Hoy los caminos asfaltados y sinuosos reemplazaron a las antiguas huellas que usaban los tiwanakus, incas, aymaras, lickanantay, quechuas, conquistadores españoles y arrieros para llegar a estas tierras, pero de seguro la sensación que produce el llegar al altiplano sigue siendo la misma. Parece irreal ir subiendo en medio de una infinita extensión de lomas áridas, para encontrarse de improviso con bofedales, llaretas, riachuelos, lagunas, salares, montañas nevadas, decenas de camélidos y aves, y una enorme y vibrante paleta de colores.  

Vicuña. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Vicuña. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

Un territorio difícil de habitar y de explorar por sus condiciones extremas. El Altiplano es, junto al Tíbet, una de las mayores mesetas elevadas de la tierra con una altura promedio de casi 4.000 m sobre el nivel del mar. Se ubica en los Andes Centrales y es un territorio compartido por Argentina, Bolivia, Chile y Perú. Tiene unos 300 km de ancho y 1500 de largo, extendiéndose desde la región de Ayacucho, Perú, hasta Copiapó, Chile.

Esta altitud tiene implicancias en una serie de factores, como una presión atmosférica 40% inferior al valor observado a nivel del mar, o un 35% inferior en la densidad del aire, lo que se traduce en menor concentración de oxígeno y, por ende, efectos fisiológicos en personas y animales no adaptados a este ambiente: el llamado mal de altura. También aumenta la radiación ultravioleta (20% mayor que a nivel del mar) y las temperaturas disminuyen considerablemente, incluso a varios grados bajo cero en invierno.

Vizcacha. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Vizcacha. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

Quizás, uno de los aspectos más singulares de estas tierras es que no se rige por las mismas condiciones de precipitaciones que en el resto de Chile. “Las lluvias en todo el país, vienen desde el océano Pacífico, salvo en el Altiplano, que está condicionado por el Amazonas. Es decir, el agua que llega al Altiplano proviene de la evaporación en selvas de Brasil o Bolivia, donde, por efecto de los vientos, logra cruzar la Cordillera de Los Andes, para caer en las grandes cumbres, lo que finalmente alimenta los ecosistemas del altiplano y del desierto. Además, la época de precipitaciones tampoco coincide con el resto de Chile. Aquí llueve en el verano, lo que se conoce como invierno boliviano o lluvias estivales”, explica Antonio Tironi, biólogo y doctor en Ecología y Biología Evolutiva.

Flamencos. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Flamencos. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

La tierra de los bofedales

Uno de los ecosistemas más particulares del altiplano son los bofedales, humedales tipo turberas que se caracterizan por su continua saturación de agua. Por ello tienen un rol muy importante asociado al ciclo hidrológico, ya que son verdaderas esponjas que retienen las aguas lluvias en napas subterráneas y permiten mantener el recurso hídrico durante todo el año. Pero esta agua no solo irriga el altiplano, sino que también desciende de manera subterránea o a través de riachuelos a zonas precordilleranas y ciudades costeras.

Por supuesto agua es sinónimo de vida, por ello, los bofedales concentran la mayor cantidad de biodiversidad del altiplano, tanto en fauna como en flora. En torno a ellos es frecuente ver grandes concentraciones de camélidos (silvestres y domésticos) y una gran variedad de aves y anfibios.

Vista áerea bofedales. Créditos: ©Mateo Barrenengoa
Vista áerea bofedales. Créditos: ©Mateo Barrenengoa

Los bofedales, además, son importantes reservorios de carbono. “Son tan importantes como las turberas de Magallanes, los pomponales de Chiloé o las tuberas del Ártico”, asegura Roberto Chávez, académico de la PUCV e investigador del Núcleo Milenio en Turberas Andinas (AndesPeat). Los bofedales al estar en constante saturación de agua acumulan materia orgánica en capas por miles de años. “Incluso hemos encontrado bofedales con más de 10 metros de profundidad”, agrega Roberto.

Usualmente se considera a los bofedales como ecosistemas naturales independientes de la vida humana, donde los pastores son meros usuarios pasivos de estos. Sin embargo, la realidad es bastante diferente, ya que por siglos los pastores han desarrollado formas de conocimiento y prácticas de manejo de los bofedales destinadas a conservarlos, mejorarlos, expandirlos y adaptarlos a situaciones adversas. “Desde tiempos prehispánicos las comunidades indígenas los utilizan para el pastoreo de camélidos, como llamas y alpacas. Hay muchos que existen por sí mismos, pero hay otros donde los pastores los gestionan a través de prácticas riego, prácticas de manejo, manejo del fuego, etc. Es tan imperceptible que muchas veces no logras identificar qué es natural o qué fue coproducido, por ejemplo, ves pequeños riachuelos y crees que son naturales, pero fueron hechos por personas dedicadas a la ganadería. Es prácticamente una jardinería invisible”, cuenta Manuel Prieto, Profesor Titular de la Universidad de Tarapacá y director del Núcleo Milenio en Turberas Andinas (AndesPeat).

Bofedales. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Bofedales. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

Los Núcleo Milenio son programas financiados por el Ministerio de Ciencias que reúnen a profesionales de diferentes áreas e instituciones para investigar temas complejos. En este caso, reúne a 7 investigadores principales que tienen la misión de evaluar la interacción de diversos factores naturales y sociales en las transformaciones de los bofedales, entendiéndolos como sistemas socio-hidrológicos.

“Muchos de estos bofedales si se dejan de gestionar se van a secar por completo y otros se van a degradar. Para las políticas de conservación esto es muy importante, porque te lleva a tomar medidas sobre la base de la inclusión y no de la exclusión. La perspectiva clásica de la conservación es cerrar, porque se entiende que las personas destruyen la naturaleza. Acá es todo lo contrario, si no tienes a las personas estos ecosistemas se degradan”, explica Manuel.

Bofedales. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Bofedales. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

Lamentablemente, las noticias no han sido buenas para los bofedales. Grandes extensiones se han degradado por diferentes causas: la falta de manejo por la migración de personas de altiplano a áreas urbanas, por disminución de precipitaciones y, por cierto, la extracción de agua por parte de la industria minera.

Existen diversos estudios de cómo la minería ha afectado a estos ecosistemas, el más reciente es un estudio publicado este año, donde se hizo un análisis de 442 bofedales en la macrozona de producción de cobre, usando imágenes satelitales entre los años 1986 a 2018. “Estudiamos los bofedales de la Región de Antofagasta y analizamos los bofedales en función de puntos de extracción de agua. No encontramos en tiempos recientes un área particular que esté siendo particularmente afectada por alguna industria, pero sí descubrimos que donde están concentrados los derechos de agua, no existen bofedales verdes en los últimos 40 años. Hay bofedales verdes arriba y debajo de donde se concentran los derechos de agua. Aún no lo sabemos, pero seguramente antes de la aparición de los satélites, sí había bofedales verdes ahí”, explica Roberto Chávez.

Lago Chungará, Parque Nacional Lauca. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Lago Chungará, Parque Nacional Lauca. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

El árbol que desafía la altura

A diferencia de los grandes árboles centenarios que se pueden ver en bosques del sur, con diámetros de 4 metros o alturas que sobrepasan los 30 metros, la queñoa (Polylepis tarapacana) mide entre 3 y 7 metros de altura y su tronco no sobrepasa los 60 cm de diámetro, por lo que fácilmente se puede subestimar y creer que es solo un árbol más. Sin embargo, tiene atributos de sobra para considerarse uno de los árboles más singulares de nuestro país.

En primer lugar, es la especie arbórea que crece a mayor altitud a nivel mundial, con individuos que desafían las condiciones climáticas y de oxígeno para desarrollarse entre los 4000 y 5200 metros sobre el nivel del mar. En segundo lugar, puede llegar a vivir más de 700 años, siendo una de las especies más longevas del país, detrás del alerce, ciprés de la cordillera, araucaria, ciprés de las guaitecas y el mañío, todos de la zona sur de Chile, donde abundan las precipitaciones.

Queñoa. Créditos: ©Ducan Christie
Queñoa. Créditos: ©Ducan Christie

En tercer lugar, es considerado por los científicos como un excelente archivo natural. De hecho, el estudio de los anillos de crecimiento de la queñoa ha permitido reconstruir el clima en el Altiplano a partir del año 1300. “Este árbol vive al filo de lo que fisiológicamente es capaz de soportar para crecer, entonces cualquier variación en el ambiente, queda muy bien reflejada en sus anillos de crecimiento, siendo un archivo de gran fidelidad del pasado. Sabemos que el agua es un factor limitante para el crecimiento de estos árboles y que, a partir de la década del 30, comienza una tendencia de baja sostenida en el crecimiento de estos árboles por disminución del nivel de precipitaciones. De hecho, en los últimos 30 años han crecido menos que en cualquier momento previo de los últimos 700 años”, asegura Duncan Christie, Doctor en Ciencias Forestales y académico de la Universidad Austral de Chile.

Duncan explica que el análisis de los últimos mil años ha permitido determinar, por ejemplo, que en el Altiplano se presentan sequías que han durado más de 100 años. “Ante el aumento de la demanda por recursos hídricos, estos estudios de reconstrucción del clima nos muestran que debemos estar preparados para enfrentar sequías que en esta zona pueden durar más de un siglo. Un panorama que se puede acrecentar por el cambio climático”, afirma.

Queñoa y bofedales. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Queñoa y bofedales. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

Actualmente, este árbol está catalogado como vulnerable en su estado de conservación, ya que tuvo una fuerte presión como combustible a principios del siglo XX por parte de la minería del azufre. Hoy está prohibida su tala, pero las comunidades sí pueden usar su madera cuando el árbol está muerto, la cual puede durar más de 400 años sin podrirse.

La queñoa ha sido una de las grandes pasiones para Andrés Huanca, aymara, agrónomo, nacido y criado en las cercanías de Putre, y guardaparques en el Monumento Natural Salar de Surire. Por años ha trabajado en viveros la propagación de este árbol y otras especies altiplánicas. “Para nosotros es como un árbol sagrado, porque está presente en nuestras construcciones, medicina, calefacción. Comencé hace años a producir árboles en un vivero en Putre y la gente comenzó a conocerla y valorarla. Antes la gente compraba árboles exóticos, pero ahora está prefiriendo lo local. Esa es mi esperanza para esta especie”, cuenta.

Queñoa. Créditos: ©Ducan Christie
Queñoa. Créditos: ©Ducan Christie

La presión del cambio climático

Los estudios sobre el cambio climático en el altiplano son claros: se estiman aumentos significativos de las temperaturas y disminución de las precipitaciones. Tampoco se descartan fenómenos de precipitación extrema, con lluvias torrenciales en breves periodos de tiempo, pudiendo generar crecidas súbitas en los cauces e, incluso, aluviones con el consecuente impacto social y ambiental.

Lago Chungará, Parque Nacional Lauca. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Lago Chungará, Parque Nacional Lauca. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

“Encontramos que el 43,6% de toda la vegetación del país tiene un alto riesgo climático de los Modelos de Circulación Global bajo un escenario de altas emisiones. En otras palabras, esto indica que las condiciones futuras del clima van a forzar fisiológicamente a estos tipos de vegetación, ya que sobrepasan los umbrales de temperatura y precipitación a las cuales las plantas se han adaptado históricamente, y esto sucederá en un plazo breve de tiempo”, asegura Andrés Muñoz, académico de la Facultad de Ciencias Agronómicas de la U. de Chile, quien modeló escenarios de impacto hacia el período 2061-2080. Según su estudio, en el caso específico del altiplano, el 80 por ciento de la vegetación de estepa altiplánica y más del 90 por ciento de los salares se encuentran en alto riesgo climático.

Bofedales y queñoas tampoco estarían exentas de peligro. Ya hemos dicho que la formación y sostenibilidad de los bofedales depende de la disponibilidad de agua, por lo tanto, son extremadamente sensibles a cualquier variación.  

Lago Chungará, Parque Nacional Lauca. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Lago Chungará, Parque Nacional Lauca. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

En el caso de las queñoas, se ha demostrado que pueden sobrevivir a grandes periodos de sequía, pero la incógnita es si lograrán adaptarse a cambios más extremos. “La queñoa es super resistente, pero no tanto para sobrevivir un cambio tan fuerte. Nosotros estamos acostumbrados a la variabilidad climática, con años secos y años lluviosos, pero ahora los cambios se harán permanentes y ya hemos visto que las queñoas no se recuperan como antes. No hay mucho recambio de árboles, porque hay menos precipitaciones y se mueren los árboles pequeños”, asegura Andrés Huanca.

Salares, los ecosistemas más codiciados  

Hace millones de años existieron grandes lagos en esta extensa zona, los que se fueron fragmentando y evaporando, hasta formar los salares. La condición para la existencia de un salar es que la cuenca sea cerrada (endorreica) y que la evaporación sea mayor que el flujo de agua desde el exterior. Al evaporarse el agua, van quedando las sales que se arrastran por escorrentía, por lo que es posible encontrar litio, cloruros, sulfatos, nitratos, boratos, entre otros elementos.

Laguna Roja, Región de Arica y Parinacota. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Laguna Roja, Región de Arica y Parinacota. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

Al menos se cuentan 59 salares andinos y preandinos en el norte del país, los que se extienden hasta la altura de Copiapó. A pesar de su alta salinidad, es importante aclarar que no son espacios inertes, sino que en ellos abundan las aves, en especial los tres tipos de flamencos que habitan en Chile, y millones de microorganismos. Inclusive, cada salar tendría una “huella digital” microbiana distintiva, refugiando comunidades únicas, varias de las cuales son endémicas de estos sistemas extremos.

El estudio de estos microorganismos llamados extremófilos -por sobrevivir en condiciones ambientales extremas- se considera clave desde el mundo científico. Los extremófilos muestran cómo fue la vida en la Tierra en sus comienzos, cuando no había ozono, ni oxígeno y predominaba el dióxido de carbono, el metano y el amoniaco. En ese ambiente surgió la vida, en forma de protobacterias, que formaron colonias, captaron el dióxido de carbono y liberaron oxígeno a lo larga de millones de años. Oxigenaron el planeta, desencadenando con ello la posterior explosión de la biodiversidad y, por ende, nuestra propia existencia.

Laguna Roja, Región de Arica y Parinacota. Créditos: ©Mateo Barrenengoa
Laguna Roja, Región de Arica y Parinacota. Créditos: ©Mateo Barrenengoa

Los extremófilos no solo sirven para estudiar cómo fue la Tierra primitiva y cómo se desarrolló la vida, sino que en ellos podría estar la respuesta a una serie de problemáticas ambientales como limpiar ambientes contaminados o procesos de adaptación a la sequía, e, incluso, se estudian para aplicaciones médicas, como obtener nuevos antibióticos, tratamientos para el cáncer o enfermedades degenerativas, tal como se ha descubierto en otros organismos que viven en condiciones extremas, como en la Antártica.

“Vivimos en un planeta microbiano, a veces se nos olvida o desconocemos los propios orígenes del lugar donde habitamos. Los salares y humedales altoandinos son ecosistemas dominados por vida microbiana, sostienen las tramas tróficas y se desarrollan bajo condiciones extremas. Por lo tanto, cualquier cambio a los equilibrios de un salar tiene consecuencias enormes para la biodiversidad y mantención de los ecosistemas”, explica Cristina Dorador, exconstituyente, activista y microbióloga especializada en salares.

Salar Surire, comuna de Putre, Región de Arica y Parinacota. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Salar Surire, comuna de Putre, Región de Arica y Parinacota. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

La investigadora ha señalado en diferentes investigaciones y conferencias que los salares se encuentran en peligro de extinción por efectos de las compañías mineras, quienes han explotado las aguas subterráneas y salmueras de los salares. La razón principal es la obtención de litio, catalogado como “mineral crítico”, término que se utiliza para referirse a minerales de gran importancia económica para una industria, país o área geográfica en particular y que están en riesgo de escasez de suministro. Estos minerales críticos, además, se consideran fundamentales para la descarbonización y transición energética global, pasando del uso de combustibles fósiles a la electromovilidad.

Uno de los problemas es que existe un desbalance entre las ambiciones climáticas globales y la disponibilidad de estos minerales. De hecho, un reporte publicado por la Agencia Internacional de Energía estima que la demanda de litio crecerá 42 veces si se alcanzara el objetivo de “cero emisiones” antes del año 2040. Sin embargo, la mayor parte del litio del mundo se extrae en América del Sur, específicamente en el “Triángulo del Litio”, una zona que comparte Chile, Bolivia y Argentina. En Chile se estima que unos 14 salares son prioritarios para la explotación de litio, de los cuales la mitad se encuentran en áreas protegidas por el Estado.

Salar Surire, comuna de Putre, Región de Arica y Parinacota. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer
Salar Surire, comuna de Putre, Región de Arica y Parinacota. Créditos: ©Evelyn Pfeiffer

“La demanda de minerales para esta transformación es altísima, tanto que pone en riesgo ecosistemas frágiles y únicos como los salares. Sin duda todos necesitamos del litio, la pregunta es cuánto necesitamos. Si se ve desde la óptica del mercado y el crecimiento económico, la curva se vuelve infinita sin considerar que vivimos en un planeta finito. Se están desarrollando técnicas de extracción directa de litio sin tener que evaporar miles de litros de agua al día, sin embargo, hasta ahora no hay aplicaciones industriales. Puede que lleve algunos años más implementar esta tecnología. A pesar de ello, es crucial reflexionar sobre los consumos y los límites planetarios. ¿Qué planeta recibirán nuestros hijos y nietos? El futuro está lleno de incertidumbre, por lo mismo, más que nunca debemos tener conversaciones honestas, diversas y abiertas sobre el futuro”, sentencia Cristina.

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