
Arquitecturas efímeras del sur del mundo: lecciones éticas y culturales desde la Tierra del Fuego
La arquitectura de los pueblos originarios ha sido históricamente reducida a lo primitivo. Al contrario, estas construcciones desprenden una sabiduría que valora la relación entre los humanos y su entorno natural. Los Kawésqar, Yaganes, Aónikenk y Selknam habitaban Terra Australis Incognita, desarrollaron distintas formas de habitar este espacio, y respondiendo a sus distintas necesidades. La Fundación Enterreno nos comparte estas fotografías históricas, acompañadas de un texto escrito por Diego González, director de Investigación, Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño de Universidad San Sebastián.
En el extremo sur del mundo, en lo que los antiguos cartógrafos llamaron Terra Australis Incognita, habitaron por siglos pueblos nómades que nos legaron una relación única y profunda con el territorio. Los Kawésqar, Yaganes, Aónikenk y Selknam desarrollaron formas de vida y de habitar que, lejos de la monumentalidad o permanencia propias del canon occidental, nos ofrecen valiosas lecciones sobre cómo construir en armonía con el entorno.

La arquitectura de estos pueblos, muchas veces reducida a lo anecdótico o lo «primitivo», posee una sabiduría adaptativa que hoy adquiere un valor renovado. Los Selknam, por ejemplo, vivían en permanente desplazamiento por la Isla Grande de Tierra del Fuego. Su vivienda —el kawi— era una estructura cónica hecha de ramas y cueros, sencilla pero eficaz, que respondía con precisión a las condiciones climáticas de la zona y a sus necesidades de movilidad. Estas arquitecturas efímeras no eran un accidente, sino una forma consciente y sensible de habitar el mundo.
En este contexto, la efimeridad no es sinónimo de precariedad. Al contrario, es un reflejo de una relación respetuosa con la naturaleza y sus ciclos. El kawi, y otras construcciones similares, se levantaban y desarmaban sin violentar el entorno, dialogando con el agua, el viento y el suelo.

Las arquitecturas efímeras de estos pueblos eran tan diversas como sus territorios. Los Kawésqar, navegantes del archipiélago occidental, construían refugios temporales con ramas, pasto y pieles de lobo marino, que podían desmontar y transportar en sus canoas. Los Yaganes, en los canales del sur, levantaban edificaciones ligeras de forma semiesférica que aprovechaban depresiones del terreno y usaban ramas e incluso huesos de cetáceos como estructura. Los Aónikenk, habitantes de las planicies esteparias, levantaban paravientos de guanaco orientados según el clima, configurando espacios mínimos, pero térmicamente eficientes. Cada uno de estos dispositivos arquitectónicos —transitorios, ligeros, sin cimientos ni huellas permanentes— respondía a una lógica de sustentabilidad integral, donde la forma de habitar no era impuesta al paisaje, sino tejida con él, en una coreografía milenaria de desplazamientos, estaciones y saberes orales.

Más allá de su funcionalidad, estas estructuras también albergaban la dimensión simbólica y espiritual del habitar. Basta pensar en la ceremonia del Hain, donde los niños klóketen atravesaban el umbral hacia la adultez enfrentando a los shó’ort, espíritus representados por los hombres del clan mediante máscaras y pinturas. Durante semanas, un refugio ritual se convertía en teatro sagrado, cargado de significado y transformación, demostrando que lo transitorio también puede ser profundamente trascendente.
Hoy, en un mundo marcado por el cambio climático, la crisis de habitabilidad y los movimientos migratorios forzados, estas arquitecturas del sur nos interpelan. ¿Cómo repensar nuestras viviendas, ciudades y modos de vida a partir de una lógica menos extractiva, más móvil, adaptable y consciente?

Lo efímero, a menudo asociado al olvido o la desechabilidad, puede ser en realidad una forma elevada de sabiduría. Las arquitecturas nómades de los pueblos australes nos enseñan que lo transitorio puede tener profundidad, que lo simple puede ser sofisticado, y que habitar no siempre significa dominar, sino muchas veces escuchar, adaptarse y cuidar.
Hoy más que nunca, mirar al sur no solo es un acto geográfico, sino también una oportunidad ética y cultural.
