Especial | Panamá | Cocobolo: el árbol que comunidades indígenas intentan rescatar del exterminio en Panamá
Especial Árboles de Latinoamérica: Los árboles que no queremos perder | Como varios de los árboles del género Dalbergia, el cocobolo produce una madera densa, rojiza y brillante, muy apreciada para la construcción de instrumentos musicales, pero también usada en la fabricación de muebles. En Panamá, la extracción desmedida del cocobolo para exportar su madera a China provocó que las poblaciones de Dalbergia retusa se llevaran casi al exterminio. En las selvas del país centroamericano encontrar hoy un árbol adulto de esta especie es casi una misión imposible. Cuando en la selva aún se miraban cocobolos adultos, los wounaan usaban su madera para crear los bastones que acompañaban sus rituales de sanación. Ahora, ellos y los emberá intentan rescatar a las poblaciones de este árbol. Revisa la nota de Mary Triny Zea, en colaboración con Mongabay Latam.
En la selva del Darién, al este de la ciudad de Panamá, las tonalidades del verde se entrelazan formando un espeso follaje. En algún tiempo esa imagen parecía inacabable. Desde hace poco más de una década, comenzaron a ser más comunes los espacios en donde la ausencia de enormes árboles provoca que se rompa la espesura. Los restos de esos colosos ahora están muy lejos de aquí.
Entre los árboles que han arrancado de esta selva destaca una especie que solo puede encontrarse en Centroamérica, porque no crece en ninguna otra parte del mundo: la ciencia la nombró Dalbergia retusa, pero en estas tierras se le conoce como cocobolo.
En Panamá, las poblaciones de cocobolo se extendían por las provincias de Coclé, Colón, Darién, Los Santos y en la ciudad de Panamá. Hoy es casi una misión imposible encontrar cocobolos adultos en lugares como la selva del Darién. Las fotografías que hay de ellos ayudan a dar una idea del porte que tiene este árbol que pertenece a la familia de las leguminosas (Fabaceae).
Cuando un cocobolo tiene entre 40 y 50 años alcanza una altura de hasta 25 metros; su tronco, con una tonalidad gris en su corteza y con un interior de color rojizo, puede llegar a los 70 centímetros de diámetro. Quien se coloque de pie frente a este árbol tendrá dificultades para distinguir su amplia copa. Sus flores, pequeñas y blancas, brotan en racimos. Basta una leve brisa para que su vaina deje escapar las semillas que parecen frijoles aplastados, de color chocolate y aceitunados.
Quienes buscan este árbol en la selva no son atraídos por sus flores y menos por sus semillas. Su fijación está en el tronco, en la pesada madera que posee un vibrante tono rojizo, con vetas que van del marrón oscuro a negro, y que brilla gracias a sus aceites naturales.
Varias de las especies del género Dalbergia son tumbadas sin ningún control para explotar su madera. Eso los ha llevado a disminuir a casi nada sus poblaciones. En Panamá esa es la situación que hoy padece la Dalbergia retusa.
Desde 2016, el cocobolo se incluyó en la Lista de la Flora y Fauna en Peligro de Extinción de Panamá, como una especie En Peligro. Para 2019, se sumó a la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) en la categoría de En Peligro Crítico, es decir está a un paso de la extinción.
En el documento que elaboraron los científicos de la UICN para argumentar por qué este árbol está críticamente amenazado se explica que las reducciones causadas por la tala ilegal han sido particularmente intensas en los últimos seis años, “la extracción de madera se dirige a los individuos más grandes y maduros, lo que reduce la cantidad de árboles con semilla”.
Además, los investigadores advierten que la capacidad de regeneración también se reduce, “ya que hay menos hábitat disponible para el crecimiento y establecimiento de Dalbergia retusa”, una especie de bosque seco tropical, un hábitat que ha ido en declive durante los últimos siglos. Tan solo en Panamá su extensión ha disminuido en un 65 %, sobre todo por la expansión de la agricultura y la ganadería.
“El cambio de uso del suelo y el comercio internacional de madera continúan amenazando a la especie”, señalan los investigadores que hicieron el reporte para la UICN. Ellos dan un dato que permite dimensionar lo rápido que se puede acabar con una especie: en las últimas tres generaciones, la población de Dalbergia retusa ha disminuido en más del 80 %.
Arrasar a una especie
¿Es posible que acciones llevadas a cabo durante la Revolución Cultural china puedan repercutir en la salud de la población de un árbol de Centroamérica? Aquel movimiento sociopolítico de los años sesenta destruyó infinidad de muebles antiguos construidos también con maderas de especies del género Dalbergia. Y desde hace un par de décadas, la nueva clase media del país asiático se empeña en recuperar estos muebles ahora con madera de cocobolo.
La Dalbergia retusa es una de las 33 especies nombradas como árbol productor de Hongmu —madera dura y roja—, para su uso en la fabricación de muebles tradicionales chinos de estilo de las dinastías Ming y Qing.
Y es que la madera de cocobolo, además de tener llamativas tonalidades rojizas, es una de las más resistentes. De entre 115 maderas probadas, la de Dalbergia retusa fue la segunda de mayor firmeza contra termitas y hongos, de acuerdo con información que difunde el Biomuseo de Panamá. Por ello también se usa para decorar los interiores de lujosos vehículos o yates.
Esa resistencia y, sobre todo la sonoridad que posee ha llevado a que la madera de cocobolo también sea apreciada por quienes construyen y hacen sonar guitarras o violines.
Hace diez años, una tonelada de madera de cocobolo se ofertaba entre 1000 y 3000 dólares, “y un árbol podría dar unas tres toneladas de madera”, comenta Elilbardo Membache, dirigente de la Reserva de Tierras Colectivas Arimae, Emberá Purú, en la provincia de Darién, a 210 kilómetros de la capital de Panamá.
Los altos precios de la madera fueron el motor que impulsó la tala descontrolada del cocobolo.
“Cuando [los madereros] se dieron cuenta del valor comercial de la especie hubo un momento difícil, empezaron a comprar cocobolo por toneladas, incluso se llevaban hasta la raíz. Se dio el hurto de madera hasta en las noches por gente de afuera, no indígenas”, asegura Membache.
En ese entonces, muchos indígenas se enteraban de que los cocobolos habían sido derribados cuando acudían al monte y encontraban los huecos en donde antes se levantaban enormes árboles. “Todo lo que olía a cocobolo era arrasado”, recuerda el dirigente de la Reserva de Tierras Colectivas Arimae. “Se metían con equipos pesados, sacaban, nos robaban, nos saqueaban y se llevaban la madera. Pasó aquí y por eso la cantidad de cocobolo que teníamos en la reserva ya no lo hay”.
También hay quienes mencionan que a las comunidades llegaban personas que eran conocidas como intermediarios y que estaban financiadas por asiáticos; ellos reservaban los árboles en pie y pagaban 400 dólares por cada uno.
Cocobolo que termina en China
En Panamá, el auge de la extracción de cocobolo para enviar su madera a China fue entre los años 2011 y 2015. Así lo aseguran las investigadoras Ella Vardeman y Julie Velásquez Runk, en un artículo científico publicado en septiembre de 2020. Buena parte de esta extracción, destacan, se realizó en forma ilegal.
“Los árboles eran talados y luego con cables llegaban los helicópteros a llevárselos. Fue en la serranía darienita, en zonas de muy difícil acceso. Eso ocurrió entre 2012 y 2014”, asegura Hermel López, quien fue presidente de la Asociación de Profesionales de Darién, para el Desarrollo Integral y Sostenible.
En abril de 2014, por ejemplo, en el Puerto de Balboa —en el Pacífico panameño— autoridades detectaron 13 contenedores llenos con troncos de cocobolo, que se pretendían hacer pasar como “chatarra” y que tenían como destino China, según la documentación presentada. El cargamento tenía un valor de aproximadamente 4 millones de dólares en el mercado chino.
Desde 2014, la extracción y movilización del cocobolo se prohibió en Panamá. En 2015, las autoridades ambientales suspendieron las solicitudes de extracción forestal de Dalbergia retusa en Panamá Este y Darién. Las investigadoras Ella Vardeman y Julie Velásquez señalan en su artículo que estas políticas gubernamentales tenían lagunas que facilitaron “el lavado” de troncos ilegales.
“Los madereros aprovecharon las lagunas políticas y extrajeron cada vez más árboles y madera de las tierras indígenas boscosas”, señalan las investigadoras.
Además, la Convención sobre Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES) incluyó a la Dalbergia retusa en el Apéndice II en 2017, aunque dos años después flexibilizó esa inclusión para dar cabida a la fabricación de instrumentos musicales. “Esto permite talar legalmente pequeñas cantidades de Dalbergia y facilita el blanqueo de madera ilegal para convertirla en madera legal”, resaltan Vardeman y Velásquez.
Desde diciembre de 2022, Panamá suspendió la emisión de los permisos de exportación CITES para todo tipo de espécimen de cocobolo recolectado en medio silvestre. Aun así, la tala ilegal de Dalbergia retusa continúa.
Los efectos de la explotación sin control
La investigadora Julie Velásquez Runk, directora del Programa de Estudios de Ambiente y Sustentabilidad de Wake Forest University, de Estados Unidos, comenzó a trabajar con las comunidades wounaan desde 1996. En ese entonces, la madera de cocobolo solo era utilizada por los indígenas para tallar figuras de animales.
Rigoberto Quiróz, un indígena wounaan de 40 años y tez cobriza, es uno de los artesanos que aún talla figuras en madera de cocobolo. En 25 días, por ejemplo, transformó una raíz de Dalbergia retusa en un toro del tamaño de un vaso, pero tan pesado como un bloque de cemento. Esa pieza tiene un costo de 80 dólares.
“Como ya no hay madera de cocobolo en el Darien, estoy buscando tallar en otras maderas como cedro, caoba o teca”, cuenta Quiróz.
“Las comunidades lo aprovechan sin talarlo, utilizando los troncos caídos… Así lo hicieron durante muchos años, eso favoreció la conservación de árboles maduros”, explica la investigadora Velásquez Runk. Buena parte de esos ejemplares adultos que se conservaron durante años son los que fueron talados durante la época en que aumentó la demanda de madera de cocobolo en China.
La explotación sin control del cocobolo ha tenido diversos efectos en las selvas de Panamá. Velásquez Runk menciona que los caminos que se abrieron en el bosque se han utilizado para sacar otros árboles como el bálsamo (Myroxylon balsamum) o el almendro (Terminalia catappa). “Eso cambia el microambiente del lugar y es más fácil que los bosques se sequen”, comenta la investigadora que también alerta: esos bosques saqueados se hacen más vulnerables a los incendios. ¿Cuántos de esos cocobolos adultos quedan aún? ¿Cuál es el estado actual de la población de Dalbergia retusa? No hay datos oficiales que permitan responder a esas preguntas. Al menos el Ministerio de Medio Ambiente no cuenta con esas cifras, de acuerdo con la respuesta que dio a una solicitud realizada por Mongabay Latam.
Defender un territorio y un árbol
Los indígenas wounaan tallan la madera de cocobolo para crear los bastones usados en sus rituales de sanación. “Estos bastones tenían un poder espiritual, se hacían con figuras de sapos, culebras, anfibios y cada uno tenía un significado. Lo usaban nuestros viejos, los jaibaná, para ceremonias”, explica Elilbardo Membache, dirigente de la Reserva de Tierras Colectivas Arimae.
Con un canto sostenido y rítmico, su bastón de cocobolo en la mano izquierda y una palma en la mano derecha, el jaibaná invocaba a los espíritus (o los jai). Sentado en un banco de madera tallado en forma de animal, los esperaba junto a la persona enferma para que se llevaran “el mal”.
Estos rituales están perdiéndose, como los árboles adultos de cocobolo.
Membache cuenta que la disminución de las poblaciones de cocobolo también ha afectado la economía de los emberá y wounaan. Ya no encuentran las ramas o troncos caídos de árboles de Dalbergia retusa con los que hacían las artesanías de madera que vendían; también les es difícil tener el aserrín o las ramas que usan para teñir de amarillo, negro y rojo las cestas que las mujeres elaboran con la fibra de la palma de chunga o palma macora (Astrocaryum standleyanum), una especie que crece muy alto y tiene muchas espinas. Para obtener el color amarillo o anaranjado, las mujeres colocan el aserrín o pedazos de tronco de cocobolo en agua hirviendo durante dos horas; luego la mezclan con la fibra o cogollo de la palma. A las mujeres emberá y wounaan les lleva, al menos, un mes tejer las coloridas cestas que llevan diseños de los animales de los bosques.
Arimae es el hogar de unos 900 indígenas emberá y wounaan que, como Membache, habitan en las casas de madera y cemento que descansan sobre troncos, en las riberas de los ríos Sabanas y El Carrizal.
A finales de la década de los sesenta, las tierras de los emberá y wounaan alcanzaban las 72 000 hectáreas, pero desde la construcción de la vía Panamericana, los indígenas han visto con impotencia y frustración cómo no se detiene la invasión de su territorio.
En 2015, los emberá y wounaan obtuvieron títulos de tierras colectivas, pero solo para 8,191 hectáreas de las cuales la mitad alberga un bosque primario en donde aún se conserva una gran diversidad de especies de fauna y flora. “Las prácticas culturales de los indígenas de la zona permitían la conservación del bosque. Esa situación está cambiando por el manejo de comunidades de colonos o migrantes que han llegado de otras provincias”, explica el biólogo Isaías Ramos, del Centro de Incidencia Ambiental, organización de defensa ambiental a través del derecho.
Elibardo Membache lamenta que los alrededores de la Reserva de Tierras Colectivas Arimae “esté invadida de terratenientes, de ganadería, de empresas tecales (compañías forestales que producen madera de teca)”.
La comunidad de Arimae ha decidido no seguir los pasos de sus vecinos que han optado por tener plantaciones de teca (Tectona grandis), una especie originaria del sudeste asiático y de rápido crecimiento. Los indígenas de la reserva decidieron recuperar la población de cocobolo que habitaba en esta región del Darién. Para lograr su cometido, han sembrado semillas de Dalbergia retusa en seis hectáreas de su territorio colectivo
Un árbol ideal para restaurar suelos
Ya han pasado 15 años desde que los indígenas sembraron las primeras semillas de cocobolos. Hoy ya tienen alrededor de 2 500 árboles de Dalbergia retusa.
Los cocobolos que crecen en Arimae son muy jóvenes, se miran aún flacos y no muy altos, el diámetro de su tronco no logra sobrepasar la de un poste del alumbrado eléctrico. Es marzo y en Panamá escasean las lluvias, por lo que estos árboles han tirado sus hojas y aún no se ven indicios del nuevo follaje que los cubrirá.
Más allá de su madera, el cocobolo tiene otras cualidades. Por la densidad que alcanza, es muy bueno para absorber carbono. También es un gran fijador de nitrógeno en el suelo, lo que hace que actúe como una especie de fertilizante natural, explica Omar López, biólogo con especialidad en botánica y con un doctorado en fisiología de plantas.
Así que la reforestación con Dalbergia retusa que realizan en la Reserva de Tierras Colectivas Arimae también contribuye a nutrir los suelos de la zona.
La Dalbergia retusa tiene un potencial enorme para la restauración de suelos infértiles, destaca Edwin Hernández García en la investigación que realizó para obtener su maestría en Ciencias Biológicas con Orientación en Biodiversidad y Conservación en 2022.
En Arimae, por ejemplo, la siembra de cocobolos propició que una zona de rastrojo ahora sea un bosque en donde también es posible encontrar otros árboles como caoba, cedro espino, cedro amargo, roble, espavé y pino amarillo.
“Hay gente que dice: ‘Yo no voy a sembrar [cocobolo] porque que se demoran 30, 40, 50 y hasta 100 años para vender´, pero nosotros, en la comunidad de Arimae, estamos en el afán de reforestar por motivo de que en algún momento tendrá su mercado y vemos también que aportamos para el medio ambiente”, comenta Arilio Moña, presidente de la Asociación de Agroturismo de Arimae.
Los indígenas de la comunidad de río Hondo, en la región de Panamá Este, también comenzaron a sembrar cocobolos desde hace 20 años. “Lo estamos reforestando porque vivimos de las artesanías y para hacer nuestras casas esta es una madera especial para nosotros. Estamos reforestando para que los niños lo vean [al cocobolo]», explica Ediberto Osorio, quien se dedica a la vigilancia forestal.
Propagar las semillas del oro
Evelina Burgana, una indígena wounaan de 50 años de edad, sale presurosa de su casa en Arimae llevando en su mano derecha una bolsa que guarda lo que ella llama el “oro en semilla”.
Los indígenas van en su búsqueda en las zonas serranas, a esos lugares en donde aún quedan árboles semilleros. Los cocobolos otorgan su semilla durante el invierno.
“Hay tres árboles arriba y los muchachos se van con machetes para tumbar las semillas de las ramas”, explica Burgana, ataviada con su paruma, falda tradicional indígena de vibrantes colores y diseño geométrico.
Recolectar la semilla es una tarea que requiere de paciencia y de, al menos, dos personas: mientras una escala los cocobolos y con un palo tumba las vainas, la otra limpia el suelo y las recolecta. Una vaina puede tener de dos a tres semillas; algunas de ellas pueden estar dañadas por los gorgojos.
Luego de seis a ocho días, las semillas germinan fácilmente, aseguran los indígenas, quienes se refieren a ellas como “oro”, porque la libra (453.59 gramos) es vendida a 300 dólares.
Entre los planes de la comunidad de Arimae está hacer viveros en donde reproduzcan al cocobolo y poder vender las plántulas, nombre que en botánica se da a los árboles en sus primeras etapas de vida.
Con todas estas acciones, los indígenas de la comunidad Arimae buscan contribuir a que aumente la población de cocobolo y alejar del precipicio de la extinción a este árbol que ha acompañado a su cultura y que es parte vital de la selva que aún resiste en esta región de Centroamérica.
La imagen de la portada corresponde a una ilustración realizada por Aldo Domínguez de la Torre.
*El especial Árboles que no queremos perder es una alianza periodística entre Mongabay Latam, El Espectador, Ladera Sur y Revista Nómadas.