Es temprano por la mañana y uno de mis compañeros me despierta para que me asome de la carpa. Afuera, un grupo de juguetonas toninas se muestran, se sumergen y vuelven a salir por las aguas tranquilas del fiordo Pitipalena, a unos cuantos metros de la playa del camping donde pasamos la noche, el único de Puerto Raúl Marín Balmaceda. A pesar de lo llamativo del momento nadie, además de nosotros, pareciera sobresaltarse ni prestarles atención, probablemente porque en esta pequeña y tranquila localidad, estas cosas suceden todos los días.

Puerto Raúl Marín Balmaceda es el poblado más antiguo de la Región de Aysén y uno de los primeros avanzando de norte a sur y, aunque con el paso de los años el turismo se ha comenzado a ver –lentamente– como una actividad atractiva para los lugareños, la extracción artesanal de recursos del mar sigue siendo la principal actividad de quienes aquí viven.

©Vicente Weippert
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Aunque no lo pareciera Raúl Marín Balmaceda es una isla, limitando con el fiordo Pitipalena, el río Palena y el canal Garrao, y son dos las principales formas de acceder a ella: desde La Junta tomando la ruta X-12 en la que, casi al final del camino, se debe hacer un cruce en una barcaza que está constantemente haciendo cortos trayectos de ida y vuelta, y por vía marítima desde Chaitén u otros puertos principales de la región.

Quizás uno de los mayores atributos de esta pequeña isla que mira hacia el Golfo de Corcovado, sea la tranquilidad que aún reina en casi todos sus rincones y que se niega a desaparecer, lejana al ajetreo típico de los meses de verano de otras localidades de la zona, como Futaleufú o Puyuhuapi. Raúl Marín Balmaceda es uno de esos lugares donde el tiempo pasa lento, porque no hay apuro, no lo necesita.

©Vicente Weippert
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La gente lo sabe. El turismo se presenta como una oportunidad interesante para darle un giro a la actividad económica de la isla, pero se lo toman con calma. El abuso descontrolado de los lugares de interés y el crecimiento repentino y sin planificación, nunca traen consecuencias positivas en el largo plazo. Desde afuera da la impresión de que lo tuvieran claro y, por eso mismo, Raúl Marín Balmaceda no aparenta ser algo que no es: ofrece lo que tiene y no busca con desesperación ser el próximo destino de interés. Ese es el encanto; sigue siendo un lugar auténtico y su gente igual.

©Vicente Weippert
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Luego de visitar la oficina de información turística que se encuentra en la plaza, por lo demás muy eficiente y efectiva, decidimos aventurarnos en la caminata principal que ofrece la isla. Un sendero de algunos kilómetros que se adentra en un bosque de impresionantes arrayanes, que bordea la isla de lado a lado. Avanzamos, pasamos por miradores, nos sorprendimos con los arrayanes, con la espesura del bosque y, en el momento menos esperado, algo verde se movió en el suelo: una ranita de Darwin. De no moverse, habría pasado absolutamente inadvertida. Al final de la caminata llegamos a la playa principal de la isla, en donde nos dimos un chapuzón en sus aguas calmas para cerrar un día redondo. Imposible pedir más.

©Vicente Weippert
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Raúl Marín Balmaceda es un lugar distinto. Sus playas de arenas finas, el río Palena, las aguas calmas del fiordo Pitipalena, el bosque de arrayanes, sus calles de tierra, la oficina de turismo, el único camping, las toninas, la ranita de Darwin, su paz, su calma, su tranquilidad y, sobre todo, su gente, le dan esa identidad tan propia, y que cuesta encontrar en otros lugares que se han volcado a tiempo completo al turismo sin control. Lugares así hay que respetarlos y cuidarlos y esa responsabilidad recae tanto en las manos de sus habitantes, como en quienes lo visitamos, para que este Raúl Marín Balmaceda, el de ahora, en un futuro no sea sólo un recuerdo de lo que alguna vez fue.

©Vicente Weippert
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