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COP30: No hubo acuerdo para dejar atrás los combustibles fósiles, pero se afianza la hoja de ruta hacia una transición más justa
La COP30 en Belém cerró con avances relevantes pero insuficientes para encaminar al mundo hacia la meta de 1,5°C, en un contexto marcado por tensiones políticas, brechas de financiamiento y un reconocimiento generalizado de que la acción climática sigue lejos de la urgencia científica. Mitigación, adaptación, transición justa y pérdidas y daños avanzaron, pero con acuerdos parciales, metas poco específicas y una fuerte inquietud por la falta de recursos para los países más vulnerables. América Latina tomó un rol protagónico para exigir mayor ambición, financiamiento adecuado y protección de ecosistemas críticos. El balance final dejó una señal inequívoca: la ventana para actuar se estrecha rápidamente y los compromisos deberán traducirse en políticas concretas antes del próximo ciclo de contribuciones, en un escenario global cada vez más tenso y determinante para el futuro climático del planeta.
La COP30 en Belém do Pará cerró después de más de dos semanas en las que la política climática global volvió a demostrar tanto su capacidad de avanzar como sus profundos límites. En esta edición, marcada por más de 70.000 asistentes y por la presión creciente sobre los gobiernos para cumplir con la trayectoria de 1,5°C, los países llegaron al final de la cumbre con acuerdos parciales, discusiones abiertas y un llamado renovado —aunque no unánime— a acelerar la transformación del sistema económico que alimenta la crisis climática.
Este año, la conferencia estuvo atravesada por tres ejes transversales: la necesidad de traducir compromisos históricos en políticas concretas, el reclamo de los países en desarrollo por un financiamiento adecuado y la urgencia de generar resultados visibles en adaptación, pérdidas y daños, y transición justa. Fue también una COP donde América Latina —y particularmente la Amazonía— tomó un rol más protagónico, con llamados a reconocer la vulnerabilidad diferenciada de la región, fortalecer la protección de ecosistemas críticos y asegurar que los pueblos indígenas tengan un asiento real en la toma de decisiones.
Belém, como ciudad anfitriona, se convirtió en un símbolo del contraste que define a la crisis climática. Se trata de un territorio al borde del mayor bosque tropical del planeta, que enfrenta simultáneamente deforestación, incendios, aumento del calor extremo y desigualdad socioambiental. En ese contexto, la discusión sobre cómo financiar la acción climática —especialmente en regiones como América Latina y el Caribe, donde los impactos ya afectan vidas, economías y ecosistemas— tomó una fuerza particular. Países del Sur Global (países de África, América Latina, Caribe y gran parte de Asia) insistieron en que los compromisos actuales, tanto de mitigación como de adaptación, siguen muy por debajo de lo necesario, y que sin nuevos recursos será imposible cumplir con la ruta hacia 2030.

Este escenario también abrió espacio para que Chile llegara a Belém con una agenda clara: impulsar el debate sobre soluciones basadas en la naturaleza, fortalecer la cooperación regional en océano y adaptación, y aportar al diseño de un financiamiento climático más accesible para países de ingreso medio. El rol que Chile ha tomado desde la COP25 —como país organizador, aunque remoto— todavía pesa, y la delegación buscó mantener esa influencia en un contexto donde las negociaciones son cada vez más técnicas y políticamente tensas.
Así, el cierre de la COP30 volvió a mostrar una tensión ya conocida: los avances existen —y algunos son relevantes—, pero no alcanzan la velocidad ni la escala que exige la ciencia. La distancia entre lo acordado y lo necesario se mantiene. El desafío ahora, de acuerdo con expertos en el área, será transformar lo discutido en Belém en compromisos medibles en el próximo ciclo de contribuciones nacionales, justo cuando el mundo se acerque peligrosamente a los límites climáticos críticos.

Mitigación: Entre la esperanza y la deuda pendiente
En materia de mitigación, la COP30 dejó sensaciones contrapuestas. Por un lado, hubo un reconocimiento explícito de que la trayectoria actual nos aleja del límite de 1,5°C y que, sin reducciones profundas y aceleradas de emisiones antes de 2030, será prácticamente imposible evitar que el calentamiento supere puntos de no retorno. Ese diagnóstico apareció de manera transversal en diversas intervenciones, con múltiples delegaciones subrayando que el mundo ya está viviendo los impactos de un calentamiento que supera los 1,2°C, con daños crecientes en salud, infraestructura, ecosistemas y seguridad alimentaria.
Uno de los elementos centrales del debate fue la necesidad de eliminar progresivamente los combustibles fósiles, un punto que generó tensiones entre países productores y aquellos más vulnerables. Aunque varios Estados presionaron por incluir un mandato claro de eliminación total y acelerada, el acuerdo final evitó un lenguaje contundente. Se insistió en “transiciones ordenadas y equitativas”, pero sin compromisos vinculantes que delimiten la reducción del carbón, petróleo y gas en plazos concretos. Este desenlace dejó la sensación de que, si bien la dirección está trazada, los pasos siguen siendo insuficientes frente a la urgencia científica.
«Una cosa es el mensaje escrito y otra es el mensaje político no escrito. El mensaje que todos escuchamos fue que teníamos que volver a aumentar el nivel de ambición, en términos de 1,5 grados, pero no quedó reflejado en el texto. Por tanto, en el fondo es como haber cumplido para la galería. Lamentablemente, se incluyeron los temas indígenas y se mencionaron los temas de género, pero eso no tiene nada que ver con migración, que es lo que realmente importa. Se intentó hablar de salir de los combustibles fósiles, no obstante, no hay ninguna letra que diga eso. Así que el mensaje político es: mientras no toquemos los temas coyunturales, podemos comprometernos con lo que quieran. Ese es el mensaje político no escrito», afirma Alex Godoy Faúndez, director del Centro de Investigación en Sustentabilidad y Gestión Estratégica de Recursos de la Universidad del Desarrollo y miembro de Nexus KAN de la organización Future Earth (un programa internacional de investigación para la sostenibilidad global).

«Si nosotros no estuviésemos hoy día en una emergencia climática, que tiene que ver con tipping points y con el colapso del ecosistema, el nivel de avance sería aceptable, pausado, un nivel de avance tranquilo, pero dada la urgencia y la velocidad que se requiere, lo comprometido en COP no es suficiente. O sea, en adaptación, se bajaron de 100 a 60 indicadores, pero no sabemos cómo, no sabemos cómo lo vamos a medir, no sabemos cómo vamos a avanzar, nada», agrega.
También se debatió intensamente sobre las tecnologías de captura y almacenamiento de carbono (CCS) y las soluciones basadas en la naturaleza. Algunos países promovieron la ampliación del uso de CCS como parte del paquete de mitigación, mientras que otros alertaron que esa estrategia podría ofrecer una falsa sensación de seguridad y desviar los esfuerzos reales de reducción. En paralelo, se reforzó la necesidad de acelerar medidas de eficiencia energética, expansión de energías renovables y electrificación, especialmente en sectores de alto impacto como transporte e industria pesada.
América Latina jugó un rol importante en este eje. Varias delegaciones —incluyendo Chile— subrayaron que la región tiene potencial para ser líder en energías renovables, hidrógeno verde y protección de ecosistemas críticos que actúan como sumideros naturales. Sin embargo, también se insistió en que este liderazgo solo es posible si existen mecanismos de financiamiento adecuados y si la transición energética no reproduce desigualdades internas ni presiona aún más a territorios vulnerables.

Adaptación: El gran tema donde la ambición sigue siendo insuficiente
Si hubo un tema que evidenció con fuerza la distancia entre las necesidades reales y el avance político, fue la adaptación. En Belém quedó claro que, pese a que los impactos climáticos ya afectan a millones de personas —especialmente en América Latina, África y pequeñas islas—, los compromisos y recursos destinados a fortalecer la resiliencia siguen estancados. La región insistió repetidamente en que no basta con reconocer vulnerabilidades: se requieren metas medibles, financiamiento de calidad y un plan global que dé cuenta de lo que el mundo debe hacer para proteger vidas y medios de subsistencia en un clima que cambia cada vez más rápido.
El debate estuvo marcado por la Meta Global de Adaptación (GGA), un proceso que muchos países esperaban que diera un salto sustantivo en esta COP. Aunque el texto final avanzó respecto de versiones anteriores, todavía no logró el nivel de especificidad necesario. Varias delegaciones latinoamericanas, incluyendo a Chile, expresaron su preocupación porque la GGA sigue siendo demasiado técnica y poco aterrizada en acciones concretas. La ausencia de indicadores claros —y sobre todo de un mecanismo que garantice financiamiento directo, suficiente y accesible— fue uno de los puntos críticos señalados por la sociedad civil y por países particularmente vulnerables.

Además, se hizo evidente la falta de coherencia entre la urgencia climática y el ritmo de implementación. Los países del Sur Global recordaron que la adaptación no es un complemento, sino un pilar central de la acción climática, especialmente cuando los impactos ya superan la capacidad de respuesta. Sequías prolongadas, olas de calor extremo, inundaciones, retroceso de glaciares y pérdidas en infraestructura crítica fueron mencionados como ejemplos de efectos que requieren respuestas inmediatas. Chile, por su parte, destacó la necesidad de fortalecer sistemas de alerta temprana, resiliencia hídrica y protección de ecosistemas que actúan como barreras naturales frente a eventos extremos.
Una de las discusiones más tensas giró en torno a la ausencia de financiamiento adecuado para adaptación, una demanda histórica que volvió a quedar sin solución. La región subrayó que, si bien existen fondos internacionales, estos son insuficientes, de difícil acceso y suelen privilegiar préstamos en lugar de donaciones o instrumentos más blandos. También se cuestionó que gran parte de los recursos disponibles llega de manera fragmentada, lo que dificulta planificar a largo plazo, diseñar políticas públicas integrales y cubrir las necesidades de territorios rurales, costeros o indígenas que enfrentan impactos más severos.

En esa línea, el lanzamiento del Fondo de Bosques Tropicales para Siempre (TFFF) por parte de Brasil añadió otra pieza al rompecabezas financiero. La iniciativa busca canalizar recursos para apoyar la reducción de la deforestación en países tropicales, uno de los frentes más urgentes para frenar emisiones y proteger biodiversidad. Durante la COP se anunciaron las primeras contribuciones, aunque aún quedan por definir montos escalables y la gobernanza del mecanismo.
«En la adaptación existen hartos ejes que son complicados. Primero, es definir quién es más vulnerable. O sea, ¿cómo comparamos la vulnerabilidad? ¿Quién es más vulnerable? Dada esta complejidad, es muy difícil comparar peras con manzanas, el ponernos de acuerdo de quién es más vulnerable es una pelea obviamente mundial, porque al final es como: ¿Por qué yo no y el otro sí?», señala Godoy.
«Lo segundo es que para la adaptación no es solamente poner dinero, o sea, hay numerosos países que hoy día, tanto en África como en África subsahariana, no tienen capacidades para poder transitar a los temas de adaptación. Chile tiene porque somos un país que tiene universidades y profesionales. Somos un país bastante avanzado, pero hay países que dentro de América Latina y el Caribe no tienen esas capacidades humanas para transitar. Estamos hablando de que hay países que ni siquiera tienen un comité científico de cambio climático. Entonces, dicho eso, la adaptación tiene que ir acompañada de sistemas de habilitación, que hoy día hay muchos países que no tienen. Por lo mismo, saber los costos de eso es complicado. El dinero está, pero cómo se implementa, cómo se transfiere, es muy complejo. Esto va más allá de si un país es vulnerable a las olas de calor, o vulnerable a las subidas del océano. Eso es lo más fácil, porque en el fondo todos sabemos construir matrices de riesgo por los países, el problema es qué hacemos con eso», añade.

Transición justa: Avanzar sin dejar territorios atrás
La transición justa volvió a instalarse en Belém como uno de los grandes desafíos políticos y sociales de la transformación climática. La urgencia de dejar atrás los combustibles fósiles —tema que atravesó toda esta COP30— puso sobre la mesa las preguntas que nadie puede eludir: ¿cómo asegurar que este cambio profundo no sacrifique comunidades? ¿Qué hacer para que los territorios dependientes del petróleo, el gas o el carbón no queden atrás? ¿Cómo garantizar que los beneficios de un nuevo modelo energético se distribuyan de manera equitativa?
En las plenarias y pasillos, la discusión fue clara: la transición no puede limitarse a sustituir tecnologías; debe incluir medidas de protección social, reconversión laboral, financiamiento adecuado y participación real de las comunidades afectadas. Chile, junto con Colombia, México, Uruguay, Panamá, Perú y Costa Rica, insistió en esta mirada, recordando que la justicia climática también implica que la transformación energética no reproduzca desigualdades históricas ni profundice brechas territoriales.
En este contexto, los minerales críticos —esenciales para el despliegue de energías renovables y tecnologías de almacenamiento— estuvieron en el centro del debate. La preocupación por los riesgos sociales y ambientales asociados a su extracción apareció en borradores iniciales del texto, pero finalmente desapareció del acuerdo final, una omisión que generó molestia entre observadores y comunidades organizadas.

«Depende de en qué lado estás tú de la transición, porque si la transición energética es la extracción de minerales, nos remontamos a muy pocos países y no hay mucho que hacer. Si hablamos de cobre, hay cinco países. Si hablamos de litio, son tres. Entonces, en ese caso, es muy distinta la extracción de litio en Australia que aquella que se hace en Perú, en Bolivia o en Chile. No es lo mismo. Eso tenemos que tenerlo claro. Por otra parte, cuando hablamos de minerales críticos, hablamos de China, de sectores de África. En ese contexto está sumamente circunscrito quiénes son los más afectados, que son los países que tienen esos tipos de yacimiento», explica Godoy.
«El tema de la extracción de minerales críticos es uno que Chile tiene que zanjar. Lamentablemente, estas decisiones van a tener un costo, pero es una decisión política, no solamente económica. Si realmente vamos a explotar el litio y chao salares, digamos, o si no los vamos a explotar y vamos a dejar que esto pase, es una decisión política. Asimismo, si alguien no quiere explotar el litio, tenemos que buscar otro mecanismo de financiamiento futuro. De todas maneras, el litio nunca ha sido un mecanismo de financiamiento para Chile, el cobre sí lo es. El cobre sigue avanzando. Sigue avanzando bien, digamos, ya que las mineras lo han hecho bien y juegan con estándares internacionales. Me refiero a la gran minería, porque la pequeña y mediana minería ha quedado muy rezagada», añade.

En ese sentido, según diversas delegaciones, el principal bloqueo vino de China, que hoy concentra cerca del 70% de la capacidad global de refinación. Para muchos países latinoamericanos, donde se ubican reservas clave de litio, cobre y otros minerales estratégicos, esta omisión fue una señal preocupante: una transición energética que no considere los impactos en los territorios podría replicar los mismos patrones extractivistas que han marcado la historia de la región.
«Hoy día el control tecnológico de la transición energética lo tiene China, no lo tiene ningún otro país. Hablamos de transición justa, si acaso las tecnologías de energías, digamos, van a llegar para todos, a precios accesibles, porque podemos tener grandes desarrollos tecnológicos, con grandes empresas privadas recibiendo una cantidad de dinero brutal, porque las venden para todo el mundo, pero para el resto de la gente no es accesible. Entonces, el concepto de transición justa, yo creo que hoy ya tiene que ser mirado con un poquito más de detalle, porque no todos tienen esta cadena de producción o de transición energética. No todos tienen las mismas responsabilidades, los mismos problemas, y creo que ahora tenemos que empezar a ajustarnos, con mucha mayor cantidad de detalle», menciona Godoy.

Aun así, Belém dejó señales importantes. La decisión de la presidencia de impulsar una hoja de ruta sobre el fin de los combustibles fósiles —aunque no forme parte del documento oficial— fue celebrada por organizaciones y expertos como un paso decisivo hacia un futuro más justo. Este proceso, que se desarrollará durante los próximos dos años, incluirá diálogos de alto nivel con gobiernos, industrias, trabajadores y comunidades locales, y servirá como insumo directo para próximas COP. La primera conferencia internacional sobre combustibles fósiles, que se realizará en Colombia en abril, empezará a aterrizar estos debates, incluyendo no solo la dimensión ambiental, sino también la social y territorial.
La presencia activa de pueblos indígenas, comunidades locales, juventudes y organizaciones de base también fue un recordatorio de que no hay transición justa sin participación vinculante. Sus intervenciones —en marchas, paneles, espacios paralelos y hasta dentro de las salas de negociación— aportaron una mirada necesaria: la transición energética debe construirse desde los territorios, respetando saberes locales, asegurando mecanismos de protección de derechos y garantizando que los beneficios no se concentren, otra vez, en los mismos actores de siempre.
«Para que hayan existido protestas de los grupos indígenas que fueron organizados, yo estuve ahí, es porque, por más que se hayan puesto, no se vio reflejado en nada tangible. Fue como hacer el proceso con ellos, pero sin ellos. Entonces, los reclamos de los pueblos indígenas son completamente válidos. Hicieron una COP usándolos como argumento, pero no los pusieron en la mesa. A mí me da pena que muchas veces este tipo de causas se instrumentalicen políticamente, pero en realidad no se avanza», comenta Godoy.

«Y cuando hablamos de eso, hablamos de la protección del conocimiento indígena y conocimiento local, estamos hablando de la autorización de su conocimiento como herramienta basada en la naturaleza, para poder aumentar la adaptación. Hablamos de transferencias de capacidades, del reconocimiento de los pueblos, de muchas cosas que no se tomaron. Se utilizan como argumento político, pero no se utilizan de forma apropiada en la inclusión. O sea, no me pareció ver una inclusión de los pueblos como yo hubiese esperado», agrega.
De esta manera, Belém mostró que el camino hacia una transición justa ya está abierto, pero también que queda mucho por definir. La región tiene un rol clave, tanto por su potencial energético como por su capacidad para demostrar que un cambio profundo es posible sin sacrificar comunidades ni ecosistemas. La justicia climática, una vez más, se reveló como el corazón del debate.
«Quizás lo más relevante es que la estructuración de los mercados de carbono del artículo 6, de las emisiones de transables, por lo menos tiene hoy una estructura mucho más formal y se avanza a un mercado global de emisiones. Estamos simplemente implementando, que es la estructura. Y aquí aparece una paradoja, porque la conferencia entre partes, como mecanismo de resolución de conflictos multilaterales, sirve muy bien para ponerse de acuerdo en lo que hay que hacer, pero no en lo que es implementación. Entonces, es súper interesante ver que hoy día estamos hablando de implementación y que el instrumento de la COP no es útil para eso»

Pérdidas y daños: Avances, pero no suficientes
Aunque esta agenda logró ciertos avances en esta materia, la sensación general entre expertos, sociedad civil y múltiples delegaciones fue clara: el ritmo sigue siendo demasiado lento y los compromisos, demasiado pequeños para responder a una crisis que ya está dejando cicatrices profundas en vidas, economías y territorios.
A diferencia de otras áreas de negociación, esta COP30 no trajo anuncios significativos de financiamiento nuevo ni adicional por parte de países desarrollados, algo que generó frustración entre los Estados que dependen de estos recursos para recuperarse de desastres cada vez más frecuentes y devastadores. Las expectativas eran altas: los países vulnerables pedían señales concretas de que las promesas hechas al amparo del Acuerdo de París empezarían a traducirse en recursos efectivos y predecibles.
Sin embargo, la realidad fue distinta. Tal como se evidenció durante la plenaria final —marcada por objeciones, confusión y delegaciones que no lograron ser escuchadas—, la falta de claridad y ambición en materia de financiamiento volvió a tensionar las posiciones y a mostrar las brechas estructurales del sistema multilateral.

Lo poco que sí quedó sobre la mesa fueron anuncios modestos para el Fondo de Adaptación, y menciones generales sobre la necesidad de avanzar hacia los 1,3 billones de dólares en financiamiento climático global para 2035, una meta incluida en la hoja de ruta de Bakú a Belém elaborada por Brasil y Azerbaiyán. Pero, en términos de pérdidas y daños, los compromisos quedaron lejos de lo esperado. El texto final solo “destaca la urgente necesidad” de aumentar los recursos y fortalecer los mecanismos existentes, sin definir aportes concretos, plazos, ni responsabilidades específicas.
El contraste es evidente: mientras la intensidad de los eventos extremos aumenta —inundaciones, incendios, sequías prolongadas, retroceso de glaciares, desplazamientos forzados—, la respuesta financiera de la comunidad internacional no logra ponerse a la altura. Para los países latinoamericanos esta falta de ambición tiene consecuencias directas: menos recursos para reconstruir infraestructura crítica, menor capacidad para apoyar a comunidades afectadas, y más dificultades para enfrentar pérdidas irreversibles, como la desaparición de ecosistemas o modos de vida tradicionales.

Además, el complejo escenario geopolítico que atravesó toda la cumbre —suma de desconfianzas, divergencias regionales y tensiones sobre procesos poco transparentes— también afectó esta agenda. Las objeciones expresadas por países latinoamericanos frente a los indicadores del GGA, la suspensión de la plenaria y el malestar por la falta de transparencia en momentos clave, reforzaron la percepción de que esta COP, pese a sus avances en otros ámbitos, no logró destrabar la discusión de fondo: cómo movilizar recursos suficientes, sostenidos y justos para enfrentar daños que ya son inevitables.
Aun así, la región llegó unida con un mensaje firme. Delegaciones como Chile, Colombia, Perú, México o Uruguay insistieron en que no se puede disociar la agenda de pérdidas y daños de la justicia climática y de la responsabilidad histórica de quienes han contribuido más a la crisis. Desde los territorios —pueblos indígenas, comunidades costeras, organizaciones locales— también surgió una demanda transversal: que los mecanismos de financiamiento no solo se amplíen, sino que se diseñen con participación directa de quienes viven y enfrentan día a día las consecuencias de un clima que ya cambió.
«A ver, en términos de pérdidas y daños, lo más complejo de todo es lo que te decía, la atribución, para poder calcular un monto. Una vulnerabilidad de un país, que puede ser, por ejemplo, Bolivia, tiene los mismos montos que la vulnerabilidad que puede tener Kiribati, no lo sé. Entonces, esa es la discusión, porque no tenemos cómo, nos falta desarrollar ese tipo de métrica, ese tipo de aproximaciones, que nos permitan comparar para poder asignar fondos», señala Godoy.

Un cierre que evidencia urgencia
El último día de la COP30 en Belém tuvo ese tono que mezcla cansancio, tensión política y un leve pero persistente sentimiento de oportunidad perdida. Tras jornadas maratonianas y negociaciones que se extendieron hasta altas horas de la madrugada, el plenario final dejó en claro que, aunque hubo avances, el ritmo actual aún está lejos de ser suficiente para enfrentar la magnitud de la crisis climática.
El balance general fue explícito: las metas acordadas no alcanzan para encaminar al mundo hacia los 1,5 °C, los compromisos de financiamiento siguen sin cerrar las brechas que arrastran las economías más vulnerables, y áreas clave como la adaptación, la transición justa y las pérdidas y daños continúan avanzando con lentitud frente a necesidades que crecen aceleradamente. La ciencia, presentada en múltiples informes durante la COP, fue categórica: nos acercamos a puntos de inflexión climática que podrían desencadenar cambios irreversibles en sistemas naturales críticos, desde la Amazonía hasta los glaciares del sur andino.

Para América Latina, estos mensajes tienen un peso particular. La región, que concentra ocho de los diez países más afectados por eventos climáticos extremos en la última década, se retiró de la COP con un llamado conjunto a reforzar la cooperación interna y a exigir mayor ambición de los países desarrollados. La Amazonía, los Andes y los territorios costeros del Pacífico están experimentando impactos que ya sobrepasan la capacidad de respuesta de muchos gobiernos. Belém, con su calor húmedo, sus barrios inundados por lluvias intensas y su cercanía con ecosistemas al límite, fue una metáfora viva de esa urgencia.
El cierre en Belém dejó, en definitiva, una dualidad evidente: por un lado, la COP30 permitió consolidar discursos, abrir caminos de cooperación y visibilizar la crisis climática desde uno de los territorios más relevantes del planeta. Por otro, dejó sobre la mesa la distancia entre lo que se acuerda y lo que realmente se necesita. La sensación predominante al abandonar los salones fue que el mundo está en una carrera que, por ahora, sigue perdiendo.

Sin embargo, este cierre también encendió una advertencia poderosa: la ventana de oportunidad no está cerrada, pero es más estrecha que nunca. Los próximos meses serán decisivos para traducir los compromisos en acciones medibles y para transformar las promesas en políticas que cambien de verdad el rumbo. Desde Belém, el mensaje final fue claro: no queda tiempo para la complacencia. Cada país, incluido Chile, vuelve a casa con más responsabilidades que celebraciones y con una tarea urgente que ya no admite dilaciones.
«Los datos que manejamos hoy día de monitoreo no son buenos. La COP que viene va a ser complicada, para partir el país anfitrión será Turquía. Hay que mirar la geopolítica de Turquía. Erdogan es un muy buen político, que tiene una pata en Asia y otra pata en Europa. Ellos son pertenecientes, digamos. Todos tienen una relación bastante especial con la OTAN, pero también bastante especial con los países árabes y con China, y ha estado siempre de bueno y malo con temas de Rusia. Y eso hay que mirarlo bien. O sea, la relación de Turquía con los países árabes es algo que va a marcar, porque a pesar de ser país anfitrión, la presidencia será en conjunto con Australia. Eso es algo que va a primar y, segundo, los australianos han sido bastante verdes por algún sentido, pero también pro mineros y pro petroleros por otro. Entonces, llegamos a una COP bastante complicada y que será bastante crítica», sentencia Godoy.
«Yo creo que lo que va a seguir avanzando son los mecanismos eficientes de transacción de emisiones. En ese sentido, una de las grandes cosas que tenemos que zanjar es cómo asignaremos los fondos de adaptación. Pero, sinceramente, hay que ver cómo avanzamos en la reducción de emisiones. Cualquier discusión que no sea cómo avanzamos en la reducción de emisiones, cómo salimos de los combustibles fósiles, no tiene ningún sentido. Va a ser un sistema de transacción, de plata, de dinero y nada más. Se trata de una discusión que es dura y dolorosa», agrega.

Jǒzepa Benčina Campos