De la caza de ballenas a los avistamientos: un nuevo relato para Caleta Chome
Durante el siglo pasado, todos los habitantes de este lugar estaban vinculados de alguna manera a la caza de ballenas. “Era lo que sabían hacer”, dice el investigador Daniel Quiroz. Hoy, en Chome -comuna de Hualpén- permanecen el relato nostálgico de esa época de prosperidad y las ruinas de una fábrica donde se faenaban cetáceos que se oxida a orillas del mar. Sin embargo, el colectivo feminista Soplo a la vista quiere darle una nueva narrativa a esta caleta de pescadores, donde cada año siguen llegando estas especies. Su foco está en la educación ambiental, la vinculación con la comunidad y en responder preguntas científicas sobre la “reina de la caleta”: la ballena sei.
“Oye, no te olvides: las ballenas tienen barba y los delfines tienen dientes”, le repetía una y otra vez Alberto Calderón a su pequeña hija Camila. Calderón, más conocido como Alberto de Fobos (como la luna de Marte), su nombre artístico, era un hombre de múltiples oficios: pintor, escritor, coleccionista, paleontólogo, pero por sobre todo un hombre de mar. “Nunca olvidé esa frase sobre las ballenas y los delfines”, dice Camila (29). Eso que le decía su padre fue determinante para decidir qué haría en su vida años más tarde.
Cada verano, Alberto iba con su familia a Caleta Chome, un pequeño poblado costero ubicado a unos 20 kilómetros de Talcahuano, en la comuna de Hualpén. Allí pasaban las vacaciones en la casa de su amigo, Amado Macaya. En Chome, el apellido Macaya es una leyenda: a principios del siglo pasado, un hombre llamado Juan Macaya Aravena inició una industria de caza de ballenas en la zona, que fue la principal actividad durante varias décadas. Hoy, sin embargo, el mayor atractivo de este lugar es el avistamiento de grandes cetáceos. “Siempre me resultó un misterio por qué las ballenas seguían llegando a un lugar donde años antes las mataban”, dice Camila.
Caleta Chome es un villorrio con unas 40 casas que parecen colgar de una quebrada que llega al mar. Hoy tiene cerca de 150 habitantes y la mayoría tiene algún parentesco entre sí.
Como todos los niños en la caleta, Camila solía ir a jugar a las ruinas de la fábrica donde se faenaba a los cetáceos. Allí, probablemente, jugó con una niña que nació y se crió en Chome, y que más tarde sería su amiga y su “socia”: Fernanda Silva (30). “Todos los niños en Chome jugábamos entremedio de los fierros. Nos metíamos en unos tambores enormes donde cocían los huesos de las ballenas para sacarles el aceite”, dice Fernanda. “Capaz que hayamos jugado juntas, pero nunca sabíamos los nombres de los otros niños”.
Varios años después, Fernanda -guía de turismo aventura- creo la página oficial de Facebook de Caleta Chome donde publicaba fotos de las ballenas que se avistaban desde la caleta, y Camila -veterinaria de profesión- era una de las personas que se las comentaba. Era cosa de tiempo para que Fernanda y Camila se hicieran amigas.
En la universidad, Camila ya tenía la inquietud de hacer algo concreto relacionado con conservación de mamíferos marinos y educación ambiental. Por eso, junto a varios estudiantes de la U. de Concepción crearon una ong llamada AquaGaia. En esa instancia Camila conoció a Andrea Cisterna (30), estudiante de biología en esa casa de estudios. “La Cami me hablaba harto de Chome y de la Feña”, cuenta Andrea. “Yo conocía Chome, pero no había creado ese vínculo asociado a las ballenas hasta que conocí a la Cami y a la Feña”.
Las urgencias estudiantiles fueron diluyendo el impulso inicial de AquaGaia. Pero la motivación de Camila, Andrea y Fernanda encontraría una nueva oportunidad.
Un pueblo ballenero
Muchos años antes que Chome, la isla Santa María, al sur del golfo de Arauco, fue el epicentro de la caza de ballenas. A mediados del siglo XIX, pescadores de Talcahuano, Tumbes, San Vicente y de la isla empezaron a cazar ballenas con chalupas – embarcaciones menores, sin cubierta y a remos- y arpones manuales.
El libro “Itinerarios balleneros: De la caza tradicional a la caza moderna (… o de isla Santa María a caleta Chome)” cuenta la historia de Juan Macaya Aravena, un hombre que se asentó en la zona y que habría aprendido el oficio de ballenero de Juan da Silva, un portugués aventurero que llegó a la isla en 1890.
En un comienzo, la familia Macaya complementaba la cacería de ballenas con la pesca, el buceo con escafandra y la recolección de mariscos, pero el año 1934 marca un hito: crean la Compañía Chilena de Pesca y Comercio Juan Macaya Aravena e Hijos, con una planta para el procesamiento de ballenas. El negocio consistía en vender el aceite negro como combustible para las lámparas de los mineros y como lubricante de las maquinarias del carbón en Lota.
Cuando Juan Macaya falleció, en 1944, sus hijos formaron una nueva sociedad comercial, pero debido al aumento de la producción la infraestructura de la isla se hizo insuficiente y debieron trasladar la planta ballenera al continente. El lugar elegido fue Caleta Chome.
“Chome es el único pueblo ballenero del país, porque toda la gente que vivía ahí estaba, de una manera u otra, vinculada a las ballenas”, explica Daniel Quiroz, antropólogo de la U. de Chile y coautor del libro “Itinerarios Balleneros…”. Chome fue un pueblo creado para instalar a las familias que se dedicarían a procesar ballenas, por eso la familia Macaya no sólo levantó la planta, también construyó casas, una escuela y la iglesia. Unas 250 personas trabajaban en la Planta Ballenera Trinidad, bautizada así en honor a la matriarca de la familia.
“En Chome había una cultura ballenera”, dice el investigador. “Era lo que sabían hacer, era su vida. Aparte de las diferencias sociales, culturales y económicas que había entre los habitantes de Chome, todos formaban parte de esa cultura ballenera: hombres, mujeres, niños, viejos… Todos”.
Según el libro, entre 1951 y 1967 la empresa Macaya Hermanos cazó y procesó 4.612 cetáceos, con un promedio anual de 288 ejemplares. Los cachalotes fueron el 86,6% del total de capturas en este período; las otras especies fueron ballenas azules, de aleta, sei y jorobadas. “Mi teoría es que no cazaban ballenas por la plata, aunque había una dimensión monetaria. Cazaban ballenas porque era lo que sabían hacer. De hecho, el costo de mover esos tremendos buques viejos se llevaba las tres cuartas partes de lo que podían obtener”, dice Quiroz.
A fines de los 50 y en la década siguiente, la industria vive su época de mayor auge. Comienza a decaer a finales de los 60 y los 70 son años muy difíciles para sobrevivir. Ante una inminente moratoria para la caza comercial de ballenas, en los 80 Macaya Hermanos decidió concentrarse en la pesca de alta mar, sin buenos resultados. Finalmente, el gobierno decretó el 15 de julio de 1983 la prohibición indefinida de la caza comercial de ballenas.
Quiroz dice que visitaba con cierta frecuencia la caleta hasta el año 2000. “Era un pueblo que vivía del recuerdo de la caza de ballenas”, explica. “Fueron vendiendo de a poco la planta y cada vez está más destruida, pero está ahí. Lo que ellos ven a cada rato son ruinas: su prosperidad convertida en una ruina”.
“En Chome, el pasado es presente”, concluye.
Un nuevo comienzo
Cuando cierra la planta ballenera de la familia Macaya, muchos habitantes de Chome partieron a buscar trabajo a Talcahuano o Concepción. “En los años 80, en Chome vivían unas 300 personas; ahora quedamos casi la mitad”, dice Fernanda. El éxodo también involucró a la familia Macaya y actualmente queda solo una persona con ese apellido.
“Los habitantes de Chome tienen una mirada nostálgica, porque cuando el Estado prohíbe la caza de ballenas dejó a las familias sin herramientas para generar otro tipo de ingreso”, dice Camila. “La gente tuvo que partir o cambiar sus oficios a pescadores o recolectores… Hubo un cambio cultural que les costó mucho”, agrega. De esa época de prosperidad permanece ese relato nostálgico y los vestigios de una fábrica que se oxida a orillas del mar.
“Nosotras queremos dejar atrás esa parte del relato reflejado en la ballenera convertida en ruina y queremos instalar uno lleno de vida, el de los atractivos naturales y de las ballenas que llegan con sus crías a alimentarse”, dice Fernanda, quien es descendiente de Juan Macaya Aravena y de Juan da Silva.
Fernanda dirige un emprendimiento llamado Turismo Chome Aventura. “Hoy en Chome no se cazan ballenas, sólo se capturan en fotos”, dice. Con una embarcación capitaneada por su padre, Claudio Silva, realiza paseos en bote donde enseña la flora y fauna de la zona: pingüinos de Humboldt, chungungos, cormoranes y, por supuesto, cetáceos.
La ballena sei (Balaenoptera borealis) es la reina de Chome, pero también se dejan ver las ballenas fin (Balaenoptera physalus) y jorobadas (Megaptera novaeangliae). Es tan común verlas cerca de la costa que algunos pescadores son capaces de reconocerlas y a algunos individuos les tienen nombres. “A la ballena sei que más se acerca la bautizamos La Regalona”, cuenta Fernanda.
Hace unos años, Fernanda invitó a Camila a dar un paseo en bote. Cuando el capitán divisó una ballena sei en las cercanías, gritó: “Soplo a la vista”. Fernanda y Camila se emocionaron al instante. Ese mismo día comenzaron a idear qué hacer por Chome y las ballenas.
Lo primero que hicieron Camila, Fernanda y Andrea fue organizar un festival para darle la bienvenida a la temporada de ballenas. El nombre estaba cantado: Soplo a la vista. El festival, realizado en noviembre de 2019, tuvo divulgación científica y educación ambiental mediante talleres para niños, tours a la pingüinera, muestras fotográficas y música. “No esperábamos a tanta gente”, dice Andrea, porque llegaron incluso personas de otras localidades.
El éxito del festival las impulsó a dar un paso más y crearon el colectivo femenino Soplo a la Vista, al que luego se unió Daniela, publicista, fotógrafa y hermana de Camila. Uno de sus objetivos es trabajar en proyectos científicos: “Es nuestro fuerte con la Cami, porque podemos complementarlo con nuestras profesiones”, dice Andrea. La otra parte es la vinculación con la comunidad local. “Una de las cosas que siempre nos ha recalcado la Feña es que a Chome han llegado investigadores, pero sin vincularse con la gente. Por eso, desde un principio fue importante no pasarlos a llevar y hacerlos partícipes, y en esa tarea nos ha favorecido que la Feña sea de Chome”, agrega.
Para Andrea -bióloga y estudiante de un doctorado en Oceanografía-, la ciencia debe cumplir una labor social. “La comunidad científica es súper cerrada. Los investigadores publican sus conclusiones en papers, lo que es súper necesario, pero esa información muchas veces no llega a la gente. Los investigadores tienen una deuda con las comunidades locales”, explica. Luego agrega: “Creemos que la gente de Chome se puede empoderar a través de la ciencia y la educación ambiental para realizar sus actividades, como un turismo responsable. Para ellos es súper normal ver ballenas o lobos marinos, pero es importante que les den valor a estas especies en términos de conservación, que sepan su relevancia biológica o su rol en los ecosistemas. Las ballenas no llegan porque sí a Chome: algo tiene que estar pasando para que las ballenas regresen allá”.
Esas son parte de las preguntas científicas que desafían al colectivo Soplo a la vista. “Queremos entender lo que ocurre con las ballenas sei que llegan acá. Las hemos visto comer, pero ¿qué están comiendo? ¿Cuánto tiempo permanecen en Chome alimentándose? ¿Dónde se van después? Tenemos muchas preguntas y esta especie es super importante”, dice Andrea. Con estas respuestas esperan generar una publicación científica.
Pese a que la pandemia postergó algunos planes de Soplo a la vista, las buenas noticias llegaron igual. El 14 de diciembre de 2020 -el mismo día del eclipse solar- se adjudicaron su primer fondo para estudiar a la ballena sei en la caleta Chome, proveniente de The Rufford Foundation, una ong del Reino Unido. Dos meses después, se adjudicaron un segundo fondo, esta vez de National Geographic. También han sumado alianzas con Merrell, Karun, Stanley y Opinel.
Si todo sale bien, en septiembre próximo deberían instalar un hidrófono en Caleta Chome, como parte de su proyecto de investigación. “Dentro de los métodos no invasivos para estudiar a las ballenas, está el monitoreo acústico pasivo, que consiste en poner un hidrófono en el mar. Esto nos va a permitir responder preguntas súper básicas, como cuándo llegan, dónde se están alimentando o cuántos individuos son, entre otras interrogantes”, dice Andrea.
Para noviembre está programada la segunda versión del festival Soplo a la vista, para dar, otra vez, la bienvenida a la temporada de ballenas.
Dice Fernanda: “No podemos olvidar el pasado. Pero hoy la historia de Chome no se trata de muerte de ballenas. Hoy es vida”.