Sabemos que el altiplano ha registrado múltiples cambios ambientales en los últimos miles de años. Así, por ejemplo, se ha demostrado que hace unos 15 mil años el clima era mucho más húmedo que el de hoy, con precipitaciones abundantes tanto en el lado oriental como en el occidental del altiplano. También sabemos que, hace unos 13 mil años, los glaciares comenzaron a retroceder en la zona, y que el clima seco y frío que caracteriza al altiplano en estos días es data más reciente, hace aproximadamente 3 mil años. ¿Cómo sabemos estos datos? Gracias a la reconstrucción del pasado que los científicos pueden hacer usando diferentes técnicas, desde estudiar anillos de crecimiento de árboles, diversos restos biológicos preservados en la orina fosilizada de ciertos roedores, el sedimento acumulado en lagunas, o la turba que acumulan los bofedales. 

Evelyn Pfeiffer
Evelyn Pfeiffer

Utilizando distintos tipos de “archivos ambientales”, los científicos pueden reconstruir, pieza por pieza, la historia natural del altiplano. Pero no solo eso, también les permite conocer qué cambios antrópicos se han generado en los distintos ecosistemas.  

“Para determinar, por ejemplo, si un área fue contaminada por actividad humana como la minería, la mayoría de las veces no tenemos líneas de base que nos entreguen datos de referencia para comparar si dicho lugar varió en concentraciones de metales pesados, acidificación u otros parámetros, ni menos si esas condiciones han provocado cambios en las comunidades biológicas. Cuando no disponemos de esos datos comparativos, acudimos a diferentes métodos que nos permiten analizar cómo eran las condiciones en el pasado, pudiendo identificar qué características son naturales y cuáles fueron producidas por la actividad humana”, explica Adriana Aránguiz, doctora en Ciencias, mención Ecología y Biología Evolutiva, e investigadora del Núcleo Milenio en Turberas Andinas (AndesPeat), proyecto que reúne a investigadores de cuatro universidades chilenas para estudiar los bofedales andinos con el fin de apoyar su conservación.

Daniel Pérez
Daniel Pérez

Una de las líneas de investigación que ha seguido Adriana en sus trabajos en el altiplano ha sido el estudio del sedimento de lagunas.  “Las lagunas preservan muy bien las condiciones pasadas. Son cuencas donde sedimentan material generado de forma interna (por ejemplo, restos de organismos y microorganismos que mueren) y aportes externos, transportados por la lluvia, la escorrentía, el viento, etc. Todo ese material se deposita en el fondo de las lagunas y se forma una especie de torta con diferentes capas, donde cada una de ellas tiene propiedades físicas, químicas y biológicas diferentes, que te permiten ir cruzando información y reconstruir la historia, no solo de las lagunas, sino también del ambiente que la rodea”, aclara. 

Evelyn Pfeiffer
Evelyn Pfeiffer

Para hacer el estudio, primero se debe ubicar la parte más profunda de la laguna, donde se acumula la mayor cantidad de sedimentación. En ese lugar se extrae una muestra cilíndrica, lo que se conoce como testigo, mediante equipos especiales (barrenos). Estos testigos también se pueden obtener de glaciares, rocas, fondo marino, bofedales, entre otras superficies.  

Adriana explica que en el altiplano las tasas de sedimentación en lagunas son muy bajas, porque los aportes son escasos, dado que llueve muy poco. En la zona sur del país, en cambio, las tasas de sedimentación son muy altas, ya que existe una gran cantidad de escorrentía por el aporte de ríos y lluvias. “Que exista una baja sedimentación en el altiplano puede ser una ventaja para nosotros, porque podemos obtener un testigo que, aunque sea de dimensiones pequeñas, de no más de dos metros, nos permite cubrir una gran cantidad de tiempo”. 

Así, por ejemplo, junto a su equipo de investigación están analizando distintas lagunas del desierto y altiplano, como la laguna Casiri, donde obtuvieron un testigo de 120 cm de largo, el cual les ha permitido estudiar 3 mil años, encontrando épocas de sequía, vestigios de erupciones volcánicas y periodos de mayor productividad a través de incrementos de carbono.  

Lo que cuentan los bofedales

Se suele creer que las turberas son ecosistemas propios del sur de Chile, específicamente entre las regiones de Los Lagos y Magallanes, pero lo cierto es que los bofedales, uno de los ecosistemas más particulares del altiplano, son un tipo de humedal que se caracteriza por la formación de turba a elevaciones superiores a los 3.000 metros sobre el nivel del mar. 

Evelyn Pfeiffer
Evelyn Pfeiffer

Se originan debido a flujos permanentes y/o recargas continuas de agua que permiten el desarrollo de plantas cojín de la familia Juncaceae como Oxychloe andina y Distichia muscoides, que son plantas “nodrizas” para otro tipo de plantas muy apetecidas por los camélidos, tanto los silvestres (vicuñas) como el domesticado (alpacas y llamas). Bajo esta capa de plantas, los bofedales acumulan densas capas de materia orgánica en descomposición que forman la turba, la que se va acumulando año tras año, pudiendo alcanzar profundidades de hasta 10 metros o más. 

Los bofedales desempeñan un papel integral en la sostenibilidad de los ecosistemas andinos: regulan el ciclo hidrológico al controlar la erosión y almacenar agua durante las estaciones húmedas, liberándola durante los períodos más secos. Forman parte del sistema climático global debido a su capacidad para secuestrar carbono. Y, por supuesto, agua es sinónimo de vida, por ello, los bofedales concentran la mayor cantidad de biodiversidad del altiplano, tanto en fauna como en flora. En torno a ellos es frecuente ver grandes concentraciones de camélidos y una gran variedad de aves y anfibios. 

Lorenzo Tapia
Lorenzo Tapia

Por cierto, estos bofedales altoandinos representan un registro poco estudiado y de gran potencial para evaluar el clima y el ambiente del pasado, debido a sus cualidades de acumulación y preservación de turba por milenios, almacenando información sobre el ecosistema a su alrededor. 

Uno de los elementos más clásicos de estudio para analizar el paleoclima es el polen. Antonio Maldonado, investigador del Centro de Estudios Avanzados en Zonas Áridas de la Universidad de la Serena y experto en palinología, explica que una de las virtudes que tiene el polen es su resistencia al tiempo, permitiendo “ver” cómo era la vegetación del pasado y cómo ha ido cambiando en el tiempo. “Hemos trabajado en diferentes zonas del altiplano y una de las cosas que evidenciamos haciendo estudios de polen, es que los bofedales existen hace unos 10 mil años, pero que recién tomaron las características y forma de los bofedales actuales hace unos 2 mil años”, aclara.

Cambio climático y otras amenazas

Alejandra Domic, profesora del Departamento de Antropología de la Universidad Estatal de Pensilvania e investigadora asociada al Herbario Nacional de Bolivia, actualmente se encuentra investigando en el Parque Nacional Sajama de Bolivia un proyecto que combina paleoecología, paleoclimatología y arqueología, donde el estudio de los bofedales ha sido clave para entender la resiliencia de la vegetación a la variabilidad climática y a los cambios por disturbios humanos a lo largo del tiempo. 

“Existe mucha evidencia actual que muestra que esta región es una de las más vulnerables al cambio climático y a la crisis climática. Las reconstrucciones paleoclimáticas de los Andes centrales muestran variabilidad en la precipitación a lo largo del Holoceno. Por ejemplo, Durante el Holoceno medio (aproximadamente entre 8000 y 5000 años atrás) la región experimentó una disminución importante en la disponibilidad de agua. Sin embargo, nuevas evidencias sugieren que el altiplano está sufriendo una clara reducción en la precipitación desde principios del siglo XXI. Esto genera una preocupación porque las sociedades, la economía y la biodiversidad son altamente vulnerables a la variabilidad del agua”, asegura Alejandra.

Daniel Pérez
Daniel Pérez

En Bolivia, por ejemplo, se ha registrado que algunos bofedales se han secado por falta de suministro de agua de glaciares. Esto trae graves consecuencias, más allá del efecto directo sobre la biodiversidad o la disponibilidad de agua, ya que los bofedales acumulan por siglos o milenios materia orgánica (la turba), pero al degradarse o secarse, pueden liberar al ambiente toneladas de gases de efecto invernadero como carbono y metano.  

Lamentablemente, las noticias para los bofedales tampoco han sido buenas desde la minería. Existen diversos estudios de cómo la minería ha afectado a estos ecosistemas, el más reciente es un estudio publicado este año, donde se hizo un análisis de 442 bofedales en la macrozona de producción de cobre, usando imágenes satelitales entre los años 1986 a 2018. Se descubrió que donde están concentrados los derechos de agua, no existen bofedales verdes en los últimos 40 años, pero sí existen en las zonas contiguas donde no se concentran los derechos de agua. Ello podría ser un indicador de cómo la extracción de agua afecta a estos humedales. 

Lorenzo Tapia
Lorenzo Tapia

“Aún nos queda un largo camino por recorrer en nuestra investigación, pero preliminarmente hemos encontrado la presencia de elementos de origen antrópico, que demuestran que la actividad humana deja su huella en la naturaleza. Así, hemos encontrado metales pesados como cobre y molibdeno en mayores concentraciones en cuerpos de agua cercanos a la gran explotación metálica; o cercano a los caminos hemos encontrado vestigios de la actividad humana reciente, como son elevadas concentraciones plomo que es característico del uso de combustibles o microplásticos en salares bastante aislados», agrega Adriana Aránguiz sobre sus trabajos en la zona. 

En el altiplano boliviano también se suma la extracción ilegal de turba para jardinería, lo que estaría arrasando con cientos de hectáreas de bofedales. A ello se suma la minería tradicional y la reciente minería aurífera. “Con diferentes proyectos de investigación con investigadores de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA, La Paz Bolivia), trabajamos en los efectos interconectados de los metales pesados, detectamos que los metales pesados son absorbidos por las plantas con concentraciones que sobrepasan los límites permisibles para el consumo. Las plantas en las cuales hicimos los análisis son consumidas por el ganado (camélido, vacuno, porcino y ovino) y estas pasarían por las cadenas tróficas hasta el ser humano. En un estudio encontramos que incluso la leche de vaca de sectores adyacentes a los centros mineros ya tiene metales pesados. Estos estudios los hicimos cerca de centros mineros de minería tradicional (extracción de estaño, plata y wólfram). Los metales que detectamos son plomo, cobre, hierro y otros más, y en otros sectores vimos que las plantas también absorben compuestos metaloides como el arsénico y boro”, cuenta la investigadora boliviana Rosa Isela, bióloga especialista en botánica de ecosistemas de alta montaña y doctorante de AndesPeat.

Evelyn Pfeiffer
Evelyn Pfeiffer

Pero, quizás, una de las mayores amenazas para el altiplano y sus bofedales a ambos lados de la frontera es la escasa regulación que existe para su protección. Según Manuel Prieto, profesor titular de la Universidad de Tarapacá y director de AndesPeat, “los bofedales están pobremente protegidos por un modelo institucional que tiende a privilegiar las industrias extractivas por sobre la conservación de los ecosistemas de montaña y sus habitantes. Conservar los bofedales es crucial para preservar la biodiversidad, regular el ciclo hídrico, proteger hábitats de especies endémicas, contribuir a la mitigación del cambio climático y asegurar la sustentabilidad de la ganadería en el altiplano. Para ello, es indispensable reconstruir el pasado de estos ecosistemas con el propósito de comprender su presente y, así proyectar su conservación”, asegura. 

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