“Encuentro en la Cumbre”: Adelanto del libro acerca de los primeros chilenos en la cima del Everest, a 30 años del hito
Este 15 de mayo se cumplen exactamente tres décadas desde que dos expediciones chilenas alcanzaron la cumbre del Everest, la montaña más alta de la Tierra. El periodista Rodrigo Hernández del Valle se apronta a publicar un libro que reúne, en forma inédita, los testimonios de los cuatro deportistas nacionales que estuvieron en el “techo del mundo”, aquella histórica jornada de 1992. Para celebrar el trigésimo aniversario del acontecimiento, les compartimos una reseña y algunos extractos del libro.
Los primeros cuatro sudamericanos en pisar la cumbre del Monte Everest fueron todos chilenos: Cristián García Huidobro, Rodrigo Jordán, Mauricio Purto y Juan Sebastián Montes, en ese orden y el mismo día. Jordán, de entonces 32 años, capitaneaba la expedición de la Universidad Católica, liderada por Claudio Lucero, a la que también pertenecían García Huidobro y Montes. Purto, quien tenía la edad de 31, encabezaba, por su parte, al grupo del Club Alpino Italiano, cuyo hombre más experimentado era Jorge Quinteros. Otros insignes montañistas nacionales completaban los equipos, pero quienes llegaron a la cima fueron los cuatro ya citados.
Aquel doble ascenso chileno está plagado de emociones, polémicas, mitos, coincidencias, moralejas, encuentros y desencuentros, como la vida misma, pero muy bien concentrados en un solo episodio. Dichos elementos motivaron al periodista Rodrigo Hernández a reconstruir la historia, recurriendo a múltiples archivos, documentos y, principalmente, a entrevistas que realizó a los cuatro grandes protagonistas para el libro “Encuentro en la Cumbre: Los primeros sudamericanos en el techo del mundo”.
El autor recuerda que “tenía nueve años en 1992, y fue la primera vez que sentí que Chile ganaba algo. Lo percibí como propio, quizá porque iba siempre a pasear a los cerros con mi familia y vecinos de Pirque, pero no lograba dimensionar el Everest ni lo que veía en las noticias: imágenes borrosas de un señor atado a unas cuerdas en un fondo completamente blanco y ese clásico audio roñoso de Lucero, gritando ‘¡Un triunfo total, absoluto y categórico para Chile! ¡Nunca más hueás a medias!’ Para un niño de mi edad, era como ver la llegada del hombre a la luna. Creo que, sumado al número 1 del Chino Ríos y algunos logros del fútbol, el deporte ayudó a reconstruir la autoestima del país en los ’90”.
Hernández explica que su trabajo “intenta hacerle justicia a un hito que quedó relegado detrás de nociones brumosas que se fueron instalando en el inconsciente colectivo, como que los chilenos supuestamente se agarraron a combos en la cumbre o la eterna pregunta de quién llegó primero, además del absurdo mito creciente de que subir el Everest ‘es fácil’. El libro sí ayuda a esclarecer estas cosas, pero no son ni de cerca su propósito, sino reivindicar lo que en su momento representaba una hazaña imposible y a quienes la hicieron realidad. Es una historia tan extraviada que la gente a veces habla de ´Mauricio Jordán’ o ‘Rodrigo Purto´”.
El título “Encuentro en la Cumbre” “no tiene mucho que ver con lo que haya pasado o no en la cima, sino con la mágica coincidencia, casi milagrosa e impulsada por variables deportivas, de que dos expediciones chilenas hayan alcanzado un objetivo tan trascendente, inédito y simbólico, exactamente el mismo día”.
Como enuncia la primera página del libro, “las historias de los protagonistas, desde su infancia hasta los 8.848 metros del Everest, ofrecen poesía, sabiduría, redenciones y humanidad, desde la profunda conexión espiritual que entrega el montañismo”. A continuación, algunos extractos…
Mauricio Purto: “Mi primera cumbre fue uno de los momentos más felices de mi existencia”
Mi primera gran atracción fue el mar. Porque siempre lo sentí como algo vivo, que latía todo el tiempo. Aprendí a nadar y a caminar casi a la vez, mi papá me metió desde muy chico al agua, colgando de su cuello. Fue como una iniciación.
Como a los ocho años descubrí las caminatas largas en Melipilla, con mi tío Juan Arab, a quien adoraba. Salía con él, que era cazador, y su perrito, que se llamaba “Gipsy”. Andábamos días enteros, y así aprendí a perderme por lugares escabrosos. También me enseñó a andar a caballo y todas las labores del campo.
Ya más grande, empecé a subir cerros chicos, lomas, con Juan Carlos Fernández, mi mejor amigo del colegio, la Escuela N° 34. Él me presentó a Carlos Avilés, un profesor de historia con quien también hice amistad y que me enseñó el concepto de entrenamiento. Comenzamos a andar en bicicleta y a trotar, hasta que un día me invitó a subir el Horcón de Piedra, junto al Altos de Cantillana, sobre la Laguna de Aculeo. Esa vez alojamos en un bosque de robles coloridos, justo debajo de la cumbre. Yo en ese tiempo tenía trece años y sufría un trastorno obsesivo-compulsivo que no me dejaba conciliar el sueño. Pero esa fue la noche que mejor dormí, hasta entonces, en toda mi vida. Al día siguiente, subimos a la cumbre, mi gran primera cumbre, y Carlitos empezó a apuntar todas las montañas de la Cordillera de la Costa y a decirme cómo se llamaba cada una. Me sentí muy pleno y descubrí algo que supe que me gustaría para siempre. Fue uno de los momentos más felices de mi existencia…
Subo montañas porque encuentro libertad y placer. La quietud y la visión desde lo alto son iluminaciones que me ubican en dónde estoy parado, por qué estoy vivo en la Tierra. El mar y la montaña se me presentan como seres muy parecidos en dimensiones, fortaleza, intensidad, carácter. Son naturaleza salvaje.
Rodrigo Jordán: “El Everest me ayudó a sobreponerme a la muerte de mis papás”
Para la expedición de 1992, ya había aparecido en nuestra vida el gran escalador Dagoberto Delgado, que había subido el Cerro Torre, y se sumó motivado cuando le dijimos que intentaríamos conquistar el Everest por el Kanshung, una ruta tan peligrosa, que los chinos nos dieron de inmediato la autorización de acceso, porque nadie nunca se las pedía, al punto que sólo había un ascenso registrado. Luego fue Christian Buracchio quien propuso a Juan Sebastián Montes, porque habían subido juntos la pared sur del Aconcagua. Todos ellos, además de Cristián García Huidobro y el viejo Lucero: puros gallos secos. Para mí, el mejor grupo de montaña que ha tenido Chile. Pero nos pisamos la cola con los auspiciadores, porque fuimos a decirles “vamos a intentar el Everest por ¡cuarta vez!, por una ruta dificilísima y con un equipo más reducido”. Eso era para que dijeran “no, estos gallos se volvieron locos”. Y yo lo entendía perfectamente. Indura igual nos apoyó, pero como nadie más nos ayudó, nos endeudamos y fuimos con recursos propios. Después de tantos intentos, ya habíamos salido del paradigma de “tenemos que ser los primeros chilenos en pisar la cumbre del Everest”. Yo supuse que la expedición que estaba organizando el Club Alpino Italiano sería exitosa y que probablemente llegarían a la cumbre antes que nosotros, porque ya solo nos convocaba el más puro y profundo espíritu de montaña clásico.
Nos preparábamos para partir en un año más a esa expedición, cuando en febrero de 1991 murieron mis papás, en un accidente aéreo en Caburgua. Mi mamá, que era productora de televisión, había sido un pilar en nuestros anteriores intentos, en ayudarnos a conseguir auspicios y otras cosas. Siempre he sostenido, mirando en retrospectiva, que el Everest me sirvió mucho para sobreponerme a sus pérdidas, porque tenía algo en qué mantenerme ocupado. Tal vez enfrenté consecuencias más tarde, pero en ese minuto era tal la obsesión y había tantas cosas que hacer, que no tuve espacio emocional para llorarlos. Y como llegamos a la cumbre, todo cobró sentido, porque pude ir a verlos al cementerio y agradecerles.
Juan Sebastián Montes: “Cada tres a cinco pasos tenía que parar”
Habíamos decidido, preliminarmente, que los insumos que llevaríamos al Collado Sur (Campamento IV, a 7.906 msnm) no se compartirían, sino que serían para quienes decidiéramos que irían a la cumbre -finalmente, Cristián García Huidobro y Rodrigo Jordán-, como una estrategia de equipo para asegurar mayores probabilidades de éxito. Por lo tanto, Christian Buracchio y yo llegaríamos arriba, dejaríamos las cargas y bajaríamos de inmediato. Pero sobre el final de esa jornada que resultó muy larga, como quince horas caminando, Buracchio nos dijo que tenía un principio de hipotermia, por lo que tuvimos que derretir hielo y darle líquido caliente para sacarlo de ese estado y, después, seguir caminando hasta el collado, donde nos tomó mucho tiempo hacer una plataforma para armar la carpa. Cuando entramos, estábamos destruidos, y sólo los dos que tenían oxígeno y saco de dormir pudieron conciliar el sueño. Buracchio y yo nos pasamos prácticamente de largo, despiertos y muy incómodos, para que pudiéramos caber los cuatro en esa carpa con capacidad para dos, siempre privilegiando a los compañeros que intentarían la cima…
A pesar de lo poco y mal que había descansado, al día siguiente me sentía bastante entero. Así que les dije a mis compañeros “estoy bien físicamente y, asumiendo mi propio riesgo, me ofrezco a ir a la cumbre con ustedes”, aunque no contaba con saco de dormir ni oxígeno. Ellos me contestaron “bueno, siendo tres tendremos más posibilidades”, e incluso le ofrecieron continuar a Buracchio, pero él decidió bajar para resguardar su salud. Al rato, nuestro médico nos recomendó por radio que, en lugar de subir enseguida, como era el plan, nos quedáramos todo el día preparando agua e intentáramos la cumbre a contar de la medianoche. Nos quedaban dos botellas de oxígeno para el ascenso, más fracción de una tercera. Sabíamos que dormir era clave, así que calculamos que ese excedente de oxígeno alcanzaba para aproximadamente quince horas y lo utilizamos para dormir cinco cada uno, mientras los otros derretían nieve.
A las 23:50 del 14 de mayo, estábamos afuera de la carpa, listos para salir. Cristián partió adelante abriendo huella, y Rodrigo y yo atrás, cargando una botella cada uno, sin usarlas. Cuando amaneció, unos sherpas nos alcanzaron en la ruta y se nos presentó el factor competencia: nos dijeron que venían otros chilenos más abajo, y ahí entendimos que el equipo del Club Alpino Italiano aún no había hecho cumbre, como creíamos. Entonces, Rodrigo le pasó una botella a Cristián y le dijo “ándate rajado”, y él partió detrás con la otra. En la montaña es muy importante mantener el paso que puedas sostener y yo estaba mucho más débil por haber dormido menos las últimas noches. Por eso, que ellos se fueran más rápido me resultó fantástico, porque me permitió irme a mi ritmo, retomando un paso mucho más lento. Podía dar tres a cinco pasos y paraba. Luego otros tres a cinco, y volvía a parar. Tenía que respirar como perro, inhalando grandes cantidades de aire para rescatar algo de oxígeno, concentrado en mis pasos y nada más.
Cristián García Huidobro: “En el Everest me encontré”
No me importa haber sido el primer sudamericano en la cumbre, ni cuántos minutos llegué antes que el primero del otro equipo. Podrían haber sido diez horas, o seis meses después, y no habría tenido ninguna relevancia. Además, no “fui” el primero: fuimos los primeros, porque, por ejemplo, si Cristián Buracchio no hubiera puesto todos los metros de cuerda que puso, habría sido imposible para mí llegar a la cima. Solo me interesa lo que viví y lo que aprendí, no precisamente en los momentos de escalada ni en nada de lo que fuimos a hacer allá, sino en los ratos en que estábamos desocupados. Y es que para mí el Everest representa, sobre todo, un espacio de conocimiento y de silencio, de experiencia personal, en el que pude, sin distracciones, reconocerme y sentirme. El mejor lugar que encontré para encontrarme.
El Everest es un espíritu gigante disfrazado de la manera más extraordinaria. Una forma de expresión de la belleza magnánima, inconmensurable, única, superior. No obstante, entendí que esa belleza no puede resonar si no hay belleza en mí. Entonces, mientras más inmensidad puedes ver, más inmenso te sientes. Es como un espejo capaz de despertar en ti nuevas dimensiones, que no podría haber conocido si no enfrentado a una belleza, una pureza y un silencio de tal magnitud. Y además de esa grandeza, está lo hermoso de cada detalle. El mundanal ruido y su agitación distorsionan la esencia, y eso en el Everest no pasa. No tenía por qué subir montañas y no entiendo por qué llegué allí, pero fue donde más cosas me pasaron. Y después la gente me preguntaba: “Si ya subiste la más alta, ¿ahora qué vas a subir?” Pero todos los cerros son una invitación fantástica, una mujer preciosa que te dice “bailemos”.