Carolina Mora Gaitán coge una de las llamativas flores del cubo azul que yace a sus pies y escurre el exceso de agua. Con la ayuda de un cepillo de dientes, elimina cualquier rastro de suciedad y procede a quitar una hoja marrón fea con unas pinzas. Enfrente se sienta su nuera que imita sus acciones. Junto a ellas, el marido y el hijo de Carolina Mora cortan, clasifican y embalan las flores de color fucsia con precisión meticulosa.

La familia ha estado involucrada en la venta de la flor de Inírida, en el departamento de Guainía, al este de Colombia, desde hace más de una década.

El comercio de la flor de Inírida ha cambiado significativamente desde hace diez años, cuando la flor era recolectada directamente de la naturaleza. Hoy en día, un exitoso proceso de domesticación garantiza su conservación a largo plazo y, al mismo tiempo, contribuye a los esfuerzos de conservación de esta región.

La Guacamaya superba o la flor de Inírida de invierno crece durante toda la larga estación de lluvias de Guainía, para después dar paso a otra más pequeña, la Schoenocephalium teretifolium o la flor de Inírida de verano, que florece durante el resto del año. Ambas son conocidas como flores eternas, debido a su capacidad para resistir condiciones climáticas extremas y a su predisposición natural de mantener su forma física, mucho después de que hayan desaparecido sus colores vibrantes.

Una flor para abrir otros caminos

Carolina Mora y su familia son miembros del pueblo sikuani de Colombia, uno de los 87 grupos indígenas del país reconocidos y también uno de los más desplazados por el conflicto armado.

Hace veinticinco años, la familia de Carolina Mora fue obligada a abandonar su hogar y su tierra durante la masacre de Mapiripán de 1997, una pequeña aldea fluvial en el centro de Colombia, en la que al menos 30 civiles fueron brutalmente asesinados por paramilitares de la derecha. De la noche a la mañana, Carolina y su familia quedaron en la indigencia.

La población indígena representa el 80 % de la población de Guainía, departamento que tiene una gran presencia de personas víctima de desplazamiento interno forzado, así como migrantes de Venezuela.

La familia de Carolina Mora se estableció en la pequeña ciudad portuaria de Inírida, capital de Guainía —“tierra de muchas aguas” en lengua yurí— en la frontera nororiental de la Amazonía que Colombia comparte con Venezuela. En un principio, la familia sobrevivió gracias al vertedero local. Lo que otros desechaban ellos lo atesoraban: unos zapatos desgastados, una bicicleta oxidada, una bolsa de ropa vieja. La recogida informal de residuos les ofreció un salvavidas económico.

La ciudad portuaria de Inírida depende de las importaciones. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.
La ciudad portuaria de Inírida depende de las importaciones. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.

Fue a través de su trabajo de reciclaje que Carolina Mora conoció a Martha Toledo, profesora y fundadora de Akayú, organización sin ánimo de lucro que se centra en el desarrollo sostenible y la educación.

Toledo lanzó un plan de reciclaje para dar trabajo a mujeres indígenas, quienes recogían y seleccionaban los residuos de la ciudad que luego eran devueltos a la capital para su tratamiento. Esto aportó ingresos modestos a las familias a la vez que redujo el problema del plástico de la ciudad.

No obstante, Guainía tiene más que ofrecer que simplemente seleccionar los residuos. Gracias a su trabajo con la agencia gubernamental medioambiental Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA), Toledo obtuvo una licencia para vender la flor de Inírida. “La idea siempre ha sido demostrar que la región es capaz de ser productiva”, dice Toledo.

Una flor de Inírida de invierno se despoja de su capucha. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.
Una flor de Inírida de invierno se despoja de su capucha. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.

Un símbolo que no es muy conocido

Durante mucho tiempo el resto del país ha pasado Guainía por alto y ha olvidado a las comunidades: “Necesitábamos algo que nos pusiera en el mapa”, dice Toledo.

La flor de Inírida, con su belleza llamativa y exótica, fue una oportunidad para hacer justo eso. “Si el mundo no puede venir a Inírida, entonces Inírida debe ir al mundo”, dice Toledo. Las flores se venden a través de LIWI, el brazo comercial de Akayú, que se traduce como flor en curripaco.

A pesar de servir como el símbolo oficial de la ciudad, mucha gente nunca ha oído hablar de Inírida y mucho menos de su flor homónima, que se tomó de la palabra puinave que significa “espejito de sol”.

La flor demostró ser popular, con pedidos que llegan desde importantes ciudades de todo el país e interés del extranjero. “Teníamos a muchas familias involucradas, desde la plantación hasta la cosecha y preparación”, dice Toledo.

Sin embargo, recolectar las flores de su hábitat natural no era una solución viable a largo plazo. Se hizo evidente que necesitaban encontrar una manera de domesticar la Inírida.

En ese momento, la ubicación remota de Inírida y la compleja historia de Colombia supuso que pocos científicos habían investigado la zona y su ecosistema en profundidad. Los pocos estudios limitados que se centraban en la flor habían concluido que era imposible de cultivar.

Martha Toledo en las instalaciones de Akayú. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.
Martha Toledo en las instalaciones de Akayú. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.

Unir conocimientos

Rubén Darío Carianil, el marido de Toledo y líder de la comunidad curripaca, creía lo contrario. Sabía lo rara que era la flor de Inírida y podía identificar los pocos lugares repartidos por Guainía en donde florece.

“Todo lo que sé sobre el medio ambiente, me lo enseñaron mi padre y mi abuelo [respetados sabedores]. Al igual que otras comunidades aquí, nuestro conocimiento como curripacos y custodios indígenas de la tierra se remonta varios milenios”, dice Carianil.

Esto incluye conocer el ciclo natural de cosecha de la Tierra y seguir la orientación de las estrellas para saber cuándo es el momento de sembrar, dice Carianil. El papel de las constelaciones lunares es primordial en su cosmología indígena para determinar el ciclo agrícola.

Desde la perspectiva de la agronomía, Guainía ofrece un terreno desafiante para los agricultores. Con todo, a lo largo de varias generaciones, las comunidades indígenas como curripaco, puinave, piapoco y tucano han perfeccionado sus prácticas para aprovechar al máximo el terreno escaso en nutrientes y producir altos rendimientos en sus cosechas en parcelas de terreno relativamente pequeñas. Tales sistemas de conocimiento son acumulativos y el resultado de generación de experiencias vividas almacenadas en la memoria colectiva y trasmitidas oralmente de padres a hijos.

Rubén Darío Carianil transporta un par de arbustos a su nueva ubicación. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.
Rubén Darío Carianil transporta un par de arbustos a su nueva ubicación. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.

“Sabía que, si podíamos aplicar ese conocimiento, tendríamos una oportunidad”, dice Carianil.

Con la ayuda del biólogo Mateo Fernández Lucero, director científico de LIWI, llevaron a cabo una serie de experimentos que combinaban el conocimiento ancestral y la teoría científica. Se identificó una parcela de terreno apta para la propagación y posteriormente se compró. Eventualmente, los dos hombres descifraron los secretos biológicos de la flor de Inírida. Esquejes de brotes laterales espaciados en un arriate elevado y un régimen hídrico a la medida produjeron los mejores resultados y lograron un índice de mortalidad por debajo del 1 % en su vivero dedicado a la flor de Inírida, mientras que, en otros lugares, algunas poblaciones amenazadas incluso fueron restablecidas.

“Cuando visitas, ni siquiera deberías notar que estás en el medio de una plantación”, dice Carianil.

La distribución es tan efectiva que las hileras, dispuestas diagonalmente, solo pueden apreciarse cuando las señalan: “Se supone que tienen la apariencia del entorno natural en el que crecen, que quiere decir en el entorno salvaje”, añade Fernández Lucero.

Gracias a los Cerros de Mavecure, Inírida se perfila lentamente como un destino turístico, aunque muchos siguen sin saber de su existencia. Los tres monolitos gigantes están ubicados a 50 kilómetros al sur de Inírida, en el río Atabapo, y son la principal atracción para los viajeros que quieren alejarse de los lugares más frecuentados.

Una flor de Inírida de invierno que crece en las sabanas de arena blanca. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.
Una flor de Inírida de invierno que crece en las sabanas de arena blanca. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.

La flor de Inírida crece a la sombra de los Cerros, uno de los epicentros más ricos en biodiversidad del mundo. Con 1,7 mil millones de años, también se encuentran entre las formaciones rocosas más antiguas del mundo. En concreto, la flor de Inírida encuentra refugio en las sabanas de fina arena blanca del sitio Ramsar Estrella Fluvial la designación lo convierte en uno de los humedales más importantes biológicamente del planeta. Los granos de arena casi polvorizados son el producto de un proceso de erosión de millones de años.

“Estas tierras tienen unas condiciones de fertilidad muy especiales, en las que predomina la ausencia de nutrientes; una fina capa superficial ofrece índices de fertilidad muy bajos, a menudo con concentraciones de aluminio muy altas”, dice Fernández Lucero. “Añade a eso las condiciones climáticas adversas de la zona que resultan en inundaciones, incendios y sequías. Estas flores han aprendido a adaptarse a su entorno inhóspito”.

Una investigación publicada por Fernández Lucero y sus colegas resalta que la concentración de metales nocivos era hasta seis veces mayor en las flores que en el suelo circundante, lo que sugiere que esta planta tiene una capacidad natural para extraer altos niveles de aluminio. Debido a esta resistencia, los investigadores concluyeron que la flor de Inírida “podría ayudar con la biorremediación y la descontaminación de los suelos afectados, de manera antropogenética, por este metal. Si se considera que el aluminio inhibe el crecimiento de la raíz y la proliferación de la mayoría de las plantas, esto sería una importante contribución ecológica para restaurar las zonas degradadas”.

El biólogo Mateo en un campo de flores de Inírida. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.
El biólogo Mateo en un campo de flores de Inírida. Imagen cortesía de Soraya Kishtwari para Mongabay.

Se protege a una y a muchas más

La flor de Inírida es, en términos de conservación, una especie paraguas: proteger a la Inírida permite conservar indirectamente a muchas otras plantas, a menudo menos carismáticas, incluida la palma Bactris campestris Poepp.

“Queríamos demostrar que era posible, incluso en un lugar como Guainía, contribuir a un modelo más verde y sostenible. Aunque también realista, porque no puede haber desarrollo sostenible si las personas tienen hambre; el hambre lleva a prácticas más invasivas y extractivas”, dice Fernández Lucero.

“Para reducir la presión sobre los recursos naturales locales —señala—, encuentras una forma de volver esos mismos recursos suficientemente productivos para un número máximo de personas vulnerables, de esa manera se garantiza la preservación del ecosistema”.

Si se sale de la “reserva productiva”, como se refiere Fernández Lucero a ella, hay evidencias abundantes del cambio antropogénico, con el uso del suelo transformándose para la construcción y el pastoreo. Aunque no hay nada que indique que la flor de Inírida está en riesgo de extinción, esta transformación del suelo en el corazón del territorio de la Inírida (que es por naturaleza muy reducido), representa una amenaza muy real a su supervivencia.

De vuelta al refugio fresco de LIWI, la última flor ha sido empaquetada, lista para ser enviada en el vuelo de mañana a Bogotá, donde el precio medio es de entre 4 000 y 5 000 pesos colombianos (alrededor de 1 dólar) por pieza. Sin embargo, si se compra directamente en Inírida, la flor de invierno se vende por 1600 pesos y la flor de verano, que es más pequeña, por 1000 pesos. LIWI normalmente vende 60 000 flores al año. En 2021, a pesar de la pandemia, vendieron 89 000.

Flores de Inírida de invierno empaquetadas y listas para ser enviadas. Imagen cortesía Soraya Kishtwari para Mongabay.
Flores de Inírida de invierno empaquetadas y listas para ser enviadas. Imagen cortesía Soraya Kishtwari para Mongabay.

Carolina Mora, todavía afectada por el trauma de ser desplazada de su tierra y su hogar, dice que la flor ha ayudado a transformar las vidas de su familia. En Inírida, donde el salario medio es de 40 000 pesos (poco más de ocho dólares) por un día entero de trabajo, Mora puede ganar 50 000 en solo la mitad de tiempo.

“Soy una mujer muy modesta. No tengo una gran educación”, dice, disculpándose. “Sin embargo, [a través de Inírida] he sido capaz de ayudar a enviar a mis hijos al colegio”.

La flor de Inírida se ha adaptado para sobrevivir contra todo pronóstico. A través de su domesticación, Akayú y LIWI buscan demostrar el potencial sin explotar de Guainía y ofrecer a la región una alternativa ecológica tan necesitada.

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