Venezuela: Caracas, isla de guacamayas
En este reportaje, escrito por la periodista venezolana Helena Carpio, y publicado en la revista Prodavinci, se explora en profundidad y con una mirada sensible y muy acuciosa la presencia de guacamayas en el valle de la ciudad de Caracas, la capital de Venezuela. Admiradas por sus habitantes, alimentadas por otros, las guacamayas, pertenecientes a la familia de los psitácidos, han tomado los cielos y balcones de esta urbe. Pero su presencia esconde un fenómeno que es ahora explicado por biólogos e investigadores y por la autora misma en este trabajo: el de la migración e introducción de especies nuevas, consideradas invasoras, y las modificaciones en conducta que, no pocas veces provocan trastornos, alteraciones, mutaciones y hasta la hibridación y creación de especies nuevas. Con este trabajo, Ladera Sur celebra también el inicio de una alianza colaborativa con Prodavinci, que pretende exponer temas ambientales a audiencias en Latinoamérica, con el rigor y calidad periodística que esperamos pueda ayudar a entender y educar sobre esta y otras temáticas de la fauna, flora, biodiversidad de nuestros países.
La llamaron Blanquita. Era una guacamaya con el pecho blanco y el lomo azul. Contrastaba con las rojas o las azules y amarillas que dominaban el cielo de la ciudad. Apareció en una foto en el grupo de Facebook Guacamayas en Caracas. Allí comentaban que era un ángel o un milagro de la naturaleza, quizás una especie nueva o albina. Cuando Malú la vio, supo que algo andaba mal.
María de Lourdes González, Malú, estudia las guacamayas de Caracas desde hace doce años. Comenzó enfocada en los psitácidos, la familia de aves a la que pertenecen guacamayas, loros, pericos, cotorras y periquitos.
Tenía diez años cuando su abuela le trajo un regalo de Amazonas. Era un perico ojo blanco (Psittacara leucophthalmus) llamado Roberto. Mordía a todos y odiaba a los hombres. Era antipático y arisco pero amaba a Malú. Le encantaba la música de Celia Cruz y bailaba salsa.
Malú decidió ser bióloga especializada en psitácidos por Roberto. Estudió en la Universidad Central de Venezuela. “Algo común entre la gente que trabaja con psitácidos es que todos tuvimos alguna vez loros, pericos o guacamayas cuando éramos chiquitos. Eso nos generó un nivel de sensibilidad y apego que nos hizo querer apoyarlos”.
Una tarde de 2007, Malú vio una bandada de guacamayas atravesando la ciudad. Se preguntó de dónde venían. No recordaba haberlas visto en Caracas cuando era niña. Los cielos de su infancia no eran de esos colores. Entonces buscó guías de aves venezolanas para encontrarles un pasado.
Una lista de las aves más comunes de Caracas en los sesenta, hecha por la Universidad Central de Venezuela, no mencionaba guacamayas. Luego revisó el trabajo de William H. Phelps, el primero en estudiar, describir y coleccionar las aves del país.
Phelps estudiaba en Harvard cuando escuchó hablar por primera vez sobre Venezuela. Era un país con muchas especies de pájaros desconocidos para la ciencia, le explicó Frank Chapman, curador de aves del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. William H. Phelps llegó al puerto de La Guaira en 1896 con la idea de quedarse unos meses entre Monagas y Sucre. Pero se enamoró en San Antonio de Maturín. Regresó a Harvard, se graduó, y al año siguiente se mudó a Venezuela para casarse con Alicia Elvira Tucker, hija de unos colonos ingleses que vivían en Monagas. Cuarenta años después, en 1938, fundó la Colección Ornitológica Phelps, el muestrario privado de aves más grande del mundo, con más de 80.000 individuos. Su hijo, William “Billy” Phelps, continuó la labor. En 1979 publicó la Guía de las Aves en Venezuela, el primer trabajo en listar las especies y su distribución geográfica en un país de América Latina. La guía incluyó más de 150 especies y subespecies nuevas para la ciencia mundial.
Malú observó cuatro especies de guacamayas en Caracas y las buscó, una a una, en la guía.
Para finales de los setenta, sólo una era originaria de la ciudad: la Ara severa, una guacamaya verde más pequeña que muchos confunden con un loro. Las otras tres eran forasteras:
- Ara ararauna, azul y amarilla, era de Delta Amacuro, Amazonas y Bolívar.
- Ara macao, amarilla, azul y roja, era de los Llanos, Amazonas, Bolívar y Delta Amacuro.
- Ara chloroptera, roja, azul y verde, era de Bolívar, Amazonas, Delta Amacuro, Barinas, Apure, Zulia y Yaracuy.
No había guacamayas rojas ni azules en Caracas.
Malú sabía que las guacamayas pueden recorrer alrededor de 30 kilómetros en un día. Era imposible que volaran más de 600 kilómetros entre sus hábitats naturales y la capital. Nunca han sido migrantes. Si no existían naturalmente en Caracas y tampoco volaban grandes distancias, ¿cómo llegaron a la ciudad?
Entonces recordó haber leído sobre Vittorio Poggi, un inmigrante italiano que conducía su moto por las curvas de Bello Monte con guacamayas que lo perseguían volando. Quizás él tenía las respuestas que buscaba.
Vittorio venía de un pequeño pueblo de mar cerca de Génova. Su papá era obrero, hizo algo de dinero y logró meterlo en un internado que a Vittorio le parecía una cárcel. Cuando llegó a Venezuela, se mudó al segundo piso de un centro comercial que construyó su papá en Colinas de Bello Monte. Un día, una Ara ararauna entró torpemente por su ventana. No volaba bien. Vittorio no entendía por qué, entonces decidió cuidarla. La llamó Pancho.
Cada sábado, cuando salía, dejaba a Pancho suelto. Cuando regresaba, a veces no estaba. Vittorio salía por la urbanización gritando su nombre. Pancho contestaba, él lo ubicaba y juntos regresaban a casa. Con el tiempo, los vecinos lo conocieron como el muchacho que hablaba con las guacamayas.
Con los años llegaron más guacamayas a su balcón. La gente comenzó a llevarle las que ya no quería. Muchos caraqueños tenían mascotas que no podían o no querían cuidar. Cuando Vittorio salía en moto, a veces lo perseguían, libres, más de veinte. Entonces llamaron a Vittorio el Guacamayo Mayor: era el patrono de las mascotas abandonadas.
Las guacamayas son atractivas como mascotas porque son aves grandes, tienen plumas coloridas, se adaptan rápido, son inteligentes y mansas e imitan bien la voz humana. Ocurre lo mismo con los loros y otros psitácidos.
La gente también le llevaba a Vittorio guacamayas heridas. Él las alimentaba, las cuidaba y las soltaba. “No me gusta tener animales encerrados porque estuve 11 años en un internado y sé lo que es”.
La costumbre de tener psitácidos como mascotas tiene más de dos mil años. En la antigüedad eran símbolo de estatus. La nobleza romana y europea los apreciaban. Durante sus conquistas, Alejandro Magno envió pericos y loros del Oriente a Europa y al Mediterráneo. La cotorra alejandrina, un ave del Medio Oriente y del sur de Asia, fue llamada así en su honor. Cuatrocientos años antes del nacimiento del cristianismo, hay registro de un perico de plumas color ciruela que sabía palabras en hindi y griego.
Se popularizaron con la llegada de Cristóbal Colón a América. Entre los tesoros que llevó a Europa había loros y guacamayas. En Venezuela, los indígenas tenían guacamayas como mascotas antes de la colonia. Durante la conquista, los nativos las usaban como animales de alarma: cuando el enemigo se acercaba a un poblado, aun en la noche, las guacamayas delataban a los intrusos con gritos. Eran guardianas.
Las aves perciben variaciones en la temperatura, patógenos y químicos más rápido que los humanos. Cuando migran, se enferman o mueren, alertan sobre cambios en el entorno. Al ser el grupo de organismos más estudiado del planeta –porque son fáciles de observar, la mayoría están activos de día y están en todos los ecosistemas–, los científicos pueden establecer puntos de referencia y monitorear los cambios. Además, al comer absorben químicos de las plantas, peces, insectos y mamíferos pequeños. Hace siglos que los mineros metían canarios en los túneles para que avisaran fugas de gas con su canto. Hoy el análisis de la bioquímica dentro de sus células, también da señales de potenciales amenazas para la salud humana.
Un día Vittorio llegó al taller y no encontró a Pancho. Se asomó por el balcón y lo vió en el piso. Pancho siempre se lanzaba a la planta baja, pero esta vez lo mató la caída. Vittorio lloró a Pancho. Pocos meses después, en 1975, un amigo le regaló otra guacamaya azul y amarilla. Le puso el mismo nombre. Era su forma de recordarla.
Para salir de casa, Vittorio se ponía sombrero grande, se dejaba crecer el bigote, estacionaba la moto lejos y caminaba pegado al muro. Pancho se posaba en árboles altos y lo vigilaba. Vittorio trataba de escabullirse, pero el ave reconocía su voz. Vittorio amaba eso de sus guacamayas: sabían escuchar, reconocer, imitar y reproducir sonidos. Una de ellas gritaba: “¡AD Juventud!, ¡AD Juventud!”.
Los psitácidos tienen ventajas que los hacen especialmente hábiles para imitar la voz humana. Su laringe, la zona que alberga las cuerdas vocales y los músculos que controlan el timbre, tono y amplitud, es distinta a la de otros animales y son los únicos que, como los humanos, usan sus lenguas para modular los sonidos. Sus estructuras cerebrales también son diferentes. Erich Jarvis, un neurocientífico experto en aprendizaje vocal de la Universidad de Duke, descubrió que los psitácidos son los únicos animales que tienen el lugar del cerebro que aprende lenguajes llamado “sistema cantor” (song system), con dos capas.
Las guacamayas, y los psitácidos en general, aprenden a comunicarse porque necesitan crear vínculos sociales y afectivos con sus familias y grupos. Cuando viven en casas o apartamentos, crean lazos con los humanos. Al no tener otros pájaros cerca, las personas son su familia. Por eso aprenden a imitar palabras para comunicarse con sus seres cercanos.
Vittorio y Pancho hacían todo juntos hasta que llegó Doris, una hembra Ara ararauna. Cuando Vittorio la soltó, Pancho lo abandonó y se fue con ella. Si algo separaba a ambos pájaros, se llamaban. Los psitácidos le ponen “nombres” a sus parejas. El equipo de Karl S. Berg de la Universidad de Cornell descubrió que los periquitos mastranteros (Forpus passerinus) silvestres, primos de las guacamayas, asignaban sonidos únicos a sus parejas. El equipo grabó a 18 periquitos machos en el Hato Masaguaral en Guárico. Analizaron los llamados y se acercaron a los nidos donde estaban las hembras, para reproducir los sonidos de machos desconocidos y de sus parejas. Las hembras salieron de los nidos o respondieron cuando las llamaban sus machos.
Además crean dialectos, variedades dentro de un lenguaje en una zona geográfica concreta. Timothy F. Wright, un biólogo especializado en la evolución del lenguaje y la comunicación, descubrió que un grupo de varios adultos en 16 nidos del loro nuca amarilla (Amazona auropalliata) en Costa Rica usaban tres dialectos para comunicarse. Los pájaros que estaban en el norte usaban uno. Los del sur, otro. Y los nidos que estaban en las zonas limítrofes entre norte y sur utilizaban ambos dialectos. Había pájaros bilingües.
No se sabe mucho sobre el lenguaje de las guacamayas caraqueñas. Malú cree que es distinto al de las guacamayas de Delta Amacuro y de Amazonas. Los animales en las ciudades cambian su forma de comunicarse. El ruido las obliga a hablar más alto.
Vittorio se mudó de la ciudad en los noventa y compró una casa en San Antonio de los Altos donde podía tener muchas guacamayas y otros animales. Pancho y Doris lo siguieron. Construyeron su nido debajo de unas escaleras en el centro comercial de Bello Monte, compartían comida y se aseaban mutuamente. Volaban entre Caracas y San Antonio. Las guacamayas de Vittorio, al igual que todos los psitácidos, eran monógamas, y las parejas anidaban en el mismo lugar.
En cautiverio, muchos cuidadores tratan de reproducir sus guacamayas metiendo un macho y una hembra en una jaula, pero estar juntos no garantiza que se emparejen. Hay que juntar grupos y luego separar las parejas que se forman espontáneamente. Es fácil identificarlas porque se colocan muy juntas y se acurrucan para dormir, lejos del resto en la misma jaula.
Vittorio perdió a Doris y a Pancho en 1997. Volaron de San Antonio de los Altos y no regresaron. Después de varios días, su esposa lo llamó desde Caracas para avisarle que estaban allá. Pero antes de que pudiera buscarlos, desaparecieron. Vittorio cree que trataron de rehacer su nido, pero habían instalado puertas de vidrio en el local de las escaleras. Al no poder entrar, seguramente buscaron otro lugar y las atraparon. Las familias de guacamayas siempre vuelan juntas. Incluso las familias extendidas. Eso hace que sea más fácil atraparlas.
Vittorio perdió la cuenta de las guacamayas que ha despedido. Recuerda mejor a las que sobreviven. Cuenta que ha soltado más de 80 guacamayas en Caracas.
Malú cree que Vittorio puede ser en parte responsable de poblar la ciudad de guacamayas: liberó suficientes como para que se reprodujeran de forma estable y mantuvieran una población. Pero él liberó aves que ya estaban en la ciudad, no las trajo. A Malú todavía le faltaba una pieza clave: ¿Cómo llegaron las guacamayas a Caracas? Entonces recordó a su abuela y a su loro Roberto. Pensó en tantas personas que conocía que habían tenido loros, guacamayas y pericos. Eran regalos exóticos, mascotas de tierras lejanas.
Al comprar aves silvestres en las carreteras, bombas de gasolina, pueblos o caseríos indígenas, las sacaron de las selvas, sabanas y humedales: de sus hábitats naturales. La demanda de estas aves incentivó su extracción. Las guacamayas llegaron a Caracas por el tráfico ilegal de especies silvestres. La única excepción son los criaderos certificados, que venden las aves con anillos identificadores en las patas.
Al menos 641.000 loros, guacamayas, pericos y cotorras, fueron traficadas en Venezuela entre 1981 y 2015, según una investigación de los biólogos venezolanos Jon Paul Rodríguez, Ada Sanchez-Mercado y Arlene Cardozo, entre otros. Son 18.334 aves al año, en promedio. Según este trabajo, la cuarta especie más detectada en el tráfico en Venezuela es la Ara ararauna y la Ara chloroptera. El loro real (Amazona ochrocephala) es el ave más traficada por su habilidad para imitar la voz humana.
El tráfico de especies silvestres es un mercado negro de 5 a 20 mil millones de dólares al año, que no solo tiene impactos irreversibles en la biodiversidad; también en la salud humana, el desarrollo económico y la gobernabilidad. Las organizaciones transnacionales de tráfico de especies silvestres suelen estar conectadas con grupos de tráfico de armas, drogas, blanqueo de capitales, terrorismo y otras actividades ilícitas. Naciones Unidas las considera crimen organizado.
Cuando una especie es traficada, se reducen sus poblaciones: cada vez hay menos individuos. El tráfico puede poner a animales, árboles, hongos, peces o insectos en peligro de extinción o incluso desaparecerlos.
Los psitácidos son el tercer grupo de aves más amenazado del mundo. Están en peligro por el tráfico para mascotas y la desaparición de su hábitat natural. Pero no son el único grupo amenazado: una de cada ocho especies de pájaros en el planeta están amenazadas con extinción, según Birdlife International. La tasa de extinción actual es 1000 veces mayor a la que ocurre naturalmente y se está acelerando. Muchas de estas especies amenazadas tienen pequeñas poblaciones y abarcan pequeños parches de territorio, pero recientemente, especies comunes como los zamuros o las grullas se han reducido, al punto de estar en peligro crítico también. Científicos advierten que es un evento de extinción masiva.
El tráfico de especies silvestres tiene otra consecuencia importante: facilita la introducción de especies invasoras. Cuando alguien extrae un animal, planta, hongo o insecto, de su hábitat natural y lo traslada a otro ecosistema, incluso del mismo país pero en un área distinta, pone en riesgo a miles de organismos locales. Si esta especie es liberada o se escapa, puede reproducirse descontroladamente, cazar especies nativas, desplazarlas de sus espacios, competir por alimentos o traer enfermedades. Las especies invasoras producen cambios importantes en la composición, los procesos y la estructura del ecosistema. Son responsables parcial o completamente de la extinción de 112 especies de aves.
En Caracas las guacamayas se han convertido en una especie invasora.
La ciudad es un lugar ideal para ellas: tiene muchas áreas verdes, árboles frutales y florales, más de 20 quebradas que la atraviesan y no hay grandes depredadores. Además, por la abundancia de chaguaramos y un hongo que los mató, creció la disponibilidad de nidos. Las guacamayas anidan en las cavidades de estas palmeras, pero el chaguaramo tiene que estar muerto para que puedan abrir los agujeros.
Las A. macao, A. chloroptera y A. ararauna no son nativas de la ciudad y se han reproducido aceleradamente. Aún se desconoce el impacto, pero entre las distintas especies de guacamayas ya se ven efectos. La A. ararauna desplazó a la A. macao y A. chloroptera, que eran más abundantes en los ochenta y noventa. La azul y amarilla es más agresiva que ambas especies de guacamayas rojas. Esto las ayuda a ser más exitosas construyendo nidos y reproduciéndose. Por eso quedan pocas guacamayas rojas en Caracas. En la competencia por espacio y comida, las rojas pierden.
Recientemente el Ayuntamiento de Madrid, en España, decidió cazar y sacrificar 12.000 cotorras argentinas, una especie invasora que afecta a los gorriones nativos, expulsa a otras especies, transmite enfermedades y deja sin comida a otras aves. En Estados Unidos la Ley de Especies Invasivas regula los mecanismos para controlar las poblaciones de estos animales, recomendando la erradicación. Estas especies causan, cada año, alrededor de 120 mil millones de dólares en daños al gobierno de los Estados Unidos.
¿Qué ocurre cuando una especie invasora está en peligro de extinción en su hábitat natural? ¿Qué pasa si al erradicarla se conserva el ecosistema local, pero se elimina la única población que queda de ese organismo en el planeta? Estas preguntas son cada vez más frecuentes para Malú y otros biólogos en el mundo.
Es el caso de las guacamayas de Caracas. Aunque no están en peligro crítico, las poblaciones originarias de A. ararauna, A. macao y A. chloroptera están decreciendo. En Suramérica desaparecen en su medio ambiente natural pero crecen en las ciudades.
Malú quiere entender mejor a las guacamayas de Caracas para ayudarlas. Su investigación busca responder si las ciudades son un buen lugar para estas especies y si se podría utilizar guacamayas de la ciudad para recuperar las poblaciones naturales que están en peligro. Ello incluiría a las ciudades en los planes de conservación. Hasta los setenta, las ciudades eran consideradas una disrupción de los ecosistemas naturales que existían allí. Hoy se asumen como ecosistemas urbanos.
Pero se le ha hecho difícil estudiarlas. Debe capturarlas para pesarlas, medirlas, hacerles pruebas de sangre y de heces. La gente se ha vuelto tan protectora que no la dejan. Todos quieren ayudarla hasta que entienden que debe atrapar a la guacamaya. Nadie quiere que se asusten y dejen de llegar a su comedero. La gente quiere que los estudios se hagan, pero no en su casa.
Como las guacamayas vuelan sobre los edificios y sólo se posan en lugares altos, los comederos son una oportunidad de oro para estudiarlas. Sin ellos es difícil conseguir las muestras que necesita. Ahora trabaja con veterinarios que le avisan cuando alguien las lleva. Ella aprovecha y les hace todos los exámenes. Pero no ocurre con frecuencia.
Las guacamayas están engordando porque la gente las alimenta con grasas, azúcares y carbohidratos, como galletas, pan, cremas y leche. “Estas aves evolucionaron para comer semillas, frutas y nueces, no sabemos qué impacto tienen los alimentos procesados en ellas”, dice Malú. Además, la abundancia de comederos las hace más sedentarias porque no necesitan volar lejos para conseguir comida.
Malú también necesita entender su lenguaje. “Si yo agarro un guacamayo caraqueño y trato de introducirlo en una población en el Delta o en Amazonas, ¿se podrían comunicar con los guacamayos de allí? ¿Se entenderían?”. Timothy Wright, que investigó los dialectos, también descubrió que cuando los loros nuca amarilla (Amazona ausopalliata) viajan a lugares nuevos, aprenden los dialectos locales para comunicarse con los pájaros de la zona. Pero no se sabe qué tan rápido una guacamaya puede aprender dialectos. Si no se comunica con el grupo, la rechazan, queda sola y muere porque no se puede defender ni buscar comida. Malú está grabando guacamayas caraqueñas para viajar al Delta y a Amazonas a reproducir los audios. Quiere ver cómo esas guacamayas reaccionan a las caraqueñas.
Cuando vio a Blanquita por primera vez en 2008, su investigación cambió. Algo importante estaba pasando con la población de guacamayas y no entendía qué. Tampoco sabía por dónde empezar.
Tenía que aprender sobre genética. Buscó artículos académicos, bibliografía, y no entendía los títulos. Los párrafos eran laberintos. Entonces realizó cursos en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) y en Argentina. Leyó mucho más. Poco a poco entendió. Blanquita era probablemente una mutación genética, muy rara en la vida silvestre. Las guacamayas blancas eran evidencia de endogamia: se estaban reproduciendo entre familiares.
Como las guacamayas no son autóctonas y no pueden llegar volando desde sus hábitats, el grupo está aislado. Caracas es una isla de guacamayas. Solo se pueden reproducir entre las que están. Muchas de ellas son familia. Esto significa que cada vez hay menos diversidad genética. Y menos diversidad hace que los organismos sean más vulnerables a enfermedades y menos resilientes a los cambios, porque tienen menos capacidad de adaptación. La endogamia también genera problemas reproductivos y defectos congénitos.
Además, recientemente han aparecido híbridos. En San Antonio de Los Altos, Vittorio Poggi cuenta que la A. macao también se está mezclando con la A. chloroptera. Nacen guacamayas rojas con rayas de colores en la cara. También hay híbridos naranja. Quedan tan pocas A. chloroptera o A. macao que se están reproduciendo con la A. Ararauna. Rojas con amarillas nacen anaranjadas. Malú tiene meses buscando muestras de híbridos para saber qué especies se están mezclando, cuáles son los genes dominantes y cuál es su viabilidad reproductiva. Para entender si puede ser el comienzo de una nueva especie o el fin de otra.
La hibridación ocurre naturalmente y es parte del proceso de evolución. Pero los “procesos naturales” son cada vez más difíciles de discernir porque hay intervención humana en todos los ecosistemas del planeta.
Ante el cambio climático y la crisis que genera en la biodiversidad, los científicos están buscando formas de salvar miles de especies y ecosistemas en peligro. Algunos piensan que los esfuerzos deberían concentrarse en restaurar y proteger las funciones de los ecosistemas tal y como existían antes de la intervención humana. Otros creen que no es suficiente con preservar, hay que intervenir –en muchos casos genéticamente– los ecosistemas y organismos para ayudarlos a lidiar con los cambios ambientales.
Hay casos exitosos donde la hibridación de dos especies o subespecies ayudó a recuperar poblaciones que estaban en peligro. Pero también hay especies que han desaparecido porque los híbridos desplazan a las poblaciones parentales. Entre biólogos, no hay consenso.
Malú teme que la genética de las guacamayas caraqueñas, híbridas, con mutaciones y posible baja diversidad, haga más daño que bien a las guacamayas de otras regiones. El hombre está jugando el papel de Dios al introducir especies no nativas y permitir híbridos, cree Malú. “Realmente no sabemos qué va a pasar, ni qué estamos creando”.
Hace algunos años apareció otra guacamaya blanca en Caracas. Era más pequeña y tenía una uña blanca. Las dos blanquitas volaban juntas.
El trabajo de los biólogos está funcionando. La tasa de extinción se ha reducido dos tercios en los últimos 30 años, según la investigación de Stuart Pimm, salvando a 25 especies de aves. En Venezuela, los programas de Provita, una asociación civil que protege la biodiversidad del país, han salvado a la cotorra margariteña (Amazona barbadensis) y al cardenalito (Spinus cucullatus) de la extinción, aunque el cardenalito continúa en peligro crítico por el tráfico para mascotas y la pérdida de su hábitat.
Pero no siempre fue así. Los conservacionistas estaban perdiendo las batallas contra el tráfico ilegal de especies silvestres, especialmente en América Latina. Las respuestas al tráfico se enfocaban en hacer cumplir las leyes y regular, atacando al proveedor y la oferta. Pero la demanda de especies crecía. Al desmantelar una organización, aparecían otras.
En Venezuela, el tráfico doméstico e internacional se concentra en especies abundantes, sugiriendo que el tráfico es oportunista, según la investigación de Rodríguez, Cardozo y Sánchez. La mitad de las especies de psitácidos que son exportadas no son nativas de Venezuela, lo que sugiere que es un país importante en el tráfico de especies hacia otros continentes.
Ahora el foco de la conservación está cambiando hacia la demanda. Los esfuerzos están concentrados en influenciar a los consumidores para que cambien sus conductas y dejen de comprar especies salvajes, reduciendo el valor de estos productos en el mercado. También hay esfuerzos para entender mejor el complejo contexto social, cultural y económico que existe alrededor del tráfico ilegal, y así diseñar estrategias de conservación para cada especie.
En el programa de la Cotorra Margariteña de Provita, los investigadores descubrieron que cuando los pescadores salían al mar, las mujeres quedaban solas y buscaban compañía, entonces recurrían a las cotorras para sentir la casa llena. Al entender el contexto de la demanda, pudieron sumar a los jóvenes de las comunidades locales –que en muchos casos actuaban como saqueadores de nidos–, como una de las fuerzas principales para la protección de la cotorra.
En julio de 2019, Provita, junto con el IVIC, la Colección Phelps y el Smithsonian Institution, entre otras instancias, terminaron la construcción del Centro de Conservación del Cardenalito en Venezuela. El centro se dedicará a recuperar las poblaciones naturales que están en peligro y que tienen baja diversidad genética, a estudiar las amenazas del tráfico y la pérdida de hábitat para desarrollar mejores estrategias de conservación y educar al público sobre un ave que fue común y abundante, pero que hoy está a punto de extinción. Miguel Arvelo, coordinador de la iniciativa del Cardenalito, cree que ahora es el mejor momento para la conservación. “Ya no es solo un tema de biólogos, es un tema de todos”.
Hace dos años, Blanquita se posó en un cable de alta tensión. La descarga eléctrica la mató de inmediato. Quedó guindando del poste. La otra guacamaya blanca voló alrededor durante horas, desesperada por salvar a su pareja. Podía decirse que gritaba. Los vecinos hicieron ruido para ahuyentarla; temían por su vida. Pero el ave insistía, no abandonaba a Blanquita. Al final de la tarde, ya cansada, la guacamaya desapareció detrás de los edificios.
La han visto volando sola.