Corría mayo de 2017 cuando un grupo de investigadoras/es presenció con estupor, tristeza e indignación el estado del Salar de Llamara, un ecosistema salino muy frágil ubicado en la Pampa del Tamarugal, en el corazón del desierto de Atacama. Al poseer condiciones similares a la Tierra primitiva, Llamara narra – en pleno siglo XXI – la evolución de la vida en el planeta desde sus inicios. Allí también prosperaron alguna vez los bosques de tamarugos, los cuales sobreviven gracias a las napas subterráneas y a la simbiosis con bacterias, aunque estuvieron al borde de la extinción, luego de ser utilizados como leña y carbón para la actividad industrial de la plata, salitre y guano.

Salar de Llamara ©Cristóbal Bonelli
Salar de Llamara ©Cristóbal Bonelli

Cuando concurrieron los investigadores, la minera no solo había intervenido a Llamara con una infraestructura que hablaba de “conservación”, sino que también produjo una disminución en los niveles hídricos e inyectó agua dulce en un ecosistema salino, detonando la muerte de una comunidad microbiana única, donde habrían podido encontrarse bacterias aparecidas hace más de 2500 millones de años atrás. De hecho, el Consejo Regional de Tarapacá y la comunidad ya habían interpuesto una demanda en contra de la empresa por los impactos en el salar que, al igual que sus pares en el norte de Chile, ha sufrido las consecuencias del modelo económico actual.

Tuberías mineras en el Salar de Llamara ©Cristóbal Bonelli
Tuberías mineras en el Salar de Llamara ©Cristóbal Bonelli

La preocupación por la protección de salares del norte de Chile cuajó en un artículo transdisciplinario titulado “Salares en peligro de extinción: micro-desastres en el Norte de Chile”, el cual fue escrito por la microbióloga Cristina Dorador y el antropólogo Cristóbal Bonelli, y publicado en la revista científica Tapuya: Latin American Science, Technology and Society. En el trabajo proponen el concepto de “micro-desastre” para reflejar la forma en que el extractivismo está alterando estos ecosistemas y sus ecologías microbianas, que son fundamentales para la naturaleza y comunidades humanas.

“El norte de Chile ha sido el escenario de siglos de explotación de distintas formas. Para cualquier actividad minera se necesita agua y energía, entonces, los ciclos de extracción de distintos minerales que ha tenido el desierto, pasando del guano, salitre, cobre, litio y otros más, han transicionado también en sus formas energéticas para poder hacer la explotación”, asegura Cristina Dorador, doctora en Ciencias Naturales que ha estudiado la microbiología de salares hace más de 15 años.

Tapete microbiano flotando en Salar de Llamara, expresión de la muerte de comunidad microbiana única ©Cristóbal Bonelli
Tapete microbiano flotando en Llamara, expresión de la muerte de comunidad microbiana única ©Cristóbal Bonelli

La también convencional constituyente por el distrito 3 añade que “ahí empieza el extractivismo que es la forma de desarrollar actividades que ocupan los ‘recursos naturales’, según la visión económica, o elementos de la naturaleza para un provecho económico que no necesariamente está relacionado con el bien común, sino que muchas veces con intereses privados. Este ecosistema ha sido severamente dañado, incluso existiendo algunos procesos legales en tribunales debido al daño ambiental”.

Precisamente, ese ha sido el caso de salares como el de Llamara, Lagunillas, Punta Negra y Pedernales, en los cuales se han reportado distintos grados de deterioro por su perturbación y extracción de sus aguas, que en algunos casos han sido tan irreparables que motivaron acciones judiciales en contra de las mineras.

“El hecho de trabajar en el norte y relacionarnos con esos territorios fuertemente impactados por la destrucción extractivista, nos ha permitido hacer más visible y experienciar emocionalmente también cómo los salares, ecosistemas muy antiguos, son parte de nuestra propia historia evolutiva como seres vivos. Y así el hecho de empezar a sentir esta conexión con estas ecologías antiguas, nos obliga a repensar lo que realmente somos como ‘humanos’. En nuestro trabajo hacemos este serio ejercicio de repensarnos como humanos a partir de la microbiología y la revolución microbiana de los últimos años que ha permitido visibilizar vida ahí, donde se pensaba inexistente”, sostiene Cristóbal Bonelli, antropólogo, psicólogo, profesor asociado del departamento de Antropología de la Universidad de Ámsterdam e investigador principal del proyecto ERC Mundos de Litio.

También hay proyectos mineros en Salar de Tara ©Cristóbal Bonelli
También hay proyectos mineros en Salar de Tara ©Cristóbal Bonelli

Aunque se encuentran en lugares remotos y de difícil acceso, los salares son ecosistemas acuáticos que brindan múltiples bondades. No solo sustentan la rica biodiversidad local, con emblemáticas y rosadas criaturas como los flamencos, sino que también han sido relevantes para el desarrollo económico desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, siendo minados para extraer el salitre y luego demandados para la explotación de minerales como el litio.

©Guy Wenborne
Minería del litio ©Guy Wenborne

De hecho, Chile posee alrededor del 52% de las reservas mundiales de litio en salmueras (agua con alta concentración de sal), con el mayor yacimiento en el Salar de Atacama. El denominado “oro blanco” es un producto cada vez más cotizado a nivel global para la fabricación de baterías de vehículos eléctricos.

Salar de Atacama ©Cristóbal Bonelli
Salar de Atacama ©Cristóbal Bonelli

Por ello no es de extrañar el reciente anuncio del Ministerio de Minería, que abrió una licitación nacional e internacional para la exploración, explotación y comercialización de nuevos yacimientos de litio en Chile, por un total de 400 mil toneladas. Esto generó diversas reacciones, despertando una fuerte oposición desde distintos sectores, como parlamentarios, sociedad civil e incluso los eco-constituyentes que buscan posicionar las demandas ambientales en la nueva Constitución.

Sin duda, lo que está en juego no deja a nadie indiferente.

El testimonio del salar

Si hay algo que caracteriza a los salares es que sobreviven a muchas condiciones extremas al mismo tiempo, es decir, son poliextremos. Para hacerse una idea, el agua se congela en las noches y, cuando llega el día, se expone a altas temperaturas e incluso a los niveles de radiación solar más altos del planeta.

Salar de Llamara ©Cristina Dorador
Salar de Llamara ©Cristina Dorador

Además, estos ecosistemas constituyen un vestigio de antiguos paleo-lagos que existieron hace miles de años en el norte de Chile, Argentina y sur de Bolivia, y que han experimentado distintos procesos geológicos y tectónicos de largo aliento.

Debido a su pasado como lagos, los salares todavía poseen agua, ya sea en fuentes superficiales o subterráneas que contienen una alta concentración de nitratos, boro, y litio.

Salar de Tara ©Cristóbal Bonelli
Salar de Tara ©Cristóbal Bonelli

“En el altiplano, donde hay lluvia en los veranos, los salares tienen agua superficial (…) y es el hábitat típico de flamencos. Incluso hay salares que tienen sitios de nidificación de las tres especies de flamencos que hay en Chile, y que sostienen a otras aves, mamíferos, reptiles, anfibios, peces, y una gran variedad de microalgas, zooplancton y fitoplancton”, complementa Dorador.

La científica añade que “los salares que están en la parte del desierto propiamente tal son muy pocos, porque algunos están completamente secos, en especial porque son muy antiguos. El Salar de Atacama es uno de los que tiene agua porque está en la precordillera, entonces, tiene lagunas también, pero el Salar de Llamara – que está más hacia la costa- tiene una diversidad interesante, donde se ve con toda claridad que es un ecosistema microbiano”.

Salar de Llamara ©Cristina Dorador
Salar de Llamara ©Cristina Dorador

En efecto, y pese a sus condiciones rigurosas, en estos lugares florecen los microorganismos en todo su esplendor. Estos seres invisibles, que son los más abundantes y diversos del planeta, han prosperado en casi todos los ambientes, desafiando hasta las condiciones más hostiles. Inclusive, cada salar tendría una “huella digital” microbiana distintiva. En otras palabras, refugia comunidades únicas, varias de las cuales son endémicas (exclusivas) de estos sistemas extremos.

Pese a su asociación popular con “enfermedades”, muchos microorganismos no son patógenos para el humano y, de todos modos, juegan un rol crucial en el mundo. De partida, son claves para los ciclos biogeoquímicos, como el de nutrientes, agua, entre otros.

Los microorganismos de salar ©Cristina Dorador
Los microorganismos de salar ©Cristina Dorador

Además, Dorador agrega que “es muy importante estudiar microbiología porque aprendemos cómo adaptarnos al cambio climático y mitigar algunas acciones, porque los microorganismos producen CO2, pero también fijan CO2. Producen metano, pero también oxidan metano. Al vivir en condiciones extremas, nos están mostrando probablemente situaciones y escenarios de cómo va a ser la Tierra en el futuro, por ejemplo, la desertificación. Si estudiamos a microorganismos adaptados a esas condiciones de aridez, relacionadas con plantas, por ejemplo, podríamos diseñar algún método para que las plantas se adapten a alta salinidad o baja cantidad de agua, etc. También podemos pensarlo desde ese punto de vista más aplicado. Entonces, son claves”.

Por lo mismo, hace un tiempo un grupo de científicos realizó – a través de la prestigiosa revista Nature Reviews Microbiology – un llamado global a la humanidad a incorporar el conocimiento de los microorganismos – o la “mayoría invisible” – para enfrentar el contexto actual de Antropoceno y cambio climático.

Pero eso no es todo.

Los microorganismos fueron los primeros en existir en la Tierra, y su evolución permitió la oxigenación del planeta hace 2500 millones de años atrás, desencadenando con ello la posterior explosión de la biodiversidad y, por ende, nuestra propia existencia. Por lo tanto, estas criaturas invisibles constituyen en la actualidad verdaderos narradores de historias, tal como se aprecia en el intervenido salar de Llamara, que pareciera entregarnos una foto de ese fascinante pasado.

Salar de Llamara ©Cristóbal Bonelli
Salar de Llamara ©Cristóbal Bonelli

Al respecto, Dorador cuenta que “el salar de Llamara ha desarrollado comunidades microbianas que rememoran o son análogas a las condiciones extremas de la Tierra primitiva. De hecho, cuando uno analiza qué microorganismos están, se parecen mucho a aquellos que estaban en la Tierra justo en el momento cuando comienza la evolución hacia las cianobacterias, que empiezan a producir oxígeno (…) Entonces en el fondo hicimos esta reflexión de que es el mismo ser humano el que produce estos desastres ambientales, afectando a tal magnitud incluso lo invisible, que serían los microorganismos, incluyendo a los que rememoran épocas anteriores a que existiera el ser humano. Estos son microdesastres: no es que sean de menor cuantía o impacto, sino que son desastres a nivel microbiano que tienen profundas consecuencias a nivel temporal, pero también a nivel global”.

En ese sentido, el artículo de Dorador y Bonelli conecta dos temporalidades: la humana (que se refiere a la historia reciente del Chile neoliberal) y la de tiempo-profundo (de la evolución biológica que incluye a ecosistemas antiguos como salares).

Salar de Tara ©Cristóbal Bonelli
Salar de Tara ©Cristóbal Bonelli

Esto no es nimio, ya que nuestros modos “muy humanos” de comprender el tiempo hacen que no consideremos la larga e intrincada historia de los procesos de la Tierra, así como la profundidad de los problemas que estamos enfrentando, tal como hacen notar autores como Dipesh Chakrabarty. A pesar de que el extractivismo sea “insignificante” a escala temporal planetaria, ha causado daños irreparables en un periodo muy corto. Sin mencionar que los humanos tendemos a separarnos del resto de la naturaleza, de múltiples maneras.

El antropólogo asegura que “intentamos mostrar que esta separación entre humanos y ambientes, entre tiempo humano y tiempo evolutivo, es falsa. En realidad, el tiempo humano está conectado con el tiempo profundo en maneras muy íntimas. Y esto lo hicimos desde el encuentro experimental entre la antropología y la microbiología, y también a través de cultivar una amistad”.

Salar de Llamara ©Cristina Dorador
Salar de Llamara ©Cristina Dorador

Pese a todos los antecedentes, estos ecosistemas y sus comunidades no han sido bien considerados.

En la Región de Tarapacá, por ejemplo, se encuentra el Salar de Lagunillas que sufrió un daño irreparable debido a la sostenida extracción de sus aguas por más de 20 años para la producción de cobre. Otro caso devastador proviene del Salar de Punta Negra, en la Región de Antofagasta, donde el Consejo de Defensa del Estado (CDE) acusó en abril de 2020 a Minera Escondida/BHP de detonar un ‘daño ambiental continuo, acumulativo, permanente e irreparable” en el lugar.

Similar fue el destino del Salar de Pedernales, luego de que la Corporación Nacional del Cobre de Chile (CODELCO) hiciera lo mismo por 36 años, lo que motivó al aludido CDE a presentar una demanda contra la empresa estatal por el daño “continuo, acumulativo, permanente e irreparable” que provocó allí. No obstante, estos últimos antecedentes no impidieron que se autorizara en febrero de 2020 el proyecto minero Rajo Inca ni que se otorgaran otros 47 años de permiso para usar las aguas fósiles del mismo salar.

Todo sea para mantener con vida al extractivismo.

La era del “extractoceno”

Podemos entender el extractivismo  a través de las palabras de Eduardo Gudynas, que lo define como “la apropiación de los recursos naturales en grandes volúmenes y/o a gran intensidad, y en donde la mitad, o más de esos recursos naturales, son exportados como materia prima, sin procesamiento industrial, o con limitado procesamiento industrial”.

Medición de agua en Salar de Llamara ©Cristina Dorador
Medición de agua en Salar de Llamara ©Cristina Dorador

Para el antropólogo e investigador de Mundos de Litio, “el extractivismo, de alguna manera, puede ser visto como un síntoma de la modernidad, y de la enfermedad que provoca esta separación radical entre organismos y ambientes, separación efectuada con una intensidad sin precedentes y predatoria que nos ha llevado a vivir en esta era planetaria que los mismos científicos han definido como el Antropoceno, pero que en el norte de Chile pareciera ser algo más cercano al ‘extractoceno’”.

Por ello, los autores del artículo hablan de que la industria minera es extractivista en más de un sentido, pues no solo explota la naturaleza en grandes volúmenes, sino que también extrae plusvalía en el proceso de trabajo y separa violentamente a organismos de sus ambientes a través de un modo expansivo y desarraigado de producción y con “escabilidad”, lo que afecta también a comunidades humanas locales.

“Usamos la idea de escabilidad propuesta por la antropóloga Anna Tsing para pensar el norte y en particular el proyecto extractivista. Tsing usa en modo descriptivo ese concepto para referirse a la definición de ‘progreso’. El progreso, que está al centro de discursos hegemónicos economicistas sobre ‘desarrollo’, se caracteriza por su habilidad para hacer que sus proyectos se expandan, pero que, al hacerlo, no cambien sus premisas fundamentales. Eso es lo que ella llama escalabilidad; la habilidad de los proyectos progresistas para cambiar de escala sin transformarse”.

Acto seguido, pone como ejemplo a la minería del litio, negocio que según el antropólogo no cambia su organización al expandirse, sino que, simplemente, lo hace de manera exponencial, sin transformarse a medida que crece.

“Un buen ejemplo de eso es la reciente licitación chilena del litio: se propone en modo expansivo (en millones de toneladas y con todos los salares posibles en la mira esperando a ser explotados), sin cambiar sus propias premisas; como negocio, y para expandirse, necesita ser indiferente a las trasformaciones que genera, y al modo relacional en que la misma tierra (para algunos, Gaia) responde y resiste. De hecho, ese proyecto expansivo no incluye ni admite datos, hechos o realidades que no calcen con sus propias premisas. En ese negocio no cabe la consideración de la destrucción de ecosistemas y, para decirlo de alguna manera, tampoco cabe la destrucción del tejido social comunitario”, asegura el académico de la Universidad de Ámsterdam.

©Guy Wenborne
Minería del litio ©Guy Wenborne

En esa línea, el investigador cuestiona los discursos de la industria sobre la transición energética “que son ‘vendidas’ como inevitables. Además, la industria opera con un tiempo lineal orientado al futuro con una fuerza casi maniaca, como una acción maniaca que es ciega al espacio en el que trascurre.  Por eso con la antropóloga Marina Weinberg, con la que trabajamos estos temas desde el ámbito académico, preferimos pensar estas transiciones como ‘transiciones bipolares’. Usamos esta metáfora para pensar específicamente el litio, puesto que es un elemento que se usa para estabilizar los estados maniacos en cuadros bipolares en psiquiatría, pero también como un elemento que estabiliza las economías capitalistas actuales”.

¿Transición energética “verde”? La paradoja del litio

Las empresas han explotado – a sus anchas – las aguas subterráneas y salmueras de los salares, bajo la justificación de que es clave para la descarbonización y transición energética global, que pase del uso de combustibles fósiles a la electromovilidad, como los autos eléctricos fabricados en países del hemisferio norte que requieren baterías de litio. Así lo reflejó el biministro de Minería y Energía, Juan Carlos Jobet, quien afirmó en un evento que “sin minería chilena, el mundo no va a poder frenar el cambio climático”.

Sin embargo, un reporte publicado este año por la Agencia Internacional de Energía advierte la existencia de un desbalance entre las ambiciones climáticas globales y la disponibilidad de “minerales críticos” para tales fines. En efecto, se estima que la demanda de litio crecerá 42 veces si se alcanzara el objetivo de “cero emisiones” antes del año 2040.

©Guy Wenborne
©Guy Wenborne

El meollo del asunto está en que más de la mitad de los depósitos de litio del planeta se encuentran en los ambientes áridos de los salares sudamericanos, por lo que la alta demanda de dicha transición de energética – que desoye los tiempos-profundos planetarios – podría detonar una verdadera devastación ambiental en la región.

En palabras de Bonelli, “la transición energética se plantea desde el norte global afectando en maneras cruentas al sur global”, considerando que “el proyecto de descarbonización que propone esta transición corporativa produce efectos indeseados y contraproducentes, al destruir y secar ecosistemas valiosísimos desde el punto de vista evolutivo, territorios que lentamente (o no tan lentamente) dejan de ser habitables y aptos para la vida. Y hay que considerar que esto ocurre en un lugar como Chile, donde el cambio climático se expresa mayormente a través de sequías. Una descarbonización que opere a través de la minería de agua, como es la minería de litio, en un lugar golpeado por sequías y severas crisis hídricas, es claramente una paradoja que hay que destapar”.

Coincide Dorador, quien retruca: “La paradoja o trampa acá es, justamente, tratar de avanzar en la sustentabilidad o incluso usando la metáfora bélica de ‘luchar’ contra el cambio climático con más mercado o consumo, lo que es absurdo porque claramente una de las razones de por qué estamos en esta gran crisis es el excesivo consumo y producción de gases de efecto invernadero debido a todo lo que el ser humano realiza”.

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El futuro de los salares y sus (micro)habitantes

Este tema está lejos de ser sencillo, por lo que ambos investigadores destacan la necesidad de la transdisciplina para abordar estos problemas mayúsculos y complejos, con el fin de inventar soluciones y reinventar tanto la ciencia como la política.

“Lo que yo haría es dejar intactos los salares, parar la extracción de agua de los salares y también de las napas subterráneas y aguas continentales para fines industriales, sobre todo. Porque el consumo humano existe en el desierto, en las ciudades, pero no es tan masivo como es en el caso de la gran minería”, sostiene la microbióloga, para quien conservar la naturaleza es un imperativo ético.

Salar de Llamara ©Cristina Dorador
Salar de Llamara ©Cristina Dorador

La investigadora añade que “se necesita litio, por supuesto (…) pero siempre tenemos que actuar conforme al mercado, o sea, ¿cuánto litio necesitan realmente las personas? ¿Por qué no se reciclan las baterías de litio y, si se reciclan, dónde están esos centros de reciclaje? En Chile no lo hacemos. ¿Por qué no desarrollamos más conocimiento y tecnología, y replanteamos nuestras formas de vida hacia formas con menos consumo, con economías más pequeñas, circulares y sustentables? Yo sé que son cambios complejos, de larga data, pero si no hacemos cambios de conciencia a este nivel no vamos a seguir existiendo. Este es un tema de evitar la extinción de las especies y, por ende, de nuestra propia vida, entonces, tenemos que hacer todo lo posible para evitar aquello”.

Una conversación ‘terapéutica’ luego de ver estado del Salar de Llamara ©Cristóbal Bonelli
Una conversación ‘terapéutica’ luego de ver estado del Salar de Llamara ©Cristóbal Bonelli

Por su parte, Bonelli recuerda a su colega, Marina Weinberg, “que está haciendo su trabajo en el norte de Chile como parte de nuestro proyecto. El otro día proponía desde Tocopilla, con un tono humorístico, que todos los autos Tesla tendrían que tener como manual del auto una guía o folleto con fotos de Tocopilla que muestre la precariedad de la vida y la destrucción ‘necesaria’ que se ejecuta a través de estos proyectos para que esos autos puedan existir. Me parece que la broma de Marina es una broma seria, y necesitamos hacer estas conexiones en distintas maneras, no solo a través de la denuncia totalizante en contra de estos proyectos -no porque esté errada, sino porque la denuncia en sí no va a cambiar el sistema capitalista-, sino también a partir de pensar y repensar desde las contradicciones que se viven en estos territorios”.

En ese sentido, el antropólogo asegura que la transición energética justa debiese “asegurar que Oslo en Noruega y Tocopilla en Chile sean lugares en los que se pueden habitar dignamente, respirando ese mismo oxigeno que nos ofrecieron las cianobacterias hace millones de millones de años atrás”.

En definitiva, concluye que “es complejo el tema, porque la solución no es simple, y no basta con ‘nacionalizar’ los recursos. Es el sistema de vida, y como imaginamos una vida digna de ser vivida, lo que está en juego”.

 

 

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