Los días en Santa Marta se acabaron, llegó el momento de partir al Parque Tayrona. Me separan 34 kilómetros de mi próximo destino en tierras cafeteras, en las cuales llevo 20 días. Se cumple la mitad del viaje y los dos días que se avecinan son de ardua caminata por senderos. Los dueños del hostal me recomiendan que siga la ruta para Tayrona, pero que haga una parada antes de sumergirme en el parque. La estación previa se llama Guachaca, un lugar que describen como el paraíso y que nadie lo olvida.

Entre la selva y la playa

©Rafael Martínez
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En un viaje, el camino trazado puede sufrir muchas modificaciones, sobre todo cuando se toman en cuenta los consejos de lugareños.  Con mi bolso al hombro camino por las calles de Santa Marta hacia Momatoco. Ahí el autobús local me llevará a Guachaca. Sólo debo decirle al conductor que me deje en La Brisa Tranquila.

Durante 40 minutos el paisaje ofrece una diversidad de exuberante flora y a la lejos la Sierra Nevada, la montaña costera más alta del mundo.Al lado derecho del camino, entre los árboles, un cartel de madera indica que he llegado. Con tiza blanca se lee: La Brisa Tranquila. Cruzo la carretera y entremedio de la naturaleza virgen, se abre paso un camino de tierra justo en el kilómetro 39. Las indicaciones dadas dicen que debo caminar durante quince minutos a lo largo de la selva.

©Rafael Martínez
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El andar de las lagartijas que se siente en cada hoja que cruje, el canto de pájaros y el eco de la selva me avisan que no estoy solo. Tras caminar con la tranquilidad absoluta, la brisa marina me señala que voy llegando a destino. Entre los árboles y lianas empiezo a divisar casas y chozas de paja. En el interior del hogar hay camarotes, que se suman a otros dos ubicados al aire libre en la terraza. Todos cubiertos con mallas trasparentes. Más tarde sabré que son mosquiteros.

©Rafael Martínez
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He llegado a Guachaca, el lugar que se sumerge entre la selva y el mar. Un lugar desconocido, como en los mejores cuentos de Gabriel García Márquez. En una cocina de madera me recibe amistosamente una pareja australiana. Junto a ellos sólo observo a quince personas más. Casi todos siguieron el camino que me habían recomendado en Santa Marta y otros vienen con sus tablas a surfear. Somos privilegiados.

Saludo y me detengo presenciando el lugar a donde fui a parar. Agradezco y compro un jugo de maracuyá. Las frutas tropicales son una obligación diaria en estas tierras. Tras la pausa, camino y camino por la arena, que deslumbra por su blancura y suavidad, hasta llegar al cálido mar de aguas cristalinas. Desde la rivera veo como el viento mueve las palmeras, manglares, matorrales y ébanos al son de las olas. Todo se mezcla en un compás y donde el mejor espectador son las imponentes montañas blancas de la Sierra Nevada. Un lujo natural.

©Rafael Martínez
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El tiempo transcurre. No es extraño pasar una tarde mirando las diversas postales que te ofrece Guachaca. Se acerca la noche. El sol se esconde temprano, entre las 18:00 y 19:00 horas. El cambio de día a noche, sin ningún ruido citadino emana paz y libertad. Se respira una sensación única. La calma reflejada en árboles, granos de arena y pájaros que se alistan a orillas del mar sabiendo que se viene un momento crucial.

Postales

©Rafael Martínez
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Los visitantes nos reunimos sentados en los troncos varados frente al mar. El cielo, cual cuadro de Monet, plasma una perfecta combinación entre los matices del rojo, naranjo y el imponente azul de las olas. De un momento a otro, el cielo empieza a convertirse en un lienzo de estrellas. Risas y conversaciones de diversas culturas son amenizadas por una hoguera hecha en conjunto.

Siento que es temprano, pero en este lugar el tiempo se pierde. Decido ir a acostarme. Dormiré al aire libre. Alquilé un camarote ubicado en la terraza de una casa en plena selva rodeado de palmeras y bejucos. Me acuesto y cierro el mosquitero, el cual me resguarda de los bichos. El ruido de las olas, el eco de los bichos y dormir sin estar rodeado de cuatro paredes es la libertad máxima.

©Rafael Martínez
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El sonido de las olas que se rompen en los arrecifes coralinos es el despertador. Son las 6:30 horas. Despertarse temprano es la mejor decisión estando inmerso en el mundo paradisíaco que ofrece el lugar. Nuevamente, el mar, la brisa, la montaña y el cielo se mezclan para que uno pueda contemplar el amanecer más bello del Caribe. Ahí pasé las dos últimas horas.

Guachaca es un rincón mágico y único, que a pocos metros del paso diario de vehículos y de la zona turística, todavía se esconde y mantiene relativamente aislada, para sólo ser visitado por quienes tienen la suerte de recibir la invitación a descubrirlo.

Lleno de energía y agradecido, tomo mi bolso, me despido y vuelvo a la carretera, donde ocho kilómetros me separan del Parque Tayrona.

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