareja por seis meses a Namibia. Llegar a la capital, Windhoek, en pleno verano fue ideal para comenzar nuestra estadía con un viaje hacia el norte del país. Ahí pudimos conocer uno de los parques nacionales más grandes del mundo: Etosha National Park, con aproximadamente 22,000 km2 (tamaño similar a lo que es Gales) y fascinantes paisajes.

Pelea de black faced impalas en Etosha. ©Antonia Perello
Pelea de black faced impalas en Etosha. ©Antonia Perello

La primera vez que nos adentramos en el parque fue durante los últimos días del 2015, lo que corresponde a plena temporada de verano. Lo interesante es que el verano, a diferencia de lo que ocurre en Chile, se traduce en temporada de lluvias. Y las lluvias facilitan a que se acumule suficiente agua a lo largo del terreno, permitiendo a los animales permanecer dispersos por el territorio del parque. En invierno, por el contrario, la falta de lluvias fuerza a la fauna local a movilizarse, ya sea individualmente o en manada, a los grandes pozos que han logrado concentrar suficiente agua de las lluvias pasadas, o que han sido artificialmente construidas para satisfacer el mismo fin. Es precisamente en esta época entonces, donde la probabilidad de avistar a estas criaturas salvajes se convierte en la más alta del año.

¿Ir en verano o en invierno?

©Antonia Perello
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La diferencia entre ambas temporadas es abismante. Cuando estuvimos en Etosha en diciembre (verano) podían pasar horas de andar en auto, en las que estábamos atentos a cualquier potencial avistamiento, emocionándonos prematuramente apenas viéramos algún movimiento o un lejano punto oscuro, lo que en la mayoría de los casos terminaba siendo nada más que un par de arbustos o uno más de los infinitos springbock, black faced impalas o cebras que se encuentran por doquier. Sin embargo, la esperanza de encontrar algo distinto nunca moría por completo, lo que nos motivaba a continuar manejando, desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde.

Tal como la naturaleza sorprende a los antílopes cuando uno de los grandes depredadores se hace presente, durante nuestro primer día ella hizo lo mismo con nosotros. Cuando finalmente emprenderíamos nuestro regreso a la zona de camping, nos presentó una enorme manada hermosa de elefantes cruzando el camino, un rinoceronte protegiendo a su cría, un león solitario echado en el pasto a lo lejos, y a tres cheetahs caminando entre los arbustos en busca de comida. Las escasas posibilidades que existían de tener estos encuentros hicieron que la emoción de ver a estos mamíferos de frente, en su hábitat natural, se convirtiera en una que difícilmente podríamos olvidar. Esa sensación fue la que buscábamos todos los días, y la gratificación de haberlo sentido nos llenaba de felicidad por las noches, cuando al lado de nuestra carpa prendíamos fuego para cocinar a la luz de la luna y de las estrellas, cargados de energía para levantarnos en la madrugada del día siguiente.

Elefante en camino de Etosha. ©Antonia Perello
Elefante en camino de Etosha. ©Antonia Perello

Lo que vivimos esos días de diciembre contrastó fuertemente con lo que pudimos percibir del parque cuando volvimos en mayo, temporada seca (invierno). Si en nuestro primer paseo alcanzamos ver, por ejemplo, una manada de apenas cuarenta elefantes, en mayo llegamos a contar al menos quinientos de estos mamíferos. Viajan en grandes grupos y se caracterizan por ser autoritarios al apoderarse de los pozos de agua para hidratarse en tiempos de sequía. Los pozos de agua se convierten en los anfiteatros sobre los cuales se despliegan unas impresionantes interacciones que se dan entre la enorme gama de mamíferos, aves, insectos y reptiles que conviven en el mismo territorio.

Como es de esperar, estos acontecidos escenarios invocan a una enorme cantidad de espectadores humanos. Es así como el mismo paisaje que seis meses atrás representaba un lugar sumamente tranquilo y cautivador, se convirtió en un centro turístico que recibía a miles de personas de todo el mundo. Y el espectáculo es, sin duda alguna, sumamente atractivo. Pero tras haber tenido la suerte de haber visitado ese lugar en un estado de completa calma, el tener que compartir la experiencia con las decenas de buses y enormes autos 4×4 que se apilaban en todos los sitios y donde por las noches las zonas de camping se veían repletas de personas bulliciosas; sumado a la facilidad con la que se podía avistar a las criaturas dadas las condiciones del entorno, nos generó una tremenda nostalgia por lo que habíamos vivido hace unos meses y que ya nos parecía tan lejano.

Elefantes desplazan a cebras de un pozo de agua en temporada seca.©Antonia Perello
Elefantes desplazan a cebras de un pozo de agua en temporada seca.©Antonia Perello

Fue esta sensación la que nos inspiró a continuar nuestro viaje tomando una trayectoria bastante menos transitada a la que ya habíamos hecho. Tras dos días de continuar manejando hacia el noreste cogimos la ruta que atraviesa horizontalmente el denominado Caprivi Strip, una estrecha franja de 450 kilómetros por la cual pasa el río Zambezi, cuyo fuerte caudal traslada al agua a las espectaculares Cataratas de Victoria. Sin embargo, antes de continuar el camino hacia las cataratas, decidimos acampar en Kasane, el primer pueblo al que uno llega al entrar a Botsuana y que sirve de portal de ingreso al impresionante Parque Nacional de Chobe.

Una experiencia diferente

©Antonia Perello
©Antonia Perello

Apenas llegamos identificamos que Chobe tendría todo lo que estábamos buscando. De partida, Chobe no cuenta con rejas de ningún tipo que dividan el espacio exterior del interior del parque. Además, dadas las austeras condiciones del camino, sólo se permiten vehículos de doble tracción que puedan resistir la tierra blanda acumulada post lluvias. Las zonas de camping tampoco ofrecen ningún tipo de protección del área en el que se encuentra la vida animal: solo hay ciertas zonas en las que se permite desplegar una carpa en las cercanías de las instalaciones sanitarias.

No hay ninguna tienda de turismo, ningún restorán al que uno pueda ir tras terminar la jornada, ninguna infraestructura que invite a los visitantes a bajarse del auto a relajarse y tomar una cerveza al estilo de los “sun downers”, encuentros al atardecer organizados por empresas de turismo. Da la impresión que el parque es uno que realmente ha sido preservado para los animales y no para los visitantes. De hecho, durante los días que estuvimos paseando por ahí vimos muy pocos autos, teníamos la sensación de estar muy aislados del mundo, lo que nos pareció maravilloso.

Paisaje y un poco de humedal en Chobe.©Antonia Perello
Paisaje y un poco de humedal en Chobe.©Antonia Perello

El paisaje que nos rodeaba también era muy diferente a las despejadas planicies que constituían gran parte del entorno en Etosha; en la zona norte de Chobe, los arbustos son muy espesos y cubren gran parte del terreno. Esto significa que a la hora en que se presenta, por ejemplo, un elefante, será porque este ya está a una distancia muy corta de uno.

Esa sensación de encierro y retiro llevaron a que viviéramos muy intensamente cada segundo que estuvimos dando vueltas por ahí, y que de hecho llegáramos a pasar algunos sustos. Fue lo que nos pasó cuando al tomar una curva nos topamos con un elefante joven que andaba solo y que notoriamente se veía un poco alterado, tal vez porque se había separado de su manada. Nos detuvimos un segundo frente a él, no muy seguros de si deberíamos seguir o no, pero el segundo fue suficiente para que él decidiera correr directamente hacia nosotros, lo que nos obligó a actuar rápido y a poner en marcha el auto, mientras mirábamos por el espejo retrovisor cómo este enorme animal nos perseguía por lo que deben haber sido diez segundos, pero que parecieron una eternidad.

Kudu pastando entre medio de springbok.©Antonia Perello
Kudu pastando entre medio de springbok.©Antonia Perello

El último día de nuestra aventura por Chobe la realizamos por la zona oeste del parque. Partimos a las cuatro de la madrugada de nuestro lugar de camping, Muchenje, para alcanzar a llegar a tiempo a la apertura de las puertas de Savuti, correspondiente a la entrada poniente. Ahí pasamos el día completo, recorriendo las grandes rocas y cerros de extrema sequedad. En Savuti ya no habían tantos matorrales, sino que muchos caminos de arena en los que nos quedamos pegados más de una vez y que, como en Etosha, nos llevaban a pozos en los que siempre habían más elefantes, kudus, jirafas, oryx, cebras, impalas y hienas bebiendo agua.

El lugar, además de ser hermoso, fue el sitio donde vivimos la gran sorpresa del viaje y quizás incluso de toda nuestra estadía de seis meses. Mientras manejábamos entre las colinas, tuvimos la suerte de toparnos con uno de los pocos vehículos que por ahí andaba. Era conducido por un señor muy amable que se encontraba filmando para nada menos que National Geographic. Al conversar con él, nos dijo que estaba trabajando en una serie para el canal que seguirá los pasos de las dos grandes manadas de leones que habitan en esta ladera del parque. Por supuesto, le preguntamos dónde se encontraban estos leones, y si acaso los podíamos ir a ver. Con una gran gentileza nos enseñó en el mapa el lugar exacto en el que estaban alojadas dos leonas, agregando que ambas estaban al cuidado de sus diez cachorros.

Leona cuida a sus cachorros en Savuti, Chobe.©Antonia Perello
Leona cuida a sus cachorros en Savuti, Chobe.©Antonia Perello

Partimos de inmediato y a unos diez metros de donde detuvimos el auto, pudimos ver por al menos una hora, cómo las dos leonas vigilaban atentamente a sus crías, las que no se cansaban de correr, rasguñarse y jugar entre ellas mismas, así como de molestar a las hembras adultas que cuidaban de ellas. Fue el espectáculo más hermoso que pudimos tener, una experiencia imposible de olvidar.

Este último encuentro nos dejó con el corazón hinchado de felicidad y al salir del parque pensábamos que esa sería la postal con la que dejaríamos Chobe. Sin embargo, el aislamiento y crudeza de Botsuana nos jugaron una última carta antes que pudiéramos dejar sus tierras. Mientras conducíamos en plena oscuridad, el auto arrendado en el que andábamos se quedó completamente atascado en la arena a los pies de un montículo que debíamos subir. Yendo en contra de las recomendaciones generales de los guardaparques de la región, tuvimos que bajar para así intentar, por todos los medios, sacar el vehículo de ahí.

León en Savuti, Chobe.©Antonia Perello
León en Savuti, Chobe.©Antonia Perello

Pasamos alrededor de una hora juntando ramas y piedras para diseñar un camino por el cual las ruedas se podrían apoyar y salir a flote, pero fue imposible lograr que esto sucediera. Sin señal en el celular no teníamos modo de establecer comunicación con alguien, por lo que no nos quedó más que resignarnos a pasar la noche dentro del auto. La noche la pasamos con frío, a medio dormir, y no faltos de preocupación. No pasó ni un solo auto en todas las horas que estuvimos ahí y, afortunadamente, tampoco una manada de elefantes.

A la mañana siguiente, pudimos finalmente establecer contacto telefónico con Amy, la encargada del camping en el que nos estábamos quedando, quien muy amablemente se ofreció a ir en nuestra ayuda. Estábamos cansados, con hambre y sed, por lo que ver a Amy con su hija aproximándose nos significó un enorme alivio. Con una cadena atada a ambos autos pudimos sacar al Land Rover y emprender camino de vuelta a la ciudad.

©Antonia Perello
©Antonia Perello

Lo primero que hicimos, fue parar en un restorán. Después de pasar varios días comiendo solo sándwiches de mermelada con mantequilla estábamos desesperados por ingerir algo un poco más contundente. El almuerzo fue un buen bistec con papas salteadas, que ambos nos devoramos en silencio. El plato estaba caliente. A nuestro alrededor habían muchas personas, que al igual que nosotros, probablemente andaban de safari. Eran atendidas por los garzones del local. Un pequeño mono daba vuelta por las mesas pidiendo un poco de lo que fuera a los comensales. Definitivamente, estábamos de vuelta en la civilización. Pero nos sentíamos más vivos que nunca.

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