Azul, el océano pacifico es azul. Desde que dejamos tierra firme, cinco horas atrás, en la ventana del avión el paisaje parecía haberse congelado. Observando fuera, no había ninguna noción real de si íbamos en dirección norte, sur, este u oeste. Lo único que se veía desde la ventana era agua, mucha agua, y una sombra con forma de avión. En eso estaba pensando cuando el piloto avisó que, en los siguientes 30 minutos, comenzaríamos a ver un punto a lo lejos, que le prestásemos atención. Se trata de la remota isla de Rapa Nui.

Rapa Nui. Créditos: Ignacio García
Rapa Nui. Créditos: Ignacio García

La vi pequeña, pero mientras nos acercábamos, cada vez era más grande. El aterrizaje sucedió rápido y me apuré en levantar mis cosas. Todavía no lo sabía, pero toda mi noción de tiempo, tamaño y distancia estaban por cambiar.

La Isla de Pascua o Rapa Nui, es uno de esos destinos que uno sabe que existe, e incluso sabe cuál es su principal atractivo turístico, pero no cómo señalarlo en el mapa. Quizás por eso, cuando supe que viajaría hacia allá contuve la emoción por unos segundos: ¿a dónde exactamente estaba por llevarme mi trabajo?

Pasé los últimos cuatro años trabajando como periodista y exploradora. A veces voy con equipo, a veces sola. En particular, los últimos dos años he dedicado, principalmente, a viajar para investigar temas ambientales. Esto es muy interesante, pero también desolador. Este viaje en particular tuvo ambas cosas.

Si bien a muchas personas les gustaría conocer a los moai, esas famosas cabezas que sobresalen de la tierra, Rapa Nui no es un destino prioritario en la bucket list de los viajeros. Tampoco lo era en la mía. Cuando supe que visitaría la isla, descubrí que si la buscamos en un mapamundi es tan pero tan pequeña que a veces ni siquiera la marcan.

El territorio de la isla pertenece a Chile, pero está ubicada en medio del océano Pacífico. Más precisamente, a casi 4.000 kilómetros al este del continente americano y a 7.000 kilómetros al oeste de Nueva Zelanda. La tan conocida Isla de Pascuas es, de hecho, una de las puntas del triángulo polinésico. Su pueblo local, además de ser uno de los más aislados del mundo, culturalmente comparte más con el Hawaiano que con el chileno.

Rapa Nui. Créditos: Celeste Giardinelli
Rapa Nui. Créditos: Celeste Giardinelli

En un principio viajé hacia Rapa Nui para grabar un documental sobre la importancia de este sitio para las aves marinas y migratorias, pero luego de siete días en la isla, cargados de conversaciones interesantes con locales y tener algunos encuentros sorprendentes con pedazos de plástico en medio del mar, decidí pasar otros cinco días abocada a otra temática. Esto fue lo que vi.

Cuando se piensa en una playa sucia, es probable imaginar botellas de gaseosas en la arena, latas en la arena, envoltorios de comida y plástico flotando en la superficie del agua. Rapa Nui tiene poco de eso. El problema del plástico en la isla es que, a simple vista, no pareciera ser un problema a resolver. No hay un problema de plásticos grandes y recolectables, sino de microplásticos, pequeños, e incontables.

Ahora bien, ¿cómo llega el plástico hasta ahí?

Para contestar, volvamos a lo que imaginamos cuando hablamos de basura en una playa. Pensemos, otra vez, en esas botellas y envoltorios vacíos o rotos.

Esos son plásticos de un solo uso, el tipo de plástico más común en el mundo. A nivel global, se producen miles de toneladas de plásticos por día, según Greenpeace. Los de un solo uso representan cerca del 40% de ellos.

Esas botellas y envoltorios que son reconocibles por su color o su forma, en cuanto abandonan el suelo de las calles o playas empujados por, por ejemplo, el viento, siempre terminan en el mar. Los plásticos flotan en la superficie y después de un tiempo se hunden unos pocos metros. Luego, por estar expuestos a la sal y al sol, lentamente comienzan a desmembrarse hasta que algunos se transforman en microplásticos y otros, en irreconocibles, pero aún grandes, pedazos de lo que alguna vez fueron. Así, los restos de este material diseñado para no degradarse con facilidad, viajan por el mundo kilómetros y kilómetros durante años, impulsados por las corrientes marinas. Transitas, por ejemplo, desde el continente asiático hasta una remota isla al sur del Océano Pacifico.

Estando en la isla, después de una expedición en kayak, que incluyó encuentros con redes de pesca y algunos pocos plásticos flotantes, mi guía me preguntó si alguna vez había visto playas contaminadas por plásticos pequeños de verdad. Me di cuenta que no: aunque sabía que existían, mi concepción de basura en una playa, al imaginarla, era mucho menos problemática porque se podía limpiar. Se lo dije y me escuchó. Contestó que me iba a sorprender. Avisó que estábamos llegando a una playa de la isla que yo aún no había conocido.

Son muchas las corrientes marinas que chocan con las paredes y playas de Rapa Nui, trayendo pedazos del mundo.Toda la isla está formada por roca volcánica, es decir, por piedras porosas. Cuando sube la marea, el agua alcanza la altura de los acantilados y es en esos poros de piedra donde se enganchan miles de pedazos de plástico. Cuando el agua baja, estos se separan de ella y quedan visibles.

Ovahe es una de las tantas playas de acantilado. Está del otro lado de Anakena, la playa más popular. Puede visitarse solamente cuando la marea baja lo suficiente. Es hermosa e imponente. Cuando llegamos, cada quien bajó de su kayak y en menos de cinco minutos, casi por inercia, todas las personas del tour estábamos agachadas, juntando pedazos de basura. Cada pedazo era pequeño y se camuflaba en el paisaje, pero bastaba con prestar atención para notar que ahí estaba. Y era mucho.

La frustración de las personas locales en la isla es total. Ellos no son responsables de un problema que no es sólo estético, sino también de salubridad. El pueblo Rapa Nui vive mayoritariamente de su pesca diaria, y, en la actualidad, comen peces que en algún momento confundieron a sus presas naturales con plástico. Aunque ellos organizan limpiezas constantes, ninguna autoridad en el continente les propone soluciones, tampoco recursos.

En mi último día en la isla visité las famosas cabezas que “crecen” desde la tierra. En ese sitio se fabricaron todos los Moai. Allí aprendí que hay 853 de ellos dispersos en toda la isla y que llevan más de 1000 años observando esta tierra. También, que fueron hechos en comunidad por personas que tardaban hasta 16 meses en la fabricación de cada, completamente ajenos a la futura revolución industrial, a la invención del plástico y a la producción en masa.

Quizá fue esa noción, después de tantos días en el territorio, la que despertó la reflexión más grande que hice estando allá: en ese sitio tan remoto, el pasado, el presente y el futuro convergen, y pueden ser observados en simultáneo. Hace 1000 años los humanos que allí vivieron dejaron un legado grande y representativo de su cultura: 853 increíbles estructuras que aún hoy son apreciadas y valoradas.

En cambio, en el presente se está construyendo un legado para las futuras generaciones, tan pequeño que sus piezas ya no pueden contarse, pero se encuentran en todos lados, y carece de valor cultural. El legado actual para la generación futura es la basura de una sociedad que ya no construye para durar, sino para reemplazar. Que no diseña para trascender, sino para alimentar una demanda de consumo tan inventada como insostenible. Es un poco triste.

Rapa Nui. Créditos: Ignacio García
Rapa Nui. Créditos: Ignacio García

Camino al hotel, me detuve a almorzar y despedirme de la isla. Tras comer un ceviche frente a la moana (así le dicen al mar) y disfrutar el nado de una tortuga verde, mis ojos se posaron en una roca. Entre tantas piedras, su color me llamó la atención. La levanté. No era una roca común. Sino un pedazo de plásticos devenido en piedra.

Esta isla me enseñó muchas cosas, pero especialmente esta: cuando los humanos nos transformemos en fósiles, como alguna vez los dinosaurios, esta Tierra sabrá qué hacer.

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