Rapa Nui: una historia más allá de los moai
Nuestra colaboradora invitada es Camila Medina López, quien vivió un año en Isla de Pascua donde realizó una investigación para su libro «Maestras de la Tradición Oral Rapanui». Aquí nos comparte un interesante repaso de la historia de la isla y la verdad detrás del Tangata Manu.
Viajamos hacia un territorio de sonoridades, un lugar de cantos, poesías y bailes que nutren a diario a quienes lo habitan. Un espacio de múltiples historias eclipsadas bajo las sombras de sus moai y el imaginario de una isla paradisíaca, apostada al sur del océano Pacífico. Rapa Nui pertenece administrativamente a Chile, pero más –mucho más– de 3.600 kilómetros de mar la separan del continente.
En condiciones de extremo aislamiento sus primeros habitantes, arribados desde la lejana tierra de Hiva, alcanzaron un alto nivel de desarrollo. Organizaron territorios y construyeron arquitectura para aprovechar las fuentes de agua dulce, crearon una espiritualidad propia y un sistema de escritura llamado rongo-rongo, hasta hoy indescifrado.
Para el primer contacto con occidente, en 1722, el crecimiento de la población había producido presión sobre los recursos, generando conflictos internos que los llevó a una inevitable decadencia. El cinco de abril de ese año, este pequeño trozo de tierra flotante aparecía ante el mundo y se le dio nombre: Isla de Pascua, por pascua de resurrección.
En adelante su historia rebosó episodios de abusos y saqueos, pero también de resistencias. A mediados del XIX, cazas esclavistas se llevaron a más de mil rapanui, entre ellos, a los sabios intérpretes de las tablillas rongo-rongo. Más tarde, el comerciante francés Dutrou Bornier, autodenominado rey de Isla de Pascua, promovió la explotación de ganado y forzó a los rapanui a trabajar para él. Mientras tanto, misioneros católicos bautizaban por doquier, sepultando creencias que a sus ojos constituían prácticas paganas. No hubo cómo evitar el impacto.
Quedaron los pocos que se salvaron. Los desconsolados y los retornados. De diez mil habitantes que pudo sostener la isla en su plenitud, la población se redujo a 110. De ellos, sólo veinte mujeres habrían dado origen al actual pueblo de Rapa Nui, comenta Sofía Abarca en su libro Ríu, el canto primal de Rapa Nui.
La incorporación a Chile mediante el controvertido “Acuerdo de Voluntades” llegó en 1888 de la mano de la devastadora lepra. El Estado arrendó la isla al empresario Enrique Merlet quien se asoció con la empresa angloescocesa Williamson Balfour, para crear la Compañía Explotadora de Isla de Pascua. Así el territorio pasó a ser una estancia ganadera y su pueblo fue relegado a habitar una pequeña superficie dentro de su propia tierra. Debieron pasar 72 años para que el Estado de Chile les otorgara a los rapanui derechos ciudadanos.
Durante largo tiempo mostró un paisaje rural, dotado de labradores de la tierra, artesanas de fibras vegetales y contadores de historias, estableciéndose en un espacio que hacía de bisagra entre el inhóspito campo y los humildes caseríos.
Al compás de la modernización y la apertura al continente, se forjó lo que hoy es Hanga Roa, el centro neurálgico de la isla que sin aviso previo creció a ritmo desaforado. En poco más de cuarenta años, sus habitantes pasaron de acceder por primera vez a servicios básicos como alcantarillado y alumbrado público, a tener televisión, telefonía e internet. El desarrollo del turismo fue aún más vertiginoso. Los moai se convirtieron en una de las principales postales de Chile a la hora de promocionarlo en el extranjero. Desde todas partes del mundo llegaron viajeros e investigadores, atraídos por sus estatuas y paisajes. Muchos se quedaron.
En menos de veinte años la población se duplicó. Los 2.764 habitantes que había en 1992 pasaron a ser 5.436 en 2010. Todos ellos estaban cuando llegué, seducida también por sus moai, sus paisajes y un disco de música titulado “Ríu Rapanui” que descubrí en casa. También me quedé y lo que sigue son las historias que me contaron.
Tangata Manu, el hombre salvaje
El culto al tangata manu encuentra su génesis en el ocaso de una época. Cuando la espiritualidad del pueblo tuvo su máxima expresión en la construcción de los moai, gigantes estatuillas de piedra que atesoraban las almas de ancestros respetados por la comunidad. De ahí su nombre, que en español podría interpretarse como: para (mo) permanecer (ai).
Hay alrededor de novecientos moai repartidos principalmente en todo el borde costero y en las canteras de Rano Raraku, donde fueron construidos hace más de mil quinientos años con el uso de simples picotas y herramientas de basalto llamadas toki. Un trabajo colosal que por años ha encendido la curiosidad de investigadores en todo el mundo.
En el cenit de su desarrollo, la población de la isla aumentó drásticamente –los más discretos estiman un máximo de diez mil habitantes– provocando una situación crítica en un ecosistema frágil que no soportó la sobreexplotación de recursos. Siguieron conflictos internos entre distintos clanes, las guerras y la destrucción de plataformas sagradas y sus moai.
La época megalítica llegaba a su fin y los rapanui comenzaron a rendir culto a Make-Make el dios creador que, en medio de las carencias, representó la fertilidad. Durante la transición del invierno al verano –consideradas antiguamente las únicas dos estaciones del año– se celebraría en la Aldea Ceremonial de Orongo la competencia del Tangata Manu.
Cada clan elegía a un representante llamado hopu manu, un hombre que se preparaba físicamente para enfrentar una competencia que podía resultar fatal. Los hopu manu debían descender el acantilado de Orongo y nadar hasta el Motu Nui –el último de los tres islotes emplazados a unos mil metros desde la base de la Aldea–, para conseguir el primer huevo del ave Manutara. El ganador convertía a su jefe en el elegido para ser el Tangata Manu de esa temporada, quien asumía el poder político de la isla hasta la siguiente competencia.
Aunque se desconoce el detalle de cómo y cuándo surgió la ceremonia, traducida al castellano como hombre pájaro, permanecen aún sus huellas. Hacia el final de la aldea Orongo, en un afloramiento natural de rocas, está la mayor concentración de petroglifos de la isla. Ahí sobresalen relieves característicos del arte rupestre rapanui: máscaras representativas de Make-Make, algunos komari (vulvas) y sobre todo varias figuras de Tangata Manu: formas humanas de perfil, en posición fetal cuyas cabezas corresponden a las de un ave.
María Elena Hotus –que no confía en traducciones ni mucho menos en libros– conserva una singular versión de la tradición oral sobre el hombre pájaro.
“Hay rapanui que sabemos que Tangata Manu no significa hombre pájaro, porque tú hablas tu idioma y tú sabes tu idioma, pero los otros no. Entonces lo que sea que tú le digas al otro, así va a ser para la persona que no conoce, porque no sabe….
Al Tangata Manu nadie lo podía tocar. Le mandaban gente a la cueva, ellos le llevaban pescados y mujeres, pero nada más. Entonces este hombre no tenía contacto con nadie y ¿cómo queda un hombre que está así tan solo? Queda como salvaje, el Tangata Manu se ponía salvaje, caminando como animal, por eso se llamaba hombre salvaje.
Papa Kiko me contó a mí y me pidió que había que contarlo y tratar de arreglar ese error, porque así es como muchas otras cosas de la isla se han ido perdiendo, se olvidan, porque la gente les cambia los nombres a las cosas para que sean más fáciles, para explicárselas a los turistas”.
Fragmento del libro “Maestras de la Tradición Oral Rapanui”, Camila Medina López (2016)