La lección de humildad del coronavirus: el deterioro de la naturaleza es una bomba de tiempo para la salud humana
Aunque algunas hipótesis apunten a los murciélagos o pangolines como el origen del COVID-19, lo cierto es que han sido las acciones del humano sobre la naturaleza las que favorecen el surgimiento de enfermedades. Incluso un grupo de investigadores de Hong Kong ya había alertado en el año 2007 sobre la alta probabilidad de una nueva pandemia, pero su llamado no fue considerado. En Ladera Sur conversamos con un grupo de seis científicos y científicas sobre los efectos de nuestra conducta en los ecosistemas, los desafíos del mundo globalizado en medio del Antropoceno, lo que sucede en Chile, y la relevancia de los microorganismos más allá de la infección.
Con pavor hemos sido testigos de una historia que se repite. El sida, la influenza o el ébola son algunos de los males que han flagelado a la humanidad en las últimas décadas, a las que se suma un nuevo capítulo epidemiológico con el COVID-19, infección causada por un coronavirus que se expandió – con una rapidez inusitada – por distintos continentes, luego de que estallara el brote en un mercado donde se vendía fauna silvestre en Wuhan, China.
Desde su aparición en diciembre, el nuevo virus ha provocado más de 14.396 muertes en el mundo, así como una serie de cuestionamientos que escarban en las raíces de un problema mayúsculo y mucho más profundo: nuestra relación con la naturaleza nos ha vuelto altamente vulnerables a las enfermedades.
Aunque los dardos apunten a los murciélagos o pangolines como los “culpables” de la pandemia, lo cierto es que ha sido el humano y sus acciones sobre el medio ambiente – como la deforestación o tráfico de animales salvajes – los que favorecen la propagación de enfermedades y de otras amenazas que afectan la salud y bienestar de la población.
«Todo está relacionado. Somos muchas personas y durante muchas décadas hemos sido irresponsables en la forma con la que nos hemos relacionado con el medioambiente, aunque éste sea esencial para nuestra existencia, porque sin naturaleza no existiríamos. Todas estas crisis que estamos viviendo, como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y el surgimiento de estas pandemias tienen ese origen en común. Y no solo se trata de que seamos muchos, sino también del sistema económico mundial que hemos implementado, el cual puede generar beneficios para las sociedades, pero no se calcula efectivamente el daño que produce al medioambiente”, asevera Claudio Azat, director del Doctorado en Medicina de la Conservación de la Universidad Andrés Bello.
Para entender la actual pandemia, es importante recordar que los coronavirus son una extensa familia de virus que pueden causar enfermedades tanto en humanos como en otros animales. En nuestro caso, pueden ocasionar desde un resfriado común hasta cuadros más graves como el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), por un patógeno que saltó a nuestra especie desde los camellos, y el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), transmitido por civetas en un mercado donde se comercializaba fauna salvaje, al igual que en Wuhan.
Las enfermedades zoonóticas – es decir, aquellas que se transmiten de animales a humanos – han existido siempre. Para tener una idea, de los más de 1.500 agentes infecciosos conocidos que afectan a humanos, entre el 65 y 75% tienen un origen zoonótico.
“Es más, la mayoría, aproximadamente un 70% de las enfermedades infecciosas emergentes en humanos, involucran a fauna silvestre en su ciclo epidemiológico”, detalla Francisca Astorga, académica de la Universidad de las Américas y secretaria de la Asociación de Médicos Veterinarios Especialistas en Fauna Silvestre (Amevefas).
Bomba de tiempo
Los factores de riesgo para este tipo de contagios pueden ser de origen ambiental, animal, humano o de los mismos agentes infecciosos, como la capacidad de mutación que poseen los virus.
La médica veterinaria explica que, entre los factores de origen humano, “hay varios elementos como nuestra alta densidad poblacional, expansión hacia áreas naturales, destrucción, modificación y fragmentación de áreas naturales a nivel global, aumento en los movimientos como viajes, conductas de riesgo como el consumo de fauna, mantención en cautiverio y tráfico, y las producciones de animales domésticos con malas prácticas”.
En el caso del actual COVID-19, las primeras teorías apuntaron a una sopa de murciélago y a la ingesta de serpientes y pangolines, algunas de las numerosas criaturas que estaban hacinadas en jaulas para ser vendidas como comida en el ya clausurado mercado de Wuhan. Sin embargo, lo cierto es que todavía no se ha probado el origen del nuevo coronavirus, aunque varios indican que, probablemente, se transmitió a las personas desde los murciélagos, pasando por un pangolín y otras especies como intermediarias.
El coordinador nacional del Programa de Conservación de Murciélagos de Chile, Juan Luis Allendes, recalca que no se ha probado el origen del COVID-19 en murciélagos, y lamenta la frecuencia con la que se culpa a estos quirópteros. “Como otros animales, los murciélagos pueden ser vectores de algunos virus porque tienen un metabolismo muy alto, producen muchas proteínas antiinflamatorias, y tienen un sistema inmune fabuloso, entonces, a ellos los virus no los afectan en general. Por eso también es que los han apuntado como transmisor de enfermedades, pero una cosa es ser portador, es decir, que ellos tengan el virus, y otra cosa muy diferente es ser transmisor del virus a otras especies. Tendrías que comerte al murciélago crudo, o tendría que morderte y la saliva de él entrar en contacto con tu sangre”.
Precisamente, el peligro de la ingesta de animales salvajes ya había sido alertado por un estudio publicado en 2007 que, de haber sido considerado, pudo haber evitado la actual pandemia del coronavirus.
El trabajo, elaborado por científicos de la Universidad de Hong Kong, aborda el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), como infección emergente y reemergente, y se refiere a las consecuencias del consumo de animales salvajes, de la destrucción de hábitats y de la masividad del transporte aéreo de pasajeros. “La presencia de un gran depósito de virus tipo SARS-CoV en murciélagos de herradura, junto con la cultura de comer mamíferos exóticos en el sur de China, es una bomba de tiempo. La posibilidad del resurgimiento del SARS y otros virus nuevos desde animales o laboratorios, y por lo tanto, la necesidad de preparación, no debe ser ignorado”, reza el artículo.
De esa forma, la evidencia es categórica respecto al riesgo de traficar y consumir fauna silvestre, así como de degradar ecosistemas, lo cual aumenta los encuentros entre humanos y otras especies que han sido desplazadas por nuestras acciones.
Sin embargo, el rol de la naturaleza va más allá. Los ecosistemas también cuentan con barreras naturales que impiden la dispersión de microorganismos como virus o bacterias, por ejemplo, a través de ciertas condiciones de temperatura o humedad. A esto se suma la presencia de depredadores naturales que, en ambientes sanos, mantienen a raya a las poblaciones de otras especies que son huéspedes o vectores de agentes infecciosos que podrían saltar al Homo sapiens.
¿Cómo vamos por casa?
Para Azat, tenemos algunas ventajas. De partida, Chile se encuentra más aislado por barreras naturales como la cordillera de los Andes y el océano. No poseemos densidades poblacionales tan altas como China o India, ni niveles de pobreza comparables a zonas de África. Tampoco somos un país tropical, los cuales presentan mayor probabilidad de que surjan este tipo de infecciones. “Desde ese punto de vista estamos un poco más protegidos, pero igual tenemos nuestra enfermedad emergente de origen de vida silvestre como el hanta”, señala.
Respecto al virus del hanta, la médica veterinaria de Amevefas sostiene que “los factores de riesgo para las personas incluyen el contacto con roedores silvestres, dado por la intromisión de nosotros en su hábitat y la fragmentación ambiental. Otros elementos detectados han sido, por ejemplo, los incendios, que alteran el desplazamiento de roedores. Este virus clásicamente se transmitía solo desde roedores a seres humanos. Sin embargo, la creciente descripción de transmisión entre personas es una alerta, que puede generar un mayor nivel de riesgo para la salud pública”.
Además, las poblaciones de estos roedores son controladas por aves rapaces, culebras o mamíferos que se alimentan de ellos. Astorga también sugiere que la biodiversidad equilibrada de roedores nativos ayuda a mantener una baja prevalencia del virus, esto debido a conductas como la competencia entre ellos y al efecto de dilución, “donde justamente el patógeno se ‘diluye’ entre el ratón colilarga y las otras especies silvestres que no transmiten el virus al ser humano”.
Otro caso local es el virus de la rabia que involucra a los murciélagos. Allendes señala que, de las 14 especies de quirópteros que viven en Chile, siete podrían ser positivas para la rabia, aunque se estima que la prevalencia del virus en poblaciones silvestres es menor a 0.5%. Dicho de otro modo, y a diferencia de países como China, “la única enfermedad zoonótica reportada que podrían transmitir los murciélagos en Chile es la rabia, y el riesgo es bajísimo”.
Por ello, el coordinador del Programa de Conservación de Murciélagos llama a convivir de manera respetuosa con estos mamíferos, lo que contempla “no consumirlos y dejarlos que cumplan su rol ecosistémico como la polinización, el control de plagas agrícolas y la dispersión de semillas”.
No obstante, la conducta que tengamos con la fauna silvestre no es la única forma en la que podemos amenazar nuestra supervivencia.
Vida y muerte en el Antropoceno
A todas luces, el mayor problema del Homo sapiens sería la desconexión que tenemos con el resto del planeta, omitiendo olímpicamente que el aire que respiramos, los alimentos que consumimos, o el agua que bebemos son algunos de los irremplazables beneficios que nos entrega la naturaleza, conocidos por algunos como los “servicios ecosistémicos”. De ellos depende nuestra salud física y mental, así como nuestra calidad de vida y cultura.
“Parece que a lo único que el ser humano parece temer en realidad es a las enfermedades. Con toda razón. Las plagas y epidemias han diezmado poblaciones enteras en el paso. Pero el entendimiento de una epidemia en este contexto de destrucción de sistemas de vida naturales y culturales, es un paso que extender hacia todos los ámbitos de la vida”, sostiene Cristóbal Pizarro, académico de la Universidad de Concepción e investigador principal del Laboratorio de Estudios del Antropoceno.
Actualmente, muchos ven a la crisis climática como la gran amenaza que enfrenta el mundo. Sin embargo, el cambio climático es solo uno de los flancos que integra a un fenómeno “madre” que es el cambio global. Tal como sugiere su nombre, se refiere a la transformación sin parangón y a escala planetaria que ha sido impulsada por nuestra especie.
También se denomina a esta «era humana» como “Antropoceno”, un término acuñado en el año 2000 por el premio nobel Paul Crutzen y Eugene Stoerme, en alusión a un nuevo periodo en la vida en la Tierra posterior al Holoceno.
Aunque todavía no se declara como una era geológica de manera formal, “desde el punto de vista político, algunos intelectuales han sugerido hablar de Capitaloceno, responsabilizando al capitalismo como un sistema de vida, económico y político responsable de estado del planeta”, agrega Pizarro, quien además es investigador del Centro para el Impacto Socioeconómico de las Políticas Ambientales (CESIEP) y de la Sociedad Chilena de Socioecología y Etnoecología (SOSOET).
Una forma más concreta de entender nuestro impacto en el planeta son, por ejemplo, los cinco impulsores directos de la pérdida y alteración de la biodiversidad global, identificados por la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica (IPBES): el cambio en el uso de suelo y mar, la explotación directa de organismos, el cambio climático, la contaminación y las especies exóticas invasoras.
“La relación entre deterioro ambiental y deterioro de la calidad de vida del ser humano es indiscutible”, subraya Aníbal Pauchard, académico de la Universidad de Concepción, investigador del IEB y uno de los científicos sudamericanos que ha participado en IPBES. “Esta conexión se ha hecho cada vez más evidente debido a la globalización y el aumento de la población mundial y el consumo, esto ha generado presiones sobre la naturaleza nunca antes vistas”, advierte.
Uno de los ejemplos más explícitos de los impactos que produce la degradación ambiental en las personas es la actual crisis hídrica producto del marco legal y modelo económico chileno, que conlleva una sobreexplotación o eliminación de ecosistemas – como bosques y humedales – que nos abastecen de agua. Esto ha golpeado a más de 380.000 chilenos que tienen un acceso precario a este elemento a través de camiones aljibes, en medio de una crisis sanitaria donde el lavado de manos frecuente es de vital importancia.
Por otro lado, el COVID-19 también constituye un caso excepcional para los científicos que estudian las invasiones biológicas.
“Los virus no son como otras especies, ya que requieren en un 100% de otros organismos para su reproducción y evolución, pero el coronavirus ha replicado los mismos procesos de las especies invasoras a una velocidad increíblemente más rápida, casi instantánea. A una planta o animal invasor le tomaría decenas o cientos de años alcanzar la expansión geográfica que ha tenido este virus, pero como los seres humanos nos movemos tan rápido y en tal número – sólo basta imaginarse cuanta gente se desplaza entre continentes en aviones y barcos cada día – que le hemos facilitado a este virus la tarea enormemente”, agrega Pauchard, quien también es director del Laboratorio de Invasiones Biológicas.
El académico de la Universidad de Concepción cataloga como preocupante que “estos eventos se van a repetir cada vez más, y no sólo con enfermedades humanas, sino también con enfermedades y patógenos que pueden afectar a la vida silvestre, tanto plantas como animales”.
Adicionalmente, otro factor que podría favorecer la emergencia y propagación de nuevas epidemias o pandemias es la resistencia a los antimicrobianos, la cual se produce cuando los microorganismos, sean bacterias, virus, hongos o parásitos, adquieren la capacidad de fortalecerse y resistir los medicamentos. Esto ocurre por el uso inadecuado y excesivo de antibióticos, antivirales, fungicidas o antiparasitarios, ya sea para consumo humano directo (como la automedicación) o por industrias como la cárnica y acuícola, peligrando de esa forma el tratamiento de múltiples enfermedades.
Por todo lo anterior, y considerando que solo el 1% de los virus ha sido descrito por la ciencia, es necesario conocer y considerar a los microorganismos con mayor seriedad, no solo por su rol patógeno, sino también por determinar nuestra existencia de formas que solemos ignorar.
Colabora como “la mayoría invisible”
Si hay alguien que comprende la importancia capital del “mundo invisible” es la destacada ecóloga microbiana y académica de la Universidad de Antofagasta, Cristina Dorador: “El rol de los microorganismos en la naturaleza es fundamental. Si no hubiese microorganismos simplemente no existiríamos. De partida, las primeras formas de vida del planeta son microbianas, son celulares, y también no celulares como los virus, entonces a partir de ellos estos microorganismos evolucionaron hasta formar las especies que conocemos actualmente y que podemos ver con nuestros ojos”.
Los microbios son tan indispensables que inclusive un grupo de científicos realizó – a través de la prestigiosa revista Nature Reviews Microbiology – un llamado global a la humanidad a incorporar el conocimiento de los microorganismos – o la “mayoría invisible” – para enfrentar el contexto actual de Antropoceno y cambio climático. “Por eso llama tanto la atención que no se consideren normalmente en la toma de decisiones ambientales”, cuestiona Dorador.
Para la investigadora, la pandemia del coronavirus también nos entrega “una lección de humildad, de pensar los sistemas de una forma más horizontal y colaborativa. De hecho, el otro día alguien me comentaba que los virus siempre son sistemas parasíticos. Esa es una forma muy humana de ver las relaciones entre los organismos. Si bien es cierto que algunos mueren por ellos, hay otros que no. Incluso dejan una marca ‘inmunológica’ para el futuro, entonces les estamos aplicando definiciones muy humanas a la naturaleza, que a veces nos nublan la visión”.
Por ello, más allá de la requerida seriedad con la que debemos abordar las enfermedades, es necesario incluir a los microorganismos en nuestras decisiones para resguardar tanto la salud del planeta como la humana. Asimismo, la renovación de nuestra forma de habitar en la Tierra es prioritaria.
Pero ¿cómo protegemos nuestra salud y bienestar en este desafiante escenario?
Entre otras cosas, Pizarro apunta a la necesidad de acuerdos internacionales sobre cambio climático, biodiversidad y justicia ambiental; políticas que consideren el ámbito ambiental por sobre los intereses meramente económicos, elaboradas con la participación de comunidades científicas y locales, incluyendo la sabiduría de pueblos originarios y migrantes; la renovación de las cartas fundamentales para abordar un nuevo trato entre la sociedad y la naturaleza; y las acciones individuales y colectivas para modificar nuestra conducta. “Este diálogo y presión social debe ser intergeneracional y constante, porque tal como hoy, el Antropoceno nos trae escenarios no previstos. Necesitamos adaptarnos y cambiar con él”, asegura.
Para Pauchard, no hay una receta única, aunque cree que el COVID-19 incentivará un cambio de paradigma importante en la relación entre humanos y naturaleza. “La globalización es beneficiosa para el ser humano, pero debemos considerar de mejor forma cómo tratamos al medio ambiente, y cómo respetamos la diversidad local y generamos las herramientas para evitar la movilidad de especies que puedan causar daño al ser humano o a la biodiversidad. Para ello, los países debiesen analizar los protocolos de bioseguridad, hacerlos más eficientes e inteligentes. No se trata de cerrar fronteras, se trata de realizar una serie de medidas que, en conjunto, permitan reducir el riesgo. También, debemos proteger la resiliencia de nuestros ecosistemas, es decir la capacidad de enfrentar nuevas amenazas”.
Dorador, en tanto, rescata el ejemplo de “la mayoría invisible” que inspiró la revolucionaria teoría endosimbiótica de Lynn Margulis, donde afirma que la cooperación entre organismos de distintas especies ha sido crucial en la historia de la vida, permitiéndoles triunfar a aquellos que se unen.
Esto cobra especial relevancia en medio de una pandemia que ha exhibido facetas poco solidarias de nuestra especie.
“El individualismo acá es el fin, no hay vuelta que darle, porque los microorganismos son cooperativos. Pensemos en colaboración, ayuda y simbiosis, más que en competencia y parasitismo”, remata.