Guyana, la mezcla perfecta caribeña-amazónica, se encuentra en un rincón del norte de Sudamérica. Sobrevolando el país en una avioneta – la forma de transporte más común para llegar a las comunidades del misterioso interior – uno alcanza a creer la llamativa cifra de que el 85% del país está cubierto de bosque.

Los árboles milenarios de la selva amazónica parecen coliflores desde el aire, ocasionalmente interrumpidos por ríos negros escamados de barras de arena del color de natillas. A la distancia, se alzan montañas verticales que forman mesetas siempreverdes y entremedio de ellos, resplandeciendo en el sol y por sobre el ruido interminable del motor, se asoma la asombrosa caída de agua Kaieteur.

©Charly Tokeley
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Kaieteur, por ser la cascada de una sola caída más alta del mundo (226 m), representa sólo la atracción principal en un país de numerosas maravillas naturales y culturales. El país está dividido en dos por el indomable río Esequibo, uno de los ríos más largos de América del Sur. Al extremo oeste Guyana cuenta con parte del legendario Monte Roraima, flotando como el Arca de Noé, extraviada en el medio de un mar de selva inexplorada. Y al sur, las extensas sabanas del Rupununi donde una vez tanto sudor y sangre se desparramó en búsqueda de la mítica ciudad ‘El Dorado’.

Guyana también sorprende en su mezcla de culturas. El punto de entrada para muchos es Georgetown, la calurosa capital costera donde cuando cae la noche las ranas cantan en un coro ensordecedor. La población guyanesa principalmente representa una mezcla de gente de la India, de África e indígenas, y es el único país angloparlante de América del Sur debido a que era colonia británica antes de lograr su independencia en los sesenta.

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La cultura en la costa es caribeña –aunque en lugar de playas blancas se encuentran grandes bosques de manglares que crecen con sus raíces en el mar–. Para la mayor parte de los pocos viajeros que descubren este pequeño rincón escondido de la amazonía, la aventura gira entorno al llamado interior. Las selvas oscuras esconden una biodiversidad inverosímil, y más de uno de sus habitantes puede provocar alarma.

En las aguas negras se esconden anguilas eléctricas de cien voltios y mantarrayas mortíferas. Hay anacondas que simultáneamente te tragarán la cabeza y meterán su cola por el ano (por lo menos, así lo dicen los indígenas de la zona). En tierra firme te puedes encontrar con un sinnúmero de serpientes que te harán sangrar los ojos, y hormigas del tamaño de un pulgar humano que darán una fiebre inolvidable si te pican. Por supuesto, no se puede olvidar el jaguar, o los escorpiones, o las arañas ‘wandering’ que llevarán al hombre a una extraña muerte con una erección que no bajará hasta que el corazón deje de latir.

©Charly Tokeley
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Primero en la lista de los atractivos para conocer, se encuentra la reserva Iwokrama Rainforest. Lo primero que se aprende: no bañarse en el río. El caimán residente es un dinosaurio blindado de tres metros que responde a ‘Sánkar’, y más de una vez ha intentado comer a los invitados. Pero a la vez, Iwokrama (en el idioma Macushi, ‘lugar de refugio’) presenta una oportunidad para escapar a los prejuicios occidentales de una selva carnívora e inhospitable. Aquí, los papagayos pasan en pares frente a atardeceres rosados, nutrias gigantes carcajean en el agua y bandas de monos aulladores cantan desde sus palacios altos. La vida abunda.

Anteriormente siendo una reserva científica de casi un millón de acres, ahora la selva Iwokrama se apoya del turismo para financiar sus investigaciones. Gran parte de los guías son de la única comunidad amerindia de la reserva, Fairview Village, un pueblo Macushi que se ha unido a la causa de la conservación mientras se aprovechan del apoyo del turismo para mantener sus tradiciones. Una visita a Iwokrama obliga una visita a esta comunidad, donde se puede ser testigo del proceso de fabricación del ‘parakari’ –un potente alcohol de yucca– y visitar unos misteriosos petroglifos de 6.000 años de antigüedad.

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De Iwokrama, se sigue a la carretera principal a Brasil –un camino de barro donde para cada camión que pasa, deben haber dos jaguares– te lleva a la famosa sabana del Rupununi. Una pampa dorada por cuyos horizontes brasileños y venezolanos sigue hasta el infinito, y pequeñas comunidades makusi y wapichana comparten su riqueza cultural con el viajero. El pueblo de Nappi yace a los pies del cordón montañoso Kanukus, un mar turbulento de selva que lame a la sabana infinita.

Nappi está bien situado para visitar a los nidos de termitas que caracterizan la sabana. Si el viajero tiene suerte, puede ver a un oso hormiguero gigante en medio de su ‘pub crawl’ por estos termiteros. Caminar por Nappi también revela una rica biodiversidad de pájaros y reptiles, algo que hace que la sabana represente un verdadero paraíso para los observadores de aves.

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En Sand Creek, al otro lado de los Kanukus, redescubrieron hace poco el cardenalito rojo que durante varios años se creía extinto, y en el norte de la zona en el pueblo de Karasabai, vive la única población guyanesa de cotorrita del sol. En los alrededores de Nappi, se ve el ave voladora más alta de América del Sur y Centro (hasta 122 cm), la cigüeña jabirú; el ave rapaz más grande de las selvas tropicales, la águila arpía; y una multitud de cock-of-the-rock guyaneses, tucanes y jacamares. Una subida de cerro desde Nappi permite ver no solamente a éstas y otras aves, sino vivir en cierta medida su mundo de altares por la vista inigualable que ofrecen estos cerros de la sabana.

En el centro oeste de Guyana, a donde se llega en una avioneta de 12 personas, se halla el ícono de la cascada Kaieteur. Llegando al sitio, el piloto hace una gran vuelta de ocho sobre las aguas negras y blancas abajo, en medio de horizonte verde y montañoso. Los indígenas y verdaderos dueños de este pedazo de las montañas Pakaraima, el sector oriental del cordón de tepúis que originan en Venezuela, le dieron el nombre a la cascada Kaieteur en tiempos inmemorables. En el idioma Patamona significa ‘el hogar del viejo Kai’, y las varias versiones de la leyenda terminan con el mismo final aterrador: que el viejo Kai saltó a la cascada en su canoa y entró al mundo del más allá. Si el visitante de hoy tiene suerte, puede intuir que Kai está en su casa debajo de la cascada cuando se forma la niebla encima. Este resultado, se dice, ocurre cuando Kai está cocinando.

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Cualquier visita a este ícono de la naturaleza sudamericana permite un par de horas para recorrer los senderos del parque antes de volver en la avioneta a la capital, Georgetown. Pese a su esplendor, por su aislación geográfica resulta que el visitante puede disfrutar del parque casi solo. Una pequeña construcción en la pista de aterrizaje alberga un museo del parque y exhibe fotos de algunos de los personajes principales: bromelias, pájaros y ranas. Para nuestra sorpresa, tuvimos la suerte de encontrar una rana dorada (golden frog) del tamaño de una uña en plena vista de la cascada, bañándose en el agua acumulada entre las hojas de un helecho.

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Guyana, para el amante del outdoor, lo tiene todo: tiene ríos turbulentos sin descenso, cientos de montañas sin ascenso, innumerables animales aún sin descripción científica, y culturas ricas en historias y mitos que hacen del paisaje, un lugar inolvidable. Lo que Guyana no tiene, son las muchedumbres de turistas que caracterizan otros lugares con tales dones naturales. En un mundo cada vez más pequeño, este rincón de la amazonía se mantiene único y desapercibido, otorgando una experiencia mística, sobre-realista y colorida de este lugar único del mundo, del cual generalmente no sabemos nada.

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