Bitácora de una expedición: siete días inmersos en lagos de altura de Tierra del Fuego
Fueron siete días inmersos en los prístinos paisajes de Tierra del Fuego, no exentos de desafíos propios de una exploración en en sur del mundo. Hoy, nuestros colaboradores Paula López Wood y Cristian Donoso, nos comparten una interesante y entretenida bitácora sobre su aventura inmersos en los lagos de altura de las montañas del sur. Lo hacen a través de un interesante y entretenido relato que nos invita virtualmente a acompañarlos paso a paso en su aventura. Aquí, te compartimos el detalle de cada uno de los días. ¡No te lo pierdas!
Día 1
Esa tarde de principios de febrero de 2020, el vuelo DAP de Punta Arenas hacia Pampa Guanaco nos sorprendió con un día extraordinario. El cielo libre de nubes y el viento suave soplando sobre el Estrecho de Magallanes nos permitió contemplar la inmensa Cordillera Darwin y sus glaciares cayendo hasta al mar, también, una inesperada vista al Monte Sarmiento, siempre tan renuente a mostrarse y que ahora se encontraba totalmente despejado. Una vez que sobrevolamos la Bahía Inútil para posarnos sobre las pampas y horizontes eternos del norte de Tierra del Fuego, pudimos seguir el paso de piños de ovejas pertenecientes a las grandes estancias de la isla. La avioneta comenzó su descenso una vez que tuvimos frente a nosotros el Lago blanco. Ya nos sobrevolábamos la zona centro-sur de Tierra del Fuego, nuestro destino, y lo notábamos en cómo la pampa amarillenta mutaba hacia una vegetación más verde y boscosa y las laderas dejaban de ser tenues para convertirse en montañas cubiertas de glaciares.
En Pampa Guanaco nos esperaba la camioneta del equipo Nativo Expediciones. Allí, Fredy Moreno, oriundo de Porvenir, junto al dentista y guía Camilo Uribe, nos llevaron por los sinuosos caminos de tierra mientras el sol se ocultaba a nuestras espaldas. A ratos, los guanacos se cruzaban a lo largo del camino sin aviso previo, pero Fredy, que es también un corredor experto de la legendaria carrera de autos “tuneados” conocida como «Carrera de la Hermandad», (que cruza toda la isla de Tierra del Fuego desde Porvenir a Río Grande), conoce cada curva del camino como el navegante su mar.
Pasamos el mirador que divisa hacia los lagos Deseado y Despreciado, pasamos la entrada del sendero La Paciencia del Parque Karukinka (administrado por la ONG de conservación Wildlife Conservation Society), y unos kilómetros más adelante, con los últimos rayos de sol, logramos al fin la esperada vista: el Río Azopardo, descendiendo sinuoso con una estela entre violeta y plateada hasta la amplia y hermosa bahía de Caleta María, en la cabeza del seno Almirantazgo, donde alojaríamos esa primera noche.
Más de medio siglo atrás, el Seno Almirantazgo solía ser un importante enclave poblacional de Tierra del Fuego, ya que aquí ahí existieron más de cinco aserraderos. También una mina de cuarzo y oro. Hoy es la primera área marina protegida de la zona. De Caleta María y otros puntos como Bahía Jackson y Bahía Blanca solían extraerse los inmensos troncos de coigüe de Magallanes y lenga que luego se mandaban en barco a Punta Arenas y a Malvinas. En su época de auge – primera mitad del siglo XX – aquí llegaron a vivir unas 500 personas. El asentamiento de Caleta María tenía un gran muelle e incluso se llegó a desarrollar turismo en sectores como el Aserradero la Paciencia. Pero con la caída de la rentabilidad de la industria maderera, y con un terremoto ocurrido en 1949 que desbordó el lago Fagnano destruyendo las viviendas y el muelle de Caleta María, este lugar pasó prácticamente al abandono y la mayoría de sus habitantes no les quedó otra que partir a otros lugares en busca de trabajo.
Hoy, con la llegada del camino en 2004 (senda terrestre que pretende atravesar Tierra del Fuego de norte a sur, desde Estancia Vicuña hasta bahía Yendegaia, en el canal Beagle), Caleta María se ha transformado en un destino cada vez más valorado por el turismo donde ya existen dos lanchas para navegar, algunas cabañas y sitios de camping. Pero aún se mantiene un aire de camaradería entre los que llegan a explorar y vivir en esta zona. Esa noche, antes de llegar al Lodge Cordillera Darwin, un pescador conocido como “Pechuga”, quien también hace viajes de turismo hacia los glaciares y las colonias de elefantes marinos, nos invita a su tráiler a comer un asado que prepara con su esposa y nuestros amigos argentinos, Pablo y María Inés. Más tarde, compartimos un segundo asado en “chulengo” (la clásica parrilla patagónica con forma de guanaco) para luego irnos a dormir en nuestros sacos.
Día 2
A la mañana siguiente, hacemos una navegación con un precioso día con el equipo de Nativo Expediciones, quienes acaban de abrir unas cabañas de lujo llamadas Lodge Cordillera Darwin y tienen además una súper lancha para realizar navegaciones por seno Almirantazgo, fiordo Parry y otros sitios de interés en fauna y glaciares, fiordos que también son posibles de navegar en kayak accediendo profundamente hacia los campos de hielo de Cordillera Darwin. En ese trayecto, logramos tomar varias fotografías del paisaje que más tarde nos servirán para hacer un estudio comparativo de cómo se ha transformado este territorio, gracias a los registros de antiguos exploradores que un siglo atrás circularon este lugar, como el artista norteamericano Rockwell Kent.
Al final del día nos dejan en el antiguo aserradero La Paciencia, donde desembarcamos con nuestras mochilas, packraft, depósitos de comida y todo el equipo necesario para adentrarnos por una semana, tal vez más, por esta zona inexplorada del Valle la Paciencia. Decimos adiós a nuestros amigos de Nativo Expediciones para quedar completamente solos. Si todo sale bien, nos vendrán a buscar en siete días más a este mismo punto. Pero todo dependerá de qué enfrentemos por delante, una zona donde la incertidumbre y el misterio reina más que cualquier otra cosa.
Antes de partir, damos una vuelta por lo que fue un importante aserradero casi cien años atrás. Un enorme zorro se asoma, seguramente entusiasmado por el olor de nuestra comida, que nos apresuramos a guardar en un depósito en lo alto de un árbol. De pronto encontramos los restos de una vieja caldera de una máquina a vapor, a la que le han crecido plantas en su interior. Se trata del locomóvil del ex aserradero. También hay una casa de madera grande y abandonada, de aspecto fantasmal, donde habrían vivido los trabajadores, quienes con la ayuda de bueyes acarreaban los palos desde el monte hasta esta bahía para subirlos luego a las embarcaciones.
Después de la prospección armamos los packraft, los inflamos, y partimos navegando con las mochilas amarradas a la cubierta por la bahía la Paciencia, pensado que nos ahorraremos algo de tiempo en vez de ir a pie. Sin embargo, la idea no resulta muy adecuada, ya que como la marea sigue baja y cargamos demasiado peso, los packraft no tardan en embancarse en el barro, por lo que debemos salir y arrastrarlos a pie hasta alcanzar el río. Tampoco nos va bien intentando remontar el río Sánchez (también llamado río La Paciencia), ya que los packraft no tienen suficiente estabilidad ni rumbo para enfrentar corrientes en contra. Así que, transpirados y agobiados por el lento y tedioso avance inicial, decidimos volver a guardar los packraft en la mochila y continuar a pie, siguiendo la ribera del río.
Ni siquiera ha pasado media hora cuando me doy cuenta que estoy cargando mucho más peso del que soy capaz. Le comento a Cristian Donoso y decidimos dejar en otro depósito el packraft que cargo junto a mi cámara fotográfica, en total, unos cinco kilos de peso que me aliviarán la marcha. Es un riesgo, puesto que un packraft menos implica que no sabremos si podremos cruzar los dos las lagunas de altura cuando llevemos más de la mitad de la expedición, pero aún así, optamos por privilegiar mi espalda y seguir adelante.
Atrás queda el espacio abierto de la bahía y frente a nosotros un bosque tupido y engorroso de atravesar. Por todos lados se asoman troncos caídos, el suelo está lleno de barro los arbustos espinudos hacen aún más difícil el avance entre los matorrales. Para que hablar del barro, que nos hunde a veces hasta la rodillas producto de los más de 20 kilos de carga que cada uno lleva a cuestas. En eso, nos damos cuenta que cada cierta distancia aparecen unas cintas plásticas azules amarradas a los árboles. Eso nos lleva a pensar que avanzamos por un antiguo sendero que el Parque Karukinka debió abrir al menos una década atrás. La vegetación ha crecido tanto que el trabajo realizado ahora se siente en vano, como si estuviéramos en un sendero nunca antes recorrido por otros humanos.
Caminamos hasta el atardecer, con un sol infernal que sumado a la carga y el esfuerzo de evadir troncos y arbustos nos tiene sudados como burros de carga. El comienzo de la expedición ha sido duro, poco fluido, así que, si bien ese día no hemos hecho gran progreso, decidimos armar campamento en un sector de pasto seco y plano junto al río. Preparamos nuestra primera cena de pastas con una alergia infernal que nos azota a ambos, mientras vemos un castor enorme nadar tranquilamente a lo largo del ancho y sinuoso río la Paciencia.
Día 3
Al día siguiente, la suerte nos acompaña. Apenas salimos, Cristian encuentra otra de las marcas azules en una rama. Eso podría facilitar las cosas, pensamos, ya que deben ser parte del sendero que atraviesa todo el Valle de la Paciencia hasta llegar al Lago Deseado. Pero si bien aquello nos alegra en un comienzo, hay otros temas que nos desalientan, como las molestosas matas de calafate, que han crecido tanto que tapan con sus espinas los pasos lógicos, teniendo muchas veces que quitarnos la mochila, arrastrarla por debajo de las ramas y luego pasar agachados, para no terminar llenos de ronchas.
Atravesamos una zona de juncos altos y firmes donde a cada paso estás obligado a levantar las piernas con exageración, sino el peligro de tropezar y caer es alto. Le sigue una zona de pantano, donde hay que adivinar dónde pisar para no hundirnos. Finalmente decidimos alejarnos del río, esperando encontrar un terreno más seco al interior del bosque de coigües. Hace rato que hemos perdido la senda con las marcas azules, sin embargo, ya no nos importa, todo sea por encontrar una ruta que sea más expedita.
Por horas, eso no ocurrirá. Cada paso será un esfuerzo. Cada paso deberá pensarse. Un tronco caído, un palo desigual, un fondo de barro, el hediondo pantano. De pronto, caigo en la cuenta de lo que implica tener un camino marcado por delante. Y la exigencia – física y mental – de pensar y dudar cada paso que debemos dar. Para mi Cristian Donoso, quien lleva dos décadas realizando expediciones en Patagonia en lugares donde no llega nadie, lo anterior puede tornarse algo obvio al cabo de un rato. Pero para mí, acostumbrada a caminar por senderos relativamente marcados o en montañas libres de vegetación, la aventura es, ante todo, un sí constante a la incertidumbre. No saber si llegaremos a nuestro objetivo, no saber si es el camino correcto, no saber si cada paso que doy tendré que arrepentirme por tomar la ruta equivocada. Tanto pensamiento juega en contra. Así que, esforzándome en poner atención a la respiración en vez de la duda constante, sigo los pasos de mi compañero, confiada en que su instinto nos llevará a buen puerto.
No es necesariamente lo que ocurre. Una vez que vadeamos el río y comenzamos a ganar altura, surge un nuevo obstáculo: los inmensos y salvajes toros baguales. Es lo más similar a un ser mitológico del inframundo, más parecido al demonio que a un animal nos enfrenta con sus cuernos monstruosos y cuerpo deforme de tanta fibra que ha desarrollado por andar corriendo cerros. Cristian ya había tenido experiencia con baguales caminando en solitario por Yendegaia, pero los toros siempre habían escapado, asustados ante su presencia. Este no fue el caso. Territorial, el animal gigantesco nos enfrentó en medio del monte, justo por donde teníamos que pasar, y nos siguió con gesto atento y severo a cada movimiento que hacíamos. Después de retroceder sigilosamente, sin que nunca quitara la vista de encima con sus cuernos listos para el ataque, hubo que dar un largo rodeo para evitar al monstruo de la montaña, hasta que por fin, para nuestro alivio, logramos sortear su territorio.
A ratos, escuchábamos unos alaridos guturales que daban cuenta que la bestia andaba cerca. Todo eso nos llevó a acelerar el paso por el tupido bosque y continuar ganando altura, sin tener muy claro adónde íbamos a salir ni llegar. De pronto, tras unas siete horas de caminata, alcanzamos un extrañísimo bosque de ñires que guardaban la misma curvatura pronunciada de la pendiente, como si estuvieran esperando a recibir un derrumbe del cerro y así sujetar con sus troncos en gancho todas las piedras y tierra venidera.
Finalmente, alcanzamos la esperada la línea de vegetación. Habíamos ascendido unos 600 metros, y ya sin el bosque tupido sobre nuestras cabezas, pudimos divisar desde lo alto todo el río Sánchez con su sinuosa forma de culebra arrastrándose sobre un suelo de pantano y castoreras. La verdad, estábamos dichosos de por fin dejar atrás ese terreno tan poco amable. Incluso nos alegramos al sentir el viento gélido de la alta montaña patagónica colándose por nuestras chaquetas, todo con tal de olvidar esos pantanos fétidos, bosques impenetrables y baguales que a ratos parecían el escenario de una pesadilla interminable.
Un sendero de guanaco sobre la piedra laja nos hizo pensar que del otro lado del filo debía haber algo interesante. Agua, un valle, algo que habría atraído a estos camélidos de la pampa. Así que seguimos. “Ver un sendero es un descanso para la mente”, me dijo Cristian, y sí que lo era. Los guanacos nos miraron alarmados, quizás, recordando a sus antiguos depredadores, los selk’nam, quienes los cazaron con arco y flecha durante milenios. Al montarnos en el hombro del cerro nos dimos cuenta dónde estábamos. El oasis de los guanacos: un precioso portezuelo con musgo, llaretas y pequeñas lagunas de altura, el sitio perfecto para cerrar la jornada y armar el campamento. Una vez en la carpa, estudiamos el mapa de Uncharted y el IGM. Habíamos llegado, casi sin saberlo, al portezuelo que nos conduciría directamente al lago Oeste. El primer lago del abismo por sortear.
Día 4
Esa mañana, bajamos temprano y llenos de energía desde el portezuelo hacia el lago en un descenso leve, mientras los guanacos corrían junto a nosotros dando sus clásicos gritos de alarma. Llegamos al río que serpenteaba por un paisaje bellísimo, algo que ninguno de los dos había presenciado antes: laderas suaves, cubiertas de pasto y llareta, familias de guanacos apareciendo en sombras alargadas cerro arriba, el sonido del agua cristalina cayendo en pequeñas cascadas hasta el lago Oeste. Alcanzamos una playa de laja labrada, eran piedras perfectamente redondas y lisas, y la laguna nos impresionó por su inmensa extensión. La bordeaban dos acantilados, y en la vertiente oriental, el majestuoso cerro la Muela, aún inescalado, se alzaba con imponente presencia. Al fondo, hacia el seno Almirantazgo, el horizonte de la laguna terminaba unos cuatro kilómetros al fondo con una vista hacia los cerros del cordón Fontaine, y más allá, la inmensa y majestuosa Cordillera Darwin.
Desde ahí enfilamos por la ribera oeste del lago por senderos de guanaco que iban ganando altura y que, si bien nos atemorizaban por la pendiente, resultaron ser firmes y marcados. A ratos la pendiente se hacía fuerte y pensamos que todo ese terreno se derrumbaría y que caeríamos ante cualquier paso equivocado, con todo el peso de la mochila hasta el agua. Menos mal, nada de eso ocurrió. A medio camino del lago llegamos a una puntilla con una playita preciosa y un pequeño bosque de ñires y llaretas donde almorzamos. Continuamos hasta una punta donde la roca acantilada hizo imposible seguir avanzando. Así que sacamos el packraft, el único que teníamos, lo armamos y cruzamos primero los dos y luego Cristian regresó a buscar las mochilas. Fue una gran suerte haber necesitado un solo packraft para cruzar ese punto ciego. De otro modo, tendríamos que haber retornado y detener nuestra travesía. Al final del lago tuvimos la esperada vista desde lo alto hacia Cordillera Darwin y el seno Almirantazgo, con todo el escenario del atardecer.
Desde ahí enfilamos hacia el borde este y comenzó un largo ascenso hasta los pies del cerro Muela, que a cada paso que dábamos mostraba caras más diferentes e imponentes, e incluso nos parecía ver en ella extraños perfiles humanos. Alcanzamos la parte más alta del portezuelo cerca del atardecer, punto donde tomamos cientos de fotografías hacia el seno Almirantazgo y la isla Tres Mogotes. Continuamos bajando hasta un sector donde había una pequeña vega, donde decidimos armar la carpa. Esa noche, comimos nuestras deliciosas pastas con los últimos restos de vegetales y nos quedamos profundamente dormidos, con alegría, pero también, con la incertidumbre de saber que al día siguiente nos esperaba el día más complejo de todos.
Día 5
Esa noche los derrumbes y las fuertes rachas de viento nos impidieron tener un sueño tranquilo. Días más tarde, mirándolo con distancia, me daría cuenta que esa tormenta era solo el preámbulo de lo que sería el día más difícil de toda la expedición. Habíamos salido más temprano, porque sabíamos que teníamos miles de incertidumbres por delante además del mal tiempo. Alcanzamos la parte más alta del portezuelo de la Muela, surcando torres de piedra como puntas de un castillo gótico y un enorme glaciar que caía hacia la vertiente oriental. Estaba nublado, ventoso y con llovizna, lo que hizo que cambiara la dinámica y el espíritu de la caminata, ya que hasta entonces, el sol y el buen clima nos había acompañado.
De pronto nos vimos inmersos en una plataforma de piedra alucinante, placas de roca blanca y lisas alfombrada de musgo ocres que terminaba en un acantilado abismal de más de mil metros hasta el mar. Desde ahí, a pesar del día nublado, tuvimos las vistas más espectaculares de Caleta María, escenario que nos dejó inmersos en la contemplación por varios minutos. Hacia el norte, veíamos gran parte del lago Este, que tenía casi el mismo tamaño del lago Oeste, con la diferencia que en este caso, el descenso hasta la base era mucho más dudoso que ese agradable portezuelo que habíamos bajado el día anterior para alcanzar la orilla.
Estar sobre esa plataforma tan alta y expuesta nos dio una sensación de vértigo, como de estar en el único lugar firme en medio de un mundo de abismos y geometrías verticales. Esa sensación se mantuvo a lo largo de todo el descenso, ya que un poco más abajo pudimos tener la vista al punto donde el lago caía en un acantilado hacia el mar. Era una pared de roca eterna, y el lago desaguaba en una cascada gigante y sin límites, que nos quitó todas las ganas de navegar el lago con el packraft, más aún con las condiciones de viento y olas producto del mal tiempo.
De pronto, entramos en un escenario fabuloso de piedras terrosas con forma de grandes escalones que parecían las graderías de un coliseo de la antigua Roma. Las formaciones terminaban en el punto donde comenzaba la nieve y el glaciar que caía del cerro Muela. Una vez que superamos algunos neveros, comenzaron los problemas. Hasta ahí, habíamos logrado hacer la bajada sin mayor dificultad, pero de pronto enfrentamos una pared de roca que era simplemente infranqueable. Se trataba del “crux” de la ruta. Si no lográbamos superar esa sección, tendríamos que regresar por la misma ruta, 3 días a pie, y retornar por el agotador y tedioso valle de la Paciencia sin haber logrado nuestro objetivo de atravesar los dos lagos del abismo. No podíamos rendirnos. Cristian Donoso comenzó a explorar posibles descensos, pero cada paso posible agotaba más nuestras esperanzas. Para más remate, un grupo de siete cóndores comenzó a rodearnos muy de cerca, lanzándose directamente hacia nosotros, empujándonos al borde del acantilado, probablemente mirándonos como animales perdidos en la montaña fueguina fáciles de transformar en un enjundioso almuerzo.
En eso, Cristian me hace una seña desde lo lejos. Al parecer, ha encontrado un paso. Es el punto donde el acantilado se encuentra con el glaciar. Los cóndores nos rodean de cerca, aumentando la tensión, al tiempo que amarramos las mochilas con cuerdas para bajar unos quince metros con pasos de escalada en roca que culminan en la última parte del glaciar. Tras uno que otro susto de perder el control y el acoso de los buitres, finalmente logramos superar el “crux”. Felices y satisfechos, le dimos la espalda a los pajarracos hambrientos para continuar nuestro descenso, unos 500 metros más de desnivel donde poco a poco dejamos atrás el glaciar, los acarreos, y nos internamos nuevamente en las suaves llaretas y pequeños ñirentales que custodiaban la orilla del lago Este.
Almorzamos en un portezuelo por el que bajaba otro glaciar, una escena muy espectacular, porque estaba lleno de piedras enormes como poliedros que parecían haber sido disparadas aleatoriamente al borde del lago. Después de un almuerzo frugal de quesadillas y mate que nos alegraron el espíritu, comenzó el largo rodeo de bordear toda la orilla del lago hasta la ribera norte. Nuevamente, los senderos de guanaco nos ayudaron por las laderas expuestas, aunque a veces se hacían tan empinadas que debíamos caminar hundidos en el agua. Como no había orilla, muchas veces el avance se hizo muy cansador, hasta que finalmente logramos ganar altura y caminar por una sección de mayor vegetación que nos llevó a otro valle, donde caían aún más glaciares, un páramo de musgos amarillentos y verdes, bruma densa, más hielo y caídas de agua, todo lo que daba al escenario un aspecto nórdico, como de paisaje de Islandia. La monumentalidad de ese entorno nos hizo sentir insignificantes, mínimos, con una sensación sublime ante la naturaleza, algo que fue aumentando cada vez más.
Finalmente alcanzamos el extremo norte del lago, nuevamente los guanacos intentaron ahuyentarnos y decidimos instalar la carpa a orillas de la playa y descansar, ya que si bien todavía quedaban horas de luz, el portezuelo por el que debíamos seguir estaba cubierto de una densa niebla que impedía visibilidad. Tomamos un té, cenamos pasta, y a descansar para al día siguiente comenzar con un nuevo día de incertidumbres.
Día 6
Salimos pasado las 9 de la mañana con el día despejándose, y algo de sol que no permitió secar la ropa que había mojado la tormenta de la noche anterior. Después de un té y avena con frutos secos desarmamos campamento y salimos rápidamente iniciando el ascenso al primer portezuelo de los tres que tendríamos que cruzar ese día. El paisaje cambió drásticamente a un escenario de alta montaña, muy espectacular por la piedra laja y pequeñas lagunas turquesa que se habían formado por efecto de la lluvia.
Cuando alcanzamos altura suficiente para mirar el otro valle nos dimos cuenta que la bajada era extremadamente acantilada y que deberíamos inventar una nueva ruta. Después de tres días inmersos en los lagos del abismo volvíamos a tener vista al valle de la Paciencia, al río Sánchez y su forma de culebra rodeado de turba y pantano. Esa vista nos quitó todos los deseos de retornar a ese lugar. Para evitar el valle la Paciencia, sus troncos caídos, castoreras y todos los agotadores obstáculos que experimentamos el primer y segundo día, tendríamos que enfrentar un desafío no menor. Atravesar dos cadenas de montañas para así entrar en el valle que nos conduciría a una supuesta nueva y mejor salida: el cajón de Weer y la Bahía Jackson.
Bajamos por un desfiladero bastante empinado hasta una laguna grande que para mí fue el lugar más especial y hermoso de toda la ruta. Tenia pasto, flores blancas, pequeños bosques de ñire y una familia de patos nadaba sobre la laguna cristalina. Había también guanacos que pastaban y nos miraron alertas. A pesar de que estábamos a bastante altura, la laguna estaba protegida del viento. Me hubiese quedado todo el día ahí, disfrutando de ese paradisiaco lugar. Pero había que seguir. Aun teníamos el desafío de llegar al otro lado y nos quedaban sólo dos días de comida. No había tiempo que perder. Así que tras engullir una barra de cereal e hidratarnos continuamos cerro arriba por un acarreo de mucha pendiente, cruzándolo de forma transversal por un sendero de guanaco. Superamos la línea de la vegetación y rodeamos el cerro hasta llegar a la parte alta, un plateau que nos permitió intuir nuevas conclusiones para la ruta.
Seguir las sendas de guanaco se transformó en el leit motiv del día, y verdaderamente fue efectivo, porque al llegar a la parte más alta que enfrentaba al gigante cerro Diamante, pudimos darnos cuenta que si manteníamos la cota por la ladera llegaríamos al portezuelo definitivo, el tercero de este interminable subir y bajar de cerros, valles y lagos vetiginosos. Menos mal el día estaba soleado y no caluroso, lo que ayudaba mucho a la marcha.
Nos demoramos dos horas en cruzar la larga ladera, y a esa altura comenzamos a experimentar un bajón de energía. Habíamos comido poco, atravesado 3 portezuelos y el cansancio de los días previos y las largas jornadas de expedición nos estaban pasando la cuenta. Pero necesitábamos sortear esa última parte de montaña, mirar para el otro lado, recuperar el ánimo y al fin detenernos a descansar.
Así que una vez que comenzamos el descenso por la roca desde el tercer portezuelo, bajo unos enormes glaciares colgantes, caminamos una hora más hasta alcanzar el río y una gran piedra que nos protegía del viento. Ahí comimos las últimas quesadillas con mate. Recuperamos calor y energía para bajar unas dos horas más por el valle. Vimos una enorme represa y su castor recorriéndola, al lado los bosques de ñire completamente devastados, a los que entramos para buscar un terreno más seco, siempre siguiendo el curso del río y bajando paulatinamente en altura. Cuando alcanzamos la línea del bosque y de quebradas que marcaron el inicio del cajón de Weer, decidimos armar campamento. Comimos la última pasta, intentamos comunicarnos sin éxito con los amigos de Nativo Expediciones para que nos recogieran en Bahía Jackson y nos quedamos profundamente dormidos bajo una lluvia tenue que con el avance de la oscuridad se hizo cada vez más fuerte.
Día 7
Al día siguiente, la lluvia continúa. Eso nos hace espera en la carpa algunas horas mientras desayunamos, escribo en el diario y Cristian revisa en el satelital a ver si hay noticias. Nada. Nos damos cuenta que el mal tiempo no va a parar. No queda comida y debemos seguir adelante para, idealmente, alcanzar Caleta María, o al menos, la Bahía Jackson, donde si logramos comunicarnos, podrán recogernos en la lancha. Desayunamos una barras de cereal que va quedando, desarmamos campamento esperando que sea la última vez y comenzamos el descenso bajo una lluvia copiosa. Al principio evadimos los grandes pozos de agua, pero a la media hora de caminata nos damos cuenta que no tiene sentido. Quedaremos empapados y ni si quiera nuestras chaquetas de gore tex son capaces de aislarnos de tanto frío, humedad y agua acumulada. Así que, mentalizados de que estaremos mojados el día, comenzamos a sortear los obstáculos propios de la jungla fueguina. Debemos cruzar ríos, que están más crecidos por el efecto de la lluvia, para luego acercarnos a la línea de bosque y así asomarnos a ver cómo continúa el descenso por el cajón de Weer. Según las dos cartas que llevamos con nosotros, las curvas de nivel indican que no debiesen ser más de 50 metros de desnivel los que tendremos que descender en plena tormenta e incertidumbre. Pero nuestros ojos ven otra cosa al llegar al filo de los bosques. Un acantilado con árboles colgantes, una cascada que cae entre inmensas rocas que se pierden en el vacío, es lo que hay por delante. Claramente, lo que mostraban las cartas distaba años luz de lo que enfrentamos en ese momento. ¿Qué hacer? No tenemos comida para aguantar más días, sería riesgoso pensar en regresar y tomar un camino alternativo por el valle de la Paciencia. Mientras pensamos, nos damos cuenta que la lluvia se vuelve aún más intensa, estamos completamente empapados. Por primera vez me doy cuenta de la fortaleza mental que exigen las expediciones. Ante la incertidumbre, lo único que importa es mantener el control, no dejarse llevar por la desesperación y el miedo, puesto que es ahí cuando puede ocurrir un accidente. Y lo único que no tiene que ocurrir ahora es eso. Lo único que nos queda es salir de ahí lo antes posible, como sea.
El miedo me juega una mala pasada. Experiencias previas en ríos con corriente, donde tuve un grave accidente entrando a Campo de Hielo Sur, hacen que me resulte difícil ver con juicio esa situación. Me quedo esperando en el bosque, mientras Cristian Donoso hace una prospección sin mochila. Después de unos quince minutos, donde me imagino lo peor, lo veo aparecer abajo mío. Al parecer, encontró una salida. Hay que ser muy cuidadosos, puesto que no podemos amarrarnos con las cuerdas que llevamos (son demasiado cortas) y el paso está junto al río caudaloso. Una vez que superamos el tramo de peligro, comienza una bajada agotadora entre troncos sueltos, barro y piedras resbalosas, siempre junto al río de Weer. Debemos ser más cuidadosos. En un punto, logramos cruzar el enorme y caudaloso río de Weer, para continuar con el descenso. Entramos en una zona de turbas y enormes represas de castores, y al fin vemos frente a nosotros la sierra del Dragón, que nos indica que no debemos estar demasiado lejos de alcanzar el valle que llega a Bahía Jackson.
Bajar ese tramo nos toma unas tres horas en total. Los colchones de turba patagónica hacen un poco más amable el último sector hasta la parte plana. Estamos empapados, agotados y con hambre, sin embargo, sabemos que no podemos detenernos, debemos seguir hasta al menos vislumbrar que Bahía Jackson está cerca. Pero justo cuando pensábamos que podíamos cantar victoria, nos damos cuenta que debemos superar un enorme valle de pantanos y ciénagas. En ese sector, el río se torna sinuoso, nos obliga a quitarnos los zapatos y cruzarlo al menos unas diez veces para avanzar lentamente hacia nuestro destino. Cada vez que tomamos altura en una loma, pensamos que encontraremos la bahía de Jackson, sin embargo, ni siquiera la vemos en el horizonte. Cuando estamos por perder las esperanzas de acabar la jornada con luz, vemos un minúsculo sendero empedrado. Sí, son otra vez los guanacos, eternos salvadores de esta expedición. Con Cristian Donoso decidimos rendirle homenaje a esta especie si logramos terminar con éxito nuestra aventura. Efectivamente, los guanacos nos dan su generosa ayuda, y hacen más sólido y expedito el avance bajo un bosque que circunda el horrendo pantano. Después de un rato buscando señal, finalmente recibimos el bendito mensaje. Irán por nosotros a primera hora del siguiente día. Nos abrazamos, emocionados de haber llegados sanos, felices de no haber tenido que armar el packraft en esas condiciones, con la noche a punto de caer, y partir contra viento y marea navegando hasta Caleta María en busca de refugio y comida.
Esa noche cenamos la última barra de cereal que nos queda, y apenas alcanzamos a entibiar un poco de agua para hacer té con el gas restante. Yo me quedo despierta unas horas más, atenta a si hay elefantes marinos cerca que pudieran “tropezarse” con nuestra carpa y aplastarnos. Esa noche dormimos con la luz prendida. Atentos a cualquier sonido extraño, pero tranquilos que hemos llegado a puerto, y que al día siguiente, la lancha de Nativo Expediciones nos recogerá y podremos contarles con gran emoción, la inmensa aventura que vivimos estos siete días inmersos en los lagos de altura de las montañas del sur de Tierra del Fuego.
*Nota importante: La zona donde se realizó esta expedición se encuentra en un área protegida del Parque Karukinka, administrado por WCS Chile. Esta área no forma parte de los senderos establecidos del Parque, por lo que esta expedición no es replicable en ningún caso. Para acceder al Parque Karukinka y a sus senderos habilitados es indispensable gestionar el permiso de esta organización y cancelar su entrada. Lo anterior es un requisito no sólo para el manejo y el cuidado del área protegida, sino para el resguardo de la seguridad y la vida de sus visitantes. Sé responsable con tu vida y con el medio ambiente. Más información: https://chile.wcs.org/
Los expedicionarios agradecen enormemente a las siguientes personas, quienes fueron fundamentales para el éxito de la expedición:
A Pablo Kommer y María Inés Martínez, por el generoso apoyo logístico y humano que nos brindaron a lo largo de toda la expedición y por ser grandes compañeros de ruta hasta el fin del continente.
A los amigos de Nativo Expediciones: Fredy Moreno, Camilo Uribe y José Andonaegui, por el tremendo compromiso en logística marina.
A Yenny Oyarzo y al hermoso Lodge Cordillera Darwin, por la generosa hospitalidad.
A María Elena Wood, por el apoyo incondicional y el atento envío de meteos y enlace.
A Natalia Martínez y Camilo Rada, por la cartografía de Uncharted y la información histórica.
A Wolfhart Totschnig, por el generoso préstamo de equipo.
A Erwin Martínez y Alerce Outdoor, por el apoyo de equipo fundamental, sin el cual no podríamos haber logrado el objetivo.
A Natalia Esteban, por la hospitalidad en Ushuaia.
A Universidad San Sebastián, Carrera de Ingeniería de Expediciones y Ecoturismo.