Publicado recientemente por la editorial chilena Alquimia ediciones, Ella está en todos. Cantos a la naturaleza, reúne prosas y poemas de dieciocho autoras y autores de diversas épocas y latitudes como Gabriela Mistral, John Ruskin, Goethe, Emily Dickinson, Roberto Arlt, Alfonsina Storni, Luis Oyarzún, Emerson, Mary Austin o el Lonco Pascual Coña, entre otros, que hunden sus raíces en la tierra para dar cuenta de su relación y experiencias con la naturaleza.

Cada uno de los textos incluidos son una invitación a conectarnos con aquel entorno que determina nuestras vidas, que está siempre presente, aunque no nos demos cuenta. “Vivimos en su seno y le somos extraños. Habla continuamente con nosotros y no nos revela su secreto. Actuamos constantemente sobre ella y, sin embargo, no tenemos sobre ella ningún poder”, como nos señala el alemán J. W. Goethe en su ensayo “La naturaleza”.

A lo largo de más de ciento cuarenta páginas, árboles, flores, ríos, pájaros y montañas, las estaciones del año o el transito permanente de su hoy amenazada sobrevivencia, son el  punto de partida en el que cada uno de los convocados nos invitan a detenernos y observar, con la curiosidad de los antiguos botánicos y viajeros, aquella multiplicidad natural, a veces furiosa e implacable, a veces exuberante y majestuosa, que a lo largo de la historia de la humanidad ha nutrido las más diversas expresiones literarias. 

Ella está en todos. Cantos a la naturaleza. Créditos: Ediciones Alquimia.
Ella está en todos. Cantos a la naturaleza. Créditos: Ediciones Alquimia.
Ella está en todos. Cantos a la naturaleza. Créditos: Ediciones Alquimia.
Ella está en todos. Cantos a la naturaleza. Créditos: Ediciones Alquimia.

Ella está en todos nos invita a un recorrido que nos permite constatar que la naturaleza se ha narrado de muy diversas formas, y que el solo hecho de ‘contarla’ terminó convirtiéndose en un género literario en sí mismo, el que nos conecta, a través de la palabra, con la esencia misma de la tierra.

Así, cada uno de los textos incluidos en esta selección, son un acercamiento a las más variadas formas y manifestaciones que la naturaleza nos entrega. “Hay que estimular no solo el conocimiento de la necesidad de los árboles, con sus innumerables usos. También la conciencia de su belleza, en este medio nuestro de naturaleza tan hermosa y tan deleznable y fea fundación humana”, escribe el chileno Luis Oyarzún en “Necesidad de los árboles”.

En tiempos de aceleración y confusión extrema, estás páginas son una invitación a la calma y la contemplación; a sentir el asombro y la fascinación del espectáculo que la naturaleza nos entrega, y que operan, a la vez, como un llamado de atención a nuestro permanente olvido de que, junto con el resto de especies animales y vegetales, somos parte de ella.

Ella está en todos. Cantos a la naturaleza. Créditos: Ediciones Alquimia.
Ella está en todos. Cantos a la naturaleza. Créditos: Ediciones Alquimia.
Ella está en todos. Cantos a la naturaleza. Créditos: Ediciones Alquimia.
Ella está en todos. Cantos a la naturaleza. Créditos: Ediciones Alquimia.

Extracto

La necesidad de los árboles

Luis Oyarzún

Hay que estimular no solo el conocimiento de la necesidad de los árboles, con sus innumerables usos. También la conciencia de su belleza, en este medio nuestro de naturaleza tan hermosa y tan deleznable y fea fundación humana.

Sin duda el descubrimiento de los valores estéticos del mundo físico es una de esas altas instancias que mejor revelan el nacimiento concreto del espíritu humano, por lo menos en dos funciones que le son inherentes y que son trascendentales por igual en su sentido: la capacidad de contemplación y la identificación estética.

Ciertos hombres contemplaron al mundo por primera vez cuando lo vieron con ojos desinteresados, como los del pintor ante una rama florida de almendro. Esa contemplación hunde su raíz en las fuentes identificatorias del ensueño materializado; pero es también un descubrimiento de lo absoluto y eterno en lo fugaz. El hombre vive entre tales extremos.

La naturaleza, y dentro de ella los árboles con sus selvas y junglas, antiguo objeto de terror, se transforma en paisaje. No solo los animales, también las plantas empiezan a ser domesticadas, a ser percibidas con la humanidad universalizante de nuestros ojos. En el bosque, en el campo de labranza, en lo alto de las colinas se recrea la mirada después del afán de cada día, hasta que aparecen los jardines, altos signos del espíritu objetivado, para deleite de la vista, del olfato y de la piel y para las identidades simbólicas del amor.

Ha sido larga, y no siempre venturosa, la historia de la relación del hombre con las plantas. A través de los cristales reverberantes de la magia, con todas sus asociaciones de colores y perfumes, cada cultura ha expresado también en flores emblemáticas sus anhelos, temores o éxtasis, su deseo de vida y su afán absoluto. 

Trátese de la flor de lis, del milenrama del I Ching, de la vid o la mandrágora, se dirá que nada de lo humano puede serles ajeno y que nada de ellas nos lo es. Por eso, revelar estas experiencias ancestrales, lejanas y próximas, a un país que quema sus árboles, es tarea necesaria, urgente, vital. Aunque esté destinada, como tantas cosas necesarias, al fracaso. 

Nada más incitante que seguir las fluctuaciones del sentimiento estético de la naturaleza de una obra como el célebre Cosmos de Alejandro de Humboldt. Su tema consiste en «considerar las impresiones reflejadas por los sentidos externos sobre los sentimientos y sobre la imaginación poética de la humanidad». El mundo externo se nos hace interior y adquiere una profundidad misteriosa. Tratamos, entonces, de pintar nuestra contemplación, para excitar «un amor puro por la naturaleza».

Se advierten ahí rasgos del culto romántico, con su énfasis en la imaginación creadora y en la posesión interna de los objetos naturales. En verdad, no amaríamos hoy tanto los árboles sin ese romanticismo soñador que nos dio la virtud de enajenarnos entre los equilibrados ramajes de las encinas o en la verbena minúscula de los senderos. Se salvarán nuestras plantas cuando seamos capaces de regarlas y darles vida dentro de nosotros mismos.

Por su lado, el amor por los animales es tan antiguo como el hombre. O, mejor, es anterior al hombre. El ser humano se identificó durante milenios con águilas, serpientes, escorpiones, mucho antes de empezar a vislumbrar su propia naturaleza. Los animales fueron nuestros primeros espejos. También en este sentido descendemos de ellos, simbólicamente. Las primeras estatuas humanas son recientes. Antes, el hombre no sabía quién era, no sabía que él era su propio tótem. El descubrimiento de su autogeneración física y espiritual es el primero de sus gestos trascendentes, el primer acto fundamental de amor. Por eso ahora volvemos a los animales de nuevo, en virtud de una nueva ignorancia de nosotros mismos, de un profundo temor que entrecierra nuestros ojos.

Algunos sospechan que en la pasión por los animales –y no por las plantas– hay algo demoniaco, anterior a la revelación de los dioses buenos y constructores. Además, ahora, sobre todo en las grandes urbes, se busca en el perro o en el gato lo incondicional, un ser querido, acariciado y esclavo. La necesidad de respuesta obra todavía, puesto que se elige a un ser viviente capaz de reconocernos. Por eso adoramos a los animales domésticos que se nos entregan, que son incapaces de criticarnos y que no podrían vivir sin nosotros.

Amamos, así, a ese ser vivo que, siendo vivo, es, sin embargo, solamente una cosa, una cosa fiel. Henri de Montherlant dice: «El hombre mantiene animales domésticos so pretexto de utilidad, pero, en realidad, para poder saciar en ellos legalmente su salvajismo».

En nuestro mundo deshumanizado, andamos buscando en animales y plantas los últimos vestigios de Dios que sobrenadan en el inconsciente. Pero no lo buscará solo allí quien sea todavía capaz de sentir un amor saludable por los seres humanos. El amor maniático por los animales viene también, como gran parte de la pintura abstracta, de la falta de amor por el prójimo.

Luis Oyarzún: (1920-1972) escritor, poeta y académico chileno, miembro de la Academia Chilena de la Lengua. Fue presidente de la Sociedad de Escritores y posteriormente se convirtió en decano de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Su amigo, el poeta Nicanor Parra, lo llamó “el Pequeño Larousse Ilustrado” debido a su vasto conocimiento en las más variadas materias artísticas, botánicas, literarias o artísticas. En 1959 obtiene el Premio Municipal de Literatura de Santiago con su poemario Mediodía; al que se sumaría Alrededor (1963); su obra también comprende los volúmenes de ensayos Temas de la cultura chilena (1967), Defensa de la tierra (1973), Meditaciones estéticas (1981), entre otros títulos. “Necesidad de los árboles” pertenecen a su libro Defensa de la tierra (editorial uach, 2020).