ENTREVISTA EXCLUSIVA: Elsa Ávila, a 25 años de ser la primera latinoamericana en subir el monte Everest: “La fusión con la montaña es lo que me alimenta”
La mexicana Elsa Ávila es parte de la historia del montañismo femenino en Latinoamérica. En 1999, se transformó en la primera mujer de la región en llegar a la cumbre del Monte Everest, la montaña más alta del mundo, a 10 años de haberlo intentado por primera vez. Pero eso es solo una parte de su lista de logros, muchos de ellos récords que ella jamás se planteó como objetivo. A 25 años de su hazaña, Elsa nos cuenta en esta entrevista sus inicios como escaladora, su experiencia en Los Himalaya y los pasos que la han hecho realizar sus “llamados” de la vida. Hoy, en sus nuevas cumbres, la alpinista no solo se dedica a compartir su experiencia, sino en trabajar por la conservación y monitoreo de los glaciares de México.
Cuando Elsa Ávila (60) se conecta desde México a conversar, sobresaltan los cuadros que tiene detrás suyo. “Todo es el Everest”, aclara, “pero no solo he escalado allí”. Por un lado, señala la foto bien enmarcada de un amigo colombiano llegando a la cumbre. Luego, la de su exesposo, Carlos, en el Paso Hillary —cuando este aún no se derrumbaba—, en su camino a conquistar esta montaña. A su izquierda, un rompecabezas armado y enmarcado del monte más alto del mundo. Y, como no podía faltar, también decora la pared una panorámica de toda el área, que Elsa muestra con orgullo.
Tiene razones para estarlo. Hace 25 años, el cinco de mayo de 1999, se transformó en la primera mujer sudamericana —y la tercera americana— en llegar a la cumbre del monte Everest (8.848 msnm). Lo logró a 10 años de su primer intento, donde quedó a solo 98 metros de la cumbre. No lo hizo por ganar un récord. Ni tampoco por demostrar algo. Fue “un llamado” que dice haber recibido. Pero este no ha sido el único en su vida.
De escaladora a montañista
Cuando era niña, Elsa estaba encantada con cielo. Le atraía mucho el universo. Quería ser paracaidista. O astronauta. Pero poco se imaginó que, en verdad, tendría los pies y las manos bien agarradas a la tierra.
Ya más grande, a sus 15 años, conoció a Carlos Carsolio, quien hoy es su exesposo. Él, escalador y montañista, le enseñó el fantástico mundo de las excursiones y, en ese entonces, la escalada. “Me lo contaba tan bonito que dije: a ver, quiero ver de qué trata esto. Donde puse primero manos y pies fue en una roca vertical que estaba enclavada en un parque nacional rodeado de árboles. Todo ese espacio era para una chica citadina”, recuerda.
Ella vivía en Ciudad de México. Ese parque nacional era El Chico, en Hidalgo. Allí estaba inmersa en las paredes bosque y sentía el viento fresco al respirar. Simplemente se enamoró. “Puse ahí mi corazón y empecé a escalar en roca, paredes verticales en mi país. Evolucioné hasta que pude ir a Yosemite, hice el primer ascenso mexicano al Capitán, entre otras paredes que escalé. Y luego, pues, mi vida dio un giro cuando fui al Himalaya”, recuerda.
En el Parque Nacional Yosemite fue la primera mujer latinoamericana en escalar El Capitán, una icónica pared de granito de más de 900 metros, que es un verdadero desafío para los escaladores del planeta. Además, en su mundo escalador, conoció las montañas Rocallosas (también conocidas como Rocky Mountains, en Canadá). En eso, los Himalaya llegaron a su vida. Esta zona es reconocida por albergar los “ochomiles”, montañas sobre ochomil metros sobre el nivel del mar —las más altas de la Tierra— que son el foco de conquista de muchos experimentados deportistas. El acercamiento a los Himalayas fue uno de sus primeros “llamados” en la vida.
“Yo estaba muy feliz escalando en roca y mi vida era estar en el gimnasio, fortaleciendo brazos, dedos y el abdomen para subirme a las verticales. Pero de repente empieza a cambiar el rumbo de nuestra vida, digo nuestra porque Carlos fue quien empezó a tener nuevas posibilidades, como la invitación a ir a la cara sur del Aconcagua, la montaña más alta de América. Su vertiente sur es una pared de más de tres mil metros que es buen objetivo para alpinistas por su dificultad técnica”, relata Elsa.
Esa expedición fue junto a la Federación Mexicana de Montañismo, pero no tuvo éxito. Según recuerda Elsa, Carlos se quedó en la zona para subir con unos polacos, lo que significó una voltereta en su vida: “yo había ido a nuestros volcanes. Me había metido a las grietas del Popo —Popocatépetl— a escalar en vertical, en hielo. Pero no era mi pasión, mi pasión era la escalada en roca. Los polacos tenían esta invitación, que en verdad era más bien un permiso para escalar la pared de Rupal en el Nanga Parbat (8.125 msnm). Esa es la pared más grande del mundo, tiene unos 4.500 metros. Yo había escalado el Capitán y las Rocallosas, sabía qué significaba escalar una gran pared, pero estar ahí arriba y atreverse a eso era otra cosa. Pues, la verdad, no me hice chiquita, porque fue entrar a ligas mayores desde el principio, con los mejores del mundo. Eso fue un regalo porque aprendí mucho de ellos: a leer el tiempo, la orografía de la montaña, dónde situar, cuándo tenía que esperar, retirarme y emprender un ascenso”.
De ahí en adelante, los planes se enfocaron solo en los Himalaya.
El llamado de los Himalaya para una mujer
Elsa participó en ocho expediciones a los Himalayas. Seis de esas superaron los ocho mil metros de altitud. En 1987, ascendió al Shisha Pangma (8.047 msnm), transformándose en la primera mujer latinoamericana y la más joven del mundo —hasta ese momento— en escalar una cumbre de más de ocho mil metros. Tenía 23 años.
“Ir a los Himalaya fue una experiencia muy dura, porque aparte de lo técnico, era entrar a un país musulmán, donde la mujer no pintaba prácticamente. Estoy hablando de mediado de los ochentas. Yo me codeaba de puros hombres. Todos los porteadores eran hombres. Hombres por todos lados. Yo era la que les recordaba a la hermanita, a la novia, a la hija. Pero era una miraba especial a mí, sin ayuda, sino más bien transmitiendo qué me podían dar. En eso, me enfrenté a estar tú a tú con un oficial de enlace, militar, que quería ser parte de la expedición, en vez de ir vigilando que vayas por la ruta, que tienes el permiso, etc. Él me vio y creo que me convertí en un reto porque dijo: si ella es mujer, ¿por qué yo no? No haré la historia muy larga, pero me terminó sacando la pistola. Yo le dije que la dejara, pero fue duro”, relata Elsa.
Además, se enfrentó por primera vez a la muerte porque, por primera vez, vio cómo un compañero de expedición fallecía. “Duele saber que se mató ahí, que está el cuerpo, que algo hay que hacer con él. Pero esa dureza creo que fue lo que me fue curtiendo después para hacer las cosas que pude lograr”, comenta. Luego de esa primera vez en el Nanga Parbat, surgió otra expedición. No fue nada más, ni nada menos que Jerzy “Jurek” Kukuczka, uno de los mejores montañistas del mundo, quien la invitó. Esa fue su mítica subida al Shisha Pagma. Que también fue su primer ochomil.
“Ahí te das cuenta del sí puedo, porque siempre están las voces que te dicen que no puedes. Que por ser mujer no se va a lograr. Que falta experiencia. Es romper todo eso y plantarte hasta allá arriba”, dice Elsa.
En ese entonces, además, el equipo no era diseñado para mujeres. Elsa recuerda haber tenido que doblarse la ropa porque le quedaba larga. E incluso, haber tenido que hacerse pipí encima porque el cierre de traje de pluma, que se usa por sobre los ocho mil metros, era solo frontal, entre otras cosas. Por otro lado, las mochilas siempre le quedaban grandes, teniendo que cargar más peso en sus hombros que en su cintura y piernas. “Creo que eso me hizo ser una verdadera alpinista, como los hombres, porque generalmente era la única mujer, salvo en las últimas expediciones que tuve la fortuna de escalar con Wanda Rutkiewicz, una polaca que fue la mejor del mundo (…). Escalar con ella fue la única ocasión en que compartí con alguna mujer sobre los ocho mil metros”, recuerda.
Sin embargo, dice siempre haberse integrado bien a las expediciones siendo mujer. Nunca faltaba con quien ir. Siempre tenía cordada. Pero, cree que podría haber existido algún tipo de discriminación: “a veces hay cierto celo, no solo conmigo y eso se ve en diferentes deportes. Hay hombres celosos de sus compañeras y ven cómo obstruir su camino. Pero insisto, no recuerdo algo así directamente conmigo. Pero si sé que es un camino que existe desde niñas y lo lindo, en realidad, es ir compartiendo información para el crecimiento. Finalmente es una evolución”.
La misión de llegar a la cumbre del Everest
El primer intento para llegar a la cumbre del Everest se presentó como oportunidad a realizar en 1989, gracias a una invitación de los polacos cuatro años antes. Para Elsa y Carlos era sumarse a expediciones que ya se estaban organizando desde antes. Así, emprendieron camino por la arista yugoslava, una de las rutas más difíciles del Everest. Sin embargo, Elsa sufrió un principio de Edema cerebral. “Cuando tienes algo así, pues no es como actualmente que te bajan de la montaña y piensas en un helicóptero. Para mí eso no es la aventura total del alpinismo. O sea, lo que tienes que hacer es prepararte bien, saber que hay algo mal en tu cuerpo y bajar por ti mismo, pese a que lleves un botiquín. Pero hay que saber tomar decisiones”, reflexiona Elsa.
Ese mismo año, junto a Carlos hicieron intento para llegar a la cumbre por la Vía de la Conquista, por el lado sur. Ella tomó un tanque de oxígeno que dejaron unos neozelandeses que ya estaban de bajada. Cuando llegaron a la cumbre sur, luego de 15 intensas horas de subir y tan solo a 98 metros de la cumbre, la pareja empezó a discutir. Ya era tarde. En eso, Elsa se saca su mascarilla y Carlos le ve sus labios morados. Eran indicios, nuevamente, de un edema cerebral.
“Yo no lo sentía porque solo pensaba que estaba cansada, no me había analizado. Llegué muy mal a Collado Sur —un paso de montaña— y empecé a tener alucinaciones. Al día siguiente bajamos y, cuando estábamos en el campamento base, el tiempo se descompuso muchísimo. Avalanchas por todos lados, nevó mucho y llegó el mozón. Ahí llegaron también nuestros compañeros que bajaban de la arista yugoslava y, cuando discutíamos qué me pasó, me di cuenta de que mi tanque de oxigeno estaba a 85%. ¡No servía! Imagínate, subí ese tanque que pesaba un mundial, porque no pesan lo mismo que ahora, y una mascarilla que no me dejaba respirar el oxígeno de afuera que se dice que es un tercio. Eso me demostró que pude haber subido sin tanques”, recuerda Elsa.
Ese mismo año volvió con un permiso rápido, pero no subió porque llegó el invierno y se le congelaron dedos de la mano y las córneas de los ojos. Esa vez llegó cerca de los 8.200 metros. “Eso fue lo que me hizo alejar de las montañas del Himalaya”, dice. Además, poco después falleció su amigo “Jurek” Kukuczka en la cara sur del Lhotse. “Entonces cambiamos”, recuerda Elsa.
Otros destinos más adelante fueron la Patagonia, donde logró el primer ascenso femenino a la Aguja del Poincenot, en el extremo Austral. O el Círculo Polar Ártico, con nuevas rutas como la cara sur del Svanvhit, en la isla de Baffin, teniendo el primer ascenso mundial. Entre esas y otras expediciones decidió volver a los Himalaya, esta vez al Kanchenjunga (8.586 msnm). En esa expedición falleció Wanda Rutkiewicz.
Luego Elsa tuvo a sus dos hijos, y su expedición personal tomó un rumbo diferente. Al menos, durante 10 años.
Volver al Everest
“Hay llamados que hace la vida y este fue uno de ellos. De repente, empezó a llegar el Everest por muchos lados. Y dije: bueno, creo que quiero regresar. Le conté a un amigo y él me dijo que quedé a nada de la cumbre, que debía regresar. Y yo ya lo sabía, pero ahora tenía hijos. Sin embargo, era un llamado muy intenso. Entonces me propuse prepararme bien. Entrené como nunca en mi vida, con una motivación increíble. Después, cuando iba volando y vi al Everest por la ventana, próxima a aterrizar en Katmandú, solo volteé y dije: por favor, estoy atendiendo tu llamado, pero no me hables para morir. Tengo dos hijos”, comenta Elsa.
Tenía, en ese entonces, 35 años. Su hija Karina iba a cumplir cinco, y su hijo Santiago tres. Elsa, además de entrenada, recordaba los grandes años de aprendizaje en los Himalaya, que vivió con su exmarido. Se sentía bien técnicamente. Físicamente, como nunca. Y quería subir sin tanques, lo que no pudo hacer por petición de quien tenía el permiso de la expedición. Pero no importaba. Ella solo quería finalizar los 98 metros que no logró en su segundo intento.
En el trayecto hubo un accidente en la cumbre sur. Ayudó al rescate de una amiga que cayó al lado chino. Siguió con la adrenalina, pero consciente de su responsabilidad de madre. Debía dar todos los pasos bien por sus hijos. “Había como un magneto que me atraía a la cumbre. Llegué hasta que no había más que pisar. Todo se abría, hacia arriba y abajo, se veían las montañas. Tomé fotos en todas las direcciones (…). Luego de un rato, volteé al horizonte y tomé la decisión de bajar. Buena decisión, fíjate, porque después hubo gente de mi expedición con ceguera de nieve por la neblina”, recuerda.
En el momento que cumplió su misión, jamás pensó en hacerlo para ser la primera latinoamericana en lograrlo. Ni siquiera sabía que ninguna latinoamericana lo había hecho. Atendió su llamado, se maravilló en la cumbre y, luego, solo quería fundirse en abrazo de sus hijos. Ella quería bajar para recuperar su cuerpo, en un descenso que hizo sola. Dice que “la montaña la ha puesto en su lugar muchas veces”, y que ir con la intención de cumplir un récord no permite disfrutar y vivir cada paso. En otras palabras, los récords pueden ser consecuencias, pero no se tienen que transformar en objetivos, dando la vida para evolucionar personalmente y no “pisotear a otros”. En realidad, dice: “La fusión con la montaña es lo que a mí me alimenta”.
Las nuevas cumbres de Elsa Ávila
En 2002, tres años después de haber alcanzado la cumbre del Everest, a Elsa le implantaron un marcapasos por problemas al corazón. En 2005, le detectaron Fibrilación Auricular, una arritmia que años más tarde le provocaría una embolia transitoria y varios infartos cerebrales. En todo eso, las experiencias que vivió en las cumbres más altas del mundo, entre otras, fueron importantes.
“Ya con la madurez de la experiencia, eso sirve en nuestras respectivas montañas. Queda como trillado, pero no es algo teórico, sino algo vivido. Yo he atravesado marcapasos, nueve infartos cerebrales y no quiero récords. Por su puesto, es la madurez de la montaña lo que me permite hablar contigo. Yo he dicho que la montaña más difícil de escalar en la mente. Pero fíjate que, hay gente a las que nos ha dado infartos cerebrales y depende del tamaño y el lugar del cerebro qué te afecta. Muchos han sufrido consecuencias en el habla o el movimiento. Yo las he pasado todas, pero en cuanto lo siento, me he conectado en el cómo superaba ciertos obstáculos en la montaña”.
Ese es parte del mensaje que Elsa intenta dar en sus charlas, conferencias y en su libro “Triunfar al Extremo”. También, aquel del cuidado de las queridas montañas que nos rodean. Porque ella misma ha visto cómo han ido cambiando lugares que conoció cuando era más joven.
Por ejemplo, hace dos años volvió al campamento base del Everest, viendo cómo había cambiado todo, desde las personas hasta sus glaciares. En su propia tierra, su querido Popo ya no tiene las grietas que hace años usaba para escalar, además de su actividad volcánica. El Pico de Orizaba, por su lado, se está retrayendo. “Creo que es importante más que hablar, actuar, dar señales”, asegura.
Por ello, trabaja con la Fundación Cumbres Blancas en México, que se dedica al monitoreo y generación de estrategias para la conservación de glaciares mexicanos. Ahí por ejemplo instalaron baños secos en áreas protegidas —un proyecto piloto en México que buscan amplificar a otros países—, organizan jornadas de limpieza y organizan jornadas de respastización de suelos afectados. “Queremos colaborar donde se pueda. En eso también tenemos que hacer papeleo burocrático en México, lo que es desgastante”, dice. Más allá de eso, hay otras cumbres personales, como los últimos detalles de su reciente libro, que espera lanzar prontamente.
Mientras tanto, trabaja todo desde su oficina, rodeada de recuerdos de su querido Everest y cuadros de otras expediciones que fueron importantes para ella. Ve desde su ventana los árboles cercanos a su hogar en el valle de Bravo y, de vez en cuando, se escapa a su montaña regalona en la actualidad: el Nevado de Toluca.