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Así se vivió el Fjällräven Classic 2025: 74 km en la Patagonia profunda en Chile
Con 74 kilómetros a través de la naturaleza indómita de la Región de Magallanes, el Fjällräven Classic Chile es algo que sale de la norma: Una travesía de cuatro días por los rincones menos transitados de la Patagonia austral, donde caminar se vuelve una forma de habitar el paisaje. Así se vive el Fjällräven Classic Chile, un trekking de larga distancia que invita a bajar el ritmo, ganar autonomía y conectar —paso a paso— con la naturaleza, el territorio y las personas que lo recorren. Cristian Risco y Tamara Núñez, ambos parte del equipo de Ladera Sur, fueron invitados a recorrer esta experiencia.
Quizás fue el color de la laguna lo que primero nos detuvo. Ese verde azulado del agua, contrastando con la exuberante vegetación que la rodeaba, resaltaba bajo los rayos de sol filtrándose entre las nubes. Había algo casi tropical en la escena, inesperado en medio de la Patagonia. Nos quedamos unos minutos allí, en la orilla de esa laguna escondida, con el sol calentándonos la espalda mientras el bosque nos resguardaba de los fuertes vientos patagónicos. Y pensé: «Qué ganas de simplemente zambullirme y quedarme aquí para siempre». Al final, entendí que la Patagonia ya se había quedado conmigo. Grabada en mi espíritu para siempre.

Era la última tarde del Fjällräven Classic Chile, un evento de senderismo de larga distancia que se realiza solo una vez al año y que este 2025 celebró su segunda edición. Desde Ladera Sur fuimos invitados a recorrer la ruta y ser parte de esta increíble travesía.
Durante cuatro días, un grupo de más de 400 personas recorrió a pie uno de los rincones más remotos de Magallanes, en una experiencia que invita a bajar el ritmo y dejar que sea el cuerpo —y el paisaje— el que marque el paso.

Organizado por la marca sueca de equipamiento outdoor Fjällräven, el Classic es un evento de trekking que nació en Suecia, impulsado por el propio fundador de la marca, con la idea de que otras personas pudieran experimentar la sensación de libertad que se vive al caminar por el sendero.
Éste se realiza todos los años en siete lugares del mundo —entre ellos Suecia, Alemania, Estados Unidos, Reino Unido, Chile, Dinamarca y Corea— y permite a participantes de distintas partes del planeta vivir una experiencia inmersiva en la naturaleza, caminando durante varios días por paisajes imponentes, cargando su propio equipo, cocinando en ruta y compartiendo el camino con otros amantes del aire libre.


En Chile, esta experiencia se despliega en los alrededores del Parque Nacional Torres del Paine, a través de territorios que quedan fuera del circuito turístico tradicional y que conservan una profunda sensación de lejanía y silencio.
La ruta cruza cuatro estancias, accesibles únicamente gracias a la logística del evento, donde los campamentos, las historias del territorio, la conservación y la cultura local se entrelazan, permitiéndonos asomarnos a lo profundo de una Patagonia más íntima y menos transitada.


Con la mochila al hombro y el pasaporte de trekking en mano, junto a Cristian Risco —diseñador y creador audiovisual de Ladera Sur— nos internamos en el corazón del sur patagónico, avanzando por paisajes que se transformaban día a día: bosques indómitos, montañas áridas y vistas abiertas a glaciares imponentes, condensados en un recorrido de 74 kilómetros y más de 2.665 metros de ganancia de elevación.
“Lo logramos”, me dice Cristian mientras iniciamos el último descenso hacia la meta, con una de las vistas más sobrecogedoras de toda la travesía desplegándose frente a nosotros. Con el cuerpo cansado, los pies adoloridos y el corazón lleno, avanzamos los últimos kilómetros antes de regresar, poco a poco, a las comodidades de la vida citadina.

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Ninguno de los dos pensaba que sería capaz de completar este desafío. Pero cuando caminas junto a desconocidos, inmersos en paisajes inhóspitos que te sobrecogen a cada paso, algo cambia: te atreves a ir más allá de lo que creías posible.
Esa es, quizás, una de las mayores virtudes del Fjällräven Classic: no exige una extensa trayectoria previa en senderismo, porque la experiencia está diseñada para acompañar y sostener a quienes se inician, con una logística y un sistema de seguridad que permiten avanzar con confianza. Sin embargo, que sea accesible no significa que sea fácil. La travesía es exigente, requiere preparación física, planificación y una disposición real a enfrentar varios días caminando en condiciones cambiantes. Justamente ahí radica su valor: en aprender a moverse en la montaña, ganar autonomía paso a paso y descubrir capacidades que muchas veces uno no sabía que tenía.


“El espíritu es invitar a todo tipo de personas, no necesariamente especialistas en actividades outdoor, a participar en un trekking de varios días, siendo autosuficientes, pero al mismo tiempo conectándose con la naturaleza y visitando lugares que quizás no podrían conocer si no fuera a través de la caminata. A la vez, otro foco importante es la conexión con el resto de las personas, ya que una de las gracias de este tipo de eventos es que participa gente de muchos países. Entonces, puedes conocer personas de tu mismo país, pero también otras culturas, y conocer la experiencia del trekking en otros países.”, comenta Hans Schäffer, gerente regional de Fjällräven para Latinoamérica.
La organización se encarga de definir la ruta, montar la infraestructura y proveer la alimentación; cada participante, en cambio, carga su propio equipo, arma su carpa y cocina en el campamento. Todo ocurre bajo una premisa clara y compartida: el respeto por el entorno. Cada residuo vuelve en la mochila y cada lugar se deja tal como fue encontrado, como si el paso por allí fuera apenas un susurro en el paisaje.

A lo largo del circuito aparecen los “checkpoints”, pequeñas pausas en el camino donde el pasaporte de trekking se va llenando de sellos que luego se transforman en recuerdos. También cumplen un rol clave para la organización, permitiendo llevar el registro de cada participante. En estas estaciones hay asistencia médica básica, algo rico para recargar energías y, después, volver a ponerse la mochila al hombro y seguir caminando.
Al final de cada jornada, luego de caminar entre 15 y 20 kilómetros, llegamos a los campamentos, que se convierten en un refugio necesario en medio de la inmensidad patagónica. La organización instala carpas-baño, dispone de asistencia médica básica y mantiene protocolos claros para responder ante cualquier emergencia, incluida la posibilidad de evacuación si fuese necesario. Son comodidades discretas pero fundamentales, que permiten recuperar fuerzas y enfrentar el día siguiente con mayor tranquilidad, sin perder en ningún momento la sensación de estar realmente inmersos en un territorio remoto.

El viaje comenzó en Puerto Natales, cuando todo el grupo se reunió a cenar en el hotel Noi Índigo Patagonia, en el último pueblo antes de internarse en los alrededores del Parque Nacional Torres del Paine. Allí, entre platos calientes y miradas expectantes, nuestros guías nos pusieron al día sobre el plan de los días que vendrían, marcando el punto de partida de una travesía que hasta entonces existía solo en la imaginación.
A la mañana siguiente, muy temprano —a las siete en punto— partimos rumbo a la línea de salida. El cielo estaba gris, con esa amenaza constante de lluvia tan propia de la Patagonia, aunque finalmente el agua nunca cayó. No hubo un pistolazo ni una largada ruidosa: solo el corte simbólico de una cinta y la salida pausada de los excursionistas, en pequeños grupos de tres o cuatro personas. Tras pesar las mochilas —la mía rondaba los 15 kilos, comida incluida— y tomarnos la foto grupal, comenzamos a caminar. Las primeras horas fueron amables, aunque bastó media hora para que el cuerpo empezara a sentir el peso real del desafío.


El sendero serpenteaba entre bosques de lengas, en pleno apogeo primaveral, con flores acompañándonos a cada paso: contamos al menos seis especies de orquídeas asomando entre la humedad del bosque. A ratos el camino se abría y dejaba ver el paisaje desde lo alto, como pequeñas ventanas al territorio que íbamos conquistando paso a paso.
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Ese primer día alcanzamos uno de los puntos más altos de toda la ruta y fue, sin duda, uno de los más intensos: el cuerpo adaptándose a la mochila, al peso y al ritmo. Con el paso de los días, la caminata se volvería más fluida, pero ese inicio marcó el verdadero umbral entre la vida cotidiana y el tiempo suspendido de la travesía.



A lo largo del recorrido, las Torres del Paine acompañan cada paso como un telón de fondo constante. Mientras que, frente a nuestros ojos se suceden lagos de aguas turquesa, glaciares que asoman a la distancia, arroyos cristalinos que cruzan el sendero, bosques patagónicos azotados por el viento y valles amplios, esculpidos por el hielo. Todo compone un paisaje de una belleza indómita, que parece suspendido en el tiempo.

Durante los días de travesía, el clima fue un aliado inesperado: aunque el primer día el cielo gris y los pronósticos anunciaban lluvias persistentes, la lluvia nunca llegó. En su lugar, nos tocaron jornadas luminosas, con un sol radiante y vistas despejadas de las Torres. Solo los últimos dos días aparecieron los vientos intensos, tan característicos de Magallanes, pero nada que no estuviéramos preparados para enfrentar. Incluso entonces, el paisaje se mantuvo imponente, componiendo una escena de belleza indómita, casi intacta, que parece suspendida en el tiempo.


Cabe señalar que durante la travesía nos acompañaron increíbles guías locales —Jacqui, Roca y Roberto Carlos—, quienes, paso a paso, nos iban compartiendo conocimientos sobre la flora, la fauna, la geología y la historia de estos valles. Así nos explican que gran parte de los paisajes de Magallanes se formaron durante las glaciaciones del Pleistoceno, en especial durante la última, cuando extensos campos de hielo cubrieron montañas y valles, modelando el territorio con una fuerza lenta pero implacable.
En esta zona austral, el retroceso de los glaciares ocurrió relativamente tarde, por lo que la huella del hielo sigue siendo especialmente visible en la forma de valles en U, lagos, morrenas y paredes rocosas pulidas. Aunque hoy el viento y el agua continúan actuando, la estructura profunda del paisaje es mayoritariamente de origen glaciar.



Se trata, además, de un territorio geológicamente joven: el tiempo transcurrido desde la retirada del hielo ha sido insuficiente para que se desarrollen suelos profundos. La roca aflora cerca de la superficie, la capa de tierra es delgada y fragmentada, y los bosques crecen aferrados a pocos centímetros de suelo, adaptados a un paisaje que aún conserva, de forma evidente, la memoria del hielo.
Vale señalar que, más allá de la caminata, el Fjällräven Classic refleja un compromiso profundo con el cuidado del medio ambiente y la educación ambiental, algo que se hace tangible a lo largo de toda la ruta.


Las estancias privadas por las que avanzamos —entre ellas la Estancia Cerro Guido, la más grande de la zona con cerca de 100 mil hectáreas— hoy son también territorios donde se desarrollan activamente iniciativas de conservación. Cerro Guido combina prácticas de ganadería sostenible con el trabajo de la Fundación Cerro Guido, enfocada en la conservación natural y cultural de la Patagonia, la educación a través del turismo y proyectos de investigación de largo plazo en el área de Torres del Paine.
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Ese espíritu se refuerza cada día al llegar a los campamentos, donde se realizan charlas que amplían la experiencia: el primer día sobre flora y fauna local; el segundo, sobre conservación y el trabajo de la fundación; y el tercero, una conversación íntima en torno a la cultura del mate en la Patagonia chilena.
Son instancias que transforman la travesía en algo más que un recorrido escénico: permiten comprender el territorio, acercarse a sus tradiciones y entrar, poco a poco, en la identidad profunda de este lugar. Un tipo de turismo distinto, que no se queda solo en el “qué bonito”, sino que invita a conocer, respetar y conectar de verdad con el paisaje que se recorre.


También me sorprendió que, si bien se trata de un evento que reúne a cientos de personas, en la práctica la experiencia se siente sorprendentemente íntima. En el camino, los grupos se dispersan, cada cual avanza a su propio ritmo y no es raro caminar largos tramos en silencio, sintiéndose completamente a solas en medio del paisaje patagónico.
Podría pensarse que una travesía de esta escala implicaría un alto impacto ambiental, pero esto no es así: el respeto por el entorno es una regla compartida. No vimos basura en el sendero ni en los puntos de descanso, y esa ética colectiva —de hacerse cargo incluso de la microbasura— termina operando como un compromiso silencioso entre quienes caminan. Una demostración de que un evento multitudinario también puede convivir con el cuidado del territorio que lo acoge.

“Trabajamos con la Fundación Leave No Trace, y por eso, cuando se entrega el kit de bienvenida, también se incluye una bolsa llamada “trash bag”, que es donde cada persona debe guardar toda su basura. Uno de los pilares fundamentales para desarrollar este tipo de eventos es dejar los lugares en mejores condiciones de cómo se encuentran. Para nosotros eso es muy, muy importante. Al mismo tiempo, se desarrollan acciones concretas, por ejemplo, en el uso de los baños: por eso se instalan carpas de baños y también se entrega tu bolsa para para defecar. Todo está muy bien cuidado en ese sentido y se desarrolla de manera muy apegada a las reglas, para que el Leave No Trace se aplique de la mejor forma posible”, nos cuenta Hans.


En el camino se encuentran personas de distintas partes del mundo, que llegan hasta aquí movidas por el amor a la naturaleza, la montaña y la vida al aire libre. La travesía se vuelve entonces un espacio de encuentro, donde se comparten jornadas de marcha, campamentos, conversaciones y silencios.
Durante esos días, junto a Cristian, forjamos una amistad profunda con un grupo de caminantes latinoamericanos —unas chicas colombianas, un panameño y un peruano— con quienes formamos una pequeña comunidad que nos acompañó hasta el final. Entre cafés colombianos compartidos, historias intercambiadas y risas al caer la tarde, fue naciendo una amistad de esas que solo se dan en la montaña, cuando una misión colectiva no solo une pasos, sino también corazones.


El recorrido culmina en el Hotel del Paine, a orillas del río Serrano y rodeado de montañas, muy cerca del Parque Nacional Torres del Paine. Un lugar tranquilo, con vistas panorámicas a las Torres, que marca el final de la travesía. Allí se cruza la meta, se estampa el último sello en el pasaporte de trekking y llegan los gestos que sellan el logro: un pin, una pulsera, una medalla y el abrazo silencioso de haber llegado. También hay comida caliente y cervezas frías, el descanso inmediato que el cuerpo agradece después de tantos kilómetros.
Más tarde, la experiencia se cierra con una fiesta sencilla y profundamente patagónica, dentro de una gran carpa en el patio del hotel. Uno llega exhausto, con el cuerpo rendido, y todo está dispuesto para eso: descansar, compartir, celebrar. Es el cierre perfecto para una travesía intensa y completa, que no solo se camina, sino que se vive de principio a fin.



El Fjällräven Classic no busca conquistar la montaña, sino acercarse a ella. Caminarla, comprenderla y aprender a moverse en su interior. Es un desafío físico, sin duda, pero también cultural y personal. Una experiencia que demuestra que la alta montaña puede ser accesible, segura y profundamente transformadora cuando se recorre con tiempo, conocimiento y cuidado.
Al final del camino, lo que queda no es solo haber completado 74 kilómetros, sino la sensación de haber sido parte —aunque sea por unos días— de un territorio que sigue siendo salvaje, inmenso y vivo.

















Tamara Núñez