Las condiciones de pandemia que vivimos ponen de manifiesto la crisis socioambiental que atravesamos a distintos niveles, desde lo local y nacional, a lo continental y global. Estas crisis, hoy agudizadas por un virus que no respeta fronteras, nos advierten sobre la imperiosa necesidad de transformar los sistemas sociales y políticos para que favorezcan la protección, regeneración y resiliencia de los sistemas ambientales de los que dependemos. En Chile, es evidente la necesidad de rediseñar los actuales sistemas de producción agrícola, alimentación y de manejo de sistemas naturales, ya que están aumentando la percepción de una insostenible injusticia socioambiental que azota a parte significativa de la población.

Lo anterior se agudiza en las ciudades y las mal llamadas “zonas de sacrificio”, pero no es menos cierto en las zonas rurales donde ocurre la producción agrícola que alimenta a nuestra población. Ante un escenario de tal magnitud y dada la complejidad de la problemática es común preguntarnos: ¿Qué es lo que podemos hacer como individu@s, como colectivos y como sociedad para aportar en este rediseño? Más allá de la construcción necesaria de una nueva constitución ¿Cuáles elementos de nuestra vida diaria pueden contribuir a la transformación socioambiental que necesitamos?

Variedad de semillas tradicionales que se cultivan en huertas del sur de Chile ©Tomás Ibarra
Variedad de semillas tradicionales que se cultivan en huertas del sur ©Tomás Ibarra

Si bien la transformación a mayor escala que se requiere sólo podrá ser fruto de la organización y la acción colectiva de la sociedad y en cómo ésta empuja a la política pública, hay elementos de nuestra vida cotidiana que pueden ir aportando en esa dirección; uno de ellos es el alimento. El alimento es un fenómeno que nos atraviesa como seres humanos y que toca cada una de las aristas que necesitamos reformular para subsistir.

En América Latina, numerosos movimientos campesin@s, de organizaciones de la sociedad civil y de científic@s comprometidos con la sociedad, han conformado el movimiento agroecológico como respuesta a la crisis agrícola y alimentaria que se arrastra, fundamentalmente, desde la implementación y expansión de la agricultura intensiva. A través de este movimiento se plantea redefinir nuestra relación con el alimento desde los suelos y los territorios donde estos son cultivados, hasta las relaciones sociales donde el alimento es adquirido y consumido. La Agroecología plantea una visión sistémica del alimento, atendiendo no sólo a la regeneración del suelo y las relaciones ecológicas de los agro-ecosistemas, sino también a la dignificación de la imagen y labor de las y los agricultores.

Huerta familiar de Rosa en Wallmapu ©Tomás Ibarra
Huerta familiar de Rosa en Wallmapu ©Tomás Ibarra

Actualmente, hay numeros@s académic@s y miembros de la sociedad civil involucrad@s en la masificación de la Agroecología, es decir, transformar los sistemas de cultivo, distribución y acceso para poder ofrecer alimentos sanos, frescos, cercanos y justos a la población más allá de la escala local.

Este movimiento científico, social y político ha logrado posicionarse al punto que, en 2018, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO por sus siglas en inglés) señaló a la Agroecología como el enfoque a seguir para atender las diversas crisis que aquejan al sistema alimentario global.

La FAO, a su vez, identificó los principios que dicho modelo agroecológico debe contener: sistemas diversos, resilientes, eficientes, donde la energía se recicla y donde las innovaciones son producto del intercambio de conocimientos y la creación conjunta entre valores humanos, culturas y tradiciones alimentarias. Todo esto debe construirse en un contexto de gobernanza responsable y modelos económicos alternativos, tales como la Economía Solidaria.

Principios del modelo de Agroecología propuesto por FAO, 2018 FAO
Principios del modelo de Agroecología propuesto por FAO, 2018 ©FAO

Este modelo de FAO representa un cambio de los paradigmas que rigen el cultivo, producción y distribución de alimentos, así como el de los impactos en los agro-ecosistemas. Sin embargo, la transición desde el nivel discursivo a los hechos está sujeta a la reinterpretación del término dentro de la política pública. La implementación de un nuevo paradigma tiene, a su vez, impactos diferentes en la percepción de las y los agricultores, quienes desde su posición reciben, incorporan y muchas veces rechazan, el ir y venir de las tendencias a menudo contradictorias de las políticas que rigen su diario vivir. Al igual que con términos como la sustentabilidad, la conservación y el desarrollo, la Agroecología corre el riesgo de ser cooptada por una diversidad de actores con agendas específicas y contradictorias.

En este trabajo nosotros argumentamos que la Agroecología tiene el potencial de resignificar y devolver el reconocimiento a formas de practicar la agricultura que han estado presentes en los territorios por varias generaciones y que aún se mantienen vitales a través de la memoria biocultural.

La memoria biocultural puede ser definida como el conjunto de conocimientos, prácticas y creencias presentes en un territorio y que son transmitidas de generación en generación y son base de la identidad de los pueblos. Esta memoria biocultural ha modelado el pasado y sigue influyendo en el presente, pero también tiene el potencial de proyectar el futuro del territorio y sus habitantes (humanos y no humanos). Es a partir de esta memoria y su transmisión a través de generaciones que, por ejemplo, la vasta diversidad de semillas que hoy conocemos, así como los conocimientos relacionados con sus cuidados y las preparaciones de alimentos, han sido transmitidos a través de la historia de la agricultura.

Sin embargo, para las y los agricultores que han desarrollado, adaptado y reproducido históricamente los principios de la Agroecología,  a partir de su memoria biocultural, el mismo término Agroecología puede carecer de raíces.

En la Región de La Araucanía, que incluye a parte de Wallmapu o territorio ancestral del pueblo mapuche, las mujeres y hombres agricultores mantienen prácticas agrícolas, alimentarias y redes de reciprocidad que tienen raíces en la memoria biocultural. Estas prácticas son, a la vez, consistentes y fundacionales para los principios del enfoque agroecológico que plantea FAO, aunque las agricultoras y agricultores no usen exactamente el término “Agroecología” para su actividad.

Huerta familiar en Wallmapu, nótese que forma un verdadero continuo en el gradiente huerta-bosque y tiene similitudes con el paisaje circundante de bosque nativo ©Antonia Barreau
Huerta familiar en Wallmapu que forma un verdadero continuo en el gradiente huerta-bosque y tiene similitudes con el paisaje circundante de bosque nativo ©Antonia Barreau

En las huertas familiares y chakras de Wallmapu, la diversidad se expresa, por ejemplo, en las variedades de semillas. Algunas semillas y cultivos característicos incluyen a las habas (verdes, marrones, moradas y negras), porotos (perdiz, pitío, pallar, coyunda, angelito, pollonko, vaquita, azufrado, entre varias otras decenas), arvejas (triuke, sinhila, orejona, etc), kinwa y maíz mapuche, cuyos cultivos trascienden la lógica economicista del “rendimiento” que abunda en el sistema agrícola industrial.

La maravillosa diversidad de porotos que se cultivan en huertas en Wallmapu. Existen registros arqueológicos que evidencian el cultivo de porotos hace unos 1300 años en La Araucanía ©Tomás Ibarra
La maravillosa diversidad de porotos que se cultivan en huertas del Wallmapu. Existen registros arqueológicos que evidencian el cultivo de porotos hace unos 1300 años en La Araucanía ©Tomás Ibarra

La diversidad de la huerta mapuche y campesina desafía los enfoques homogeneizadores que piden a las y los agricultores que reduzcan la variedad de rubros y se especialicen en cría de ganado mayor, o cría de ovejas y gallinas, o huerta, o chacra, o quinta, o conservas, o tejidos, o apicultura, o colecta de alimentos silvestres, o tallado en madera, entre otros.

El que los agricultores y agricultoras se especialicen en un rubro, tal como se les pide en algunos programas de gobierno para poder obtener subsidios, no hace más que reducir la resiliencia ante eventos inesperados (entrada de una enfermedad en cultivos o en el ganado, sequía, erupción volcánica y acumulación de cenizas, crisis económica). La diversidad de semillas tradicionales y de rubros agrícolas antes descritos están en el corazón de la agricultura familiar de Wallmapu y son verdaderos repositorios de memoria biocultural que se reproduce y retroalimenta constantemente.

Las variedades de semillas que se han adaptado a las condiciones climáticas otorgan a las y los agricultores la capacidad de producir sus propios alimentos durante la mayor parte del año. A esto se suman los conocimientos de cuidado del suelo heredados de sus abuelos y abuelas, del abono de guano de oveja, del uso de ciclos lunares para la siembra, del descanso de la tierra y la rotación de cultivos. También está el conocimiento sobre la estacionalidad, junto con la observación de los pronósticos del clima como las nubes, los vientos, la floración de ciertas plantas y los cantos de las aves que anuncian las heladas, la cantidad de nieve y su relación con la cantidad de agua que habrá disponible.

Patricia Ayelef cultivando su huerta familiar ©Tomás Ibarra
Patricia Ayelef cultivando su huerta familiar ©Tomás Ibarra

También está en la memoria biocultural el conocimiento acerca de las fechas de llegada o eclosión de ciertas especies de insectos que pueden convertirse en plaga, así como de controladores biológicos y naturales. El calendario preciso que llevan para la colecta de alimentos silvestres y frutas, junto con la preparación y elaboración de conservas para abastecerse durante el invierno, son otros ejemplos más sobre la complejidad, vitalidad e integralidad de la memoria biocultural.

En este complejo aparece, además, la sopa de papitas nuevas en diciembre que marca el comienzo de la etapa de bonanza de las huertas, la culminación del largo proceso de preparación del suelo, la preparación de almácigos, trasplante, cuidado de los cultivos y selección de plantas para generar la semilla para el siguiente ciclo agrícola. La materia orgánica proveniente de la huerta, ramitas y guías, son luego puestas a disposición de las ovejas y gallinas que se alimentan de ellas, a la vez que fertilizan el suelo de la huerta en la época de invierno. Todo este acervo de memoria biocultural ha co-evolucionado con las generaciones de agricultores en el territorio y fortalece la resiliencia frente a eventos inesperados, a pesar de las presiones históricas y contemporáneas sobre la agricultura familiar.

Kinwa o quinoa en huerta familiar ©Tomás Ibarra
Kinwa o quinoa en huerta familiar ©Tomás Ibarra

Las tradiciones alimentarias de la región por su parte, son una expresión de prevención del desperdicio. Cada parte de un animal es utilizada y consumida, la piel de la oveja forra los bancos de madera, mientras su carne y vísceras alimentan las reuniones familiares. Los piñones de pewen (Araucaria araucana), colectados entre febrero y mayo, antes eran almacenados enterrados o bajo agua fría corriendo para mantenerlos frescos y hoy se almacenan en el congelador o en conserva. La colecta de alimentos silvestres, alguna vez confundida como alimentación de escasez o pobreza, está siendo hoy revalorada por ser fuente de una gama de sabores y micronutrientes frescos que sólo están disponibles en estos lugares y estaciones particulares del año. A pesar de toda esta bonanza, hay que reconocer que se han dado cambios en los patrones alimentarios por la irrupción de productos altamente refinados, ricos en grasas y en carbohidratos.

Las prácticas de intercambio de semillas, productos agrícolas y saberes, conocidas en Wallmapu como Trafkintü, las cuales tienen como base las relaciones de confianza, generosidad y reciprocidad, son la expresión de modelos de gobernanza y economía solidaria. Estas prácticas han resistido a través del tiempo y han cobrado una fuerza creciente a partir de distintos movimientos territoriales interesados en la recomposición de la memoria biocultural. Es en los espacios de intercambio de saberes que la transmisión de la memoria biocultural se mantiene vital.

Finalmente, las huertas encuentran en las cocinas una sinergia en donde se sintetizan todos los componentes del sistema agrícola familiar. Cada aspecto nutre y es nutrido por la memoria biocultural, en las múltiples preparaciones para el trigo, las variedades locales de manzana empleadas para la chicha, el consumo de variedades de haba, poroto y arveja que no alimentan cadenas de abastecimiento comercial, pues son el tesoro para el autoabastecimiento de los hogares y cultivan el gusto de las generaciones siguientes.

Variedad de semillas de arveja locales ©Constanza Monterrubio
Variedad de semillas de arveja locales ©Constanza Monterrubio

Todos estos elementos hacen explícito que la puesta en marcha de los principios para la regeneración de los agro-ecosistemas y los sistemas alimentarios que son condensados en la Agroecología y apoyados por FAO, no suceden en un contexto vacío. En territorios de América Latina, como el Wallmapu, la porfiada memoria se ha rehusado a morir a pesar de los numerosos despojos simbólicos y materiales a la que ha estado sometida. Aquí, las prácticas agrícolas y alimentarias, así como las redes de reciprocidad que se tejen alrededor de ellas, mantienen numerosas claves para enfrentar los desafíos de producir alimentos frescos, sanos y cercanos para una población creciente, golpeada por las crisis socioambientales, pero que debe ser consciente de la importancia de la agricultura familiar y su memoria biocultural.

La alianza entre agricultoras y agricultores, científic@s y organizaciones de la sociedad civil se está reproduciendo y debe seguir fortaleciéndose para poder garantizar que la Agroecología se masifique y reconozca a la memoria biocultural en sus fundamentos.

Finalmente, si bien la memoria biocultural da congruencia y coherencia a los esfuerzos para la masificación de la Agroecología, el agente aglutinante y más tangible de todos estos elementos es la justicia socioambiental. Sin justicia socioambiental que garantice el acceso a semillas libres, tierra y agua saludables para poder seguir nutriendo la memoria biocultural alrededor del alimento, todos estos fundamentos carecerán de bases sobre las cuales construir la sociedad y la vida que los territorios merecen.

Constanza Monterrubio es investigadora postdoctoral de la Universidad Católica, Campus Villarrica para Proyecto ANID-FONDECyT 3180204, así como del Laboratorio ECOS, Centro de Desarrollo Local (CEDEL) y del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR) de la misma casa de estudios.

José Tomás Ibarra es investigador del Laboratorio ECOS, Centro de Desarrollo Local (CEDEL), Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), Núcleo Milenio Centro para el Impacto Socioeconómico de las Políticas Ambientales, y del Centro de Ecología Aplicada y Sustentabilidad (CAPES UC).

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