La Región de Aysén atrapa. La primera vez que estuvimos ahí, hace diez años, fue como un sueño; significaba estar finalmente en esa tierra lejana, solitaria y fría que en tantas ocasiones miramos en algún documental. El ambiente que se respira es particular, y seguramente es de las pocas regiones de clima templado-frío en el mundo, que ha sido colonizada tan recientemente. Esto le otorga al viajero una sensación de pionero; de estar viendo un panorama donde aún la naturaleza se siente indiferente a la presencia y destrucción humana en el resto del mundo.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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En la década de 1940, Augusto Grosse fue uno de los primeros hombres de la cultura occidental en registrar y evaluar el potencial de asentamiento humano en cada uno de los valles de la entonces desconocida Trapananda. Incluso cuando han pasado solo 70 años desde estos primeros intentos, ya es posible evidenciar la influencia que ha ejercido el hombre en el paisaje. Durante decenas de años, los más gigantescos incendios registrados en Chile ardieron sin control esparciéndose por Aysén con el objetivo de arrasar con bosques para preparar campos que supuestamente serían productivos. La idea de aplicar fuego evidentemente se salió de control, y al cabo de un par de décadas, millones de hectáreas de bosque en superficies que hasta el día de hoy no son productivas, fueron quemadas, causando el más triste daño natural que registra esta región en su corta historia.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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Sin embargo y a pesar de los años de desgaste, la amplia extensión territorial de Aysén y lo inaccesible de algunas zonas, favorecieron la preservación de grandes áreas sin ser destruidas, y son las que hoy en día podemos disfrutar al visitar la región, experimentando una sensación similar a la de Grosse durante las expediciones australes, cuyos ojos miraban las maravillas naturales de la zona en su estado más original.

La aventura

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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A fines del año pasado, entre los muchos paseos virtuales que hacemos recorriendo la Patagonia desde el ojo de Google Earth, notamos la existencia de un lugar que parecía sacado de un planeta distinto. Era un lago que terminaba en dos glaciares negros que caían sobre su superficie. Por él se desperdigaban flotando cientos de témpanos de hielo que alguna vez fueron parte de Campo de Hielo Norte.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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Entonces empezaron las averiguaciones. Nos dimos cuenta que este lugar estaba al final de un valle que prácticamente no había sido tocado por el hombre, y que la única forma de entrar sería por un camino de vehículos construido recientemente, que corría cercano a la entrada del recóndito valle. Sin embargo, desde este acceso no existía ruta ni senderos para llegar al lago a pie, lo que significaba además que los bosques, caudales, y paisajes de alrededor estaban totalmente preservados. El lago yacía ahí, sin enterarse de que el hombre había ya marcado su presencia con un camino a tan sólo 4 km.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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En febrero de 2017 estuvimos en la zona, y durante esos días partimos al sector de río Exploradores, por donde pasa el camino que conecta con este valle intacto. Destinamos un día completo a investigar la forma de internarnos en él, con objetivo de llegar al lago misterioso. Durante varias horas buscamos distintas estrategias para entrar en el denso bosque y traspasar las paredes de morrenas, que terminaron por agotar nuestras esperanzas de conseguir el objetivo. Finalmente, entendimos que el dominio de la naturaleza en ese valle era total, y que con solo un capricho de aventurero no lograríamos llegar a ningún lugar.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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Con la vuelta a la rutina, volvieron también la expediciones digitales por Google Earth, donde paradójicamente este curioso lago se percibía tan accesible y cercano. Y obviamente, a medida que pasaban los meses, las ganas por volver a intentarlo fueron aumentando. Entonces decidimos que volveríamos a tratar de llegar, esta vez con determinación y preparación para conseguirlo. Dentro de las averiguaciones, dimos con que en Suda había registro de una ruta que se había hecho en 2015 (aparentemente el único registro existente), y con ayuda de ellos, pudimos acceder al track para guiar el camino hasta el lago.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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En noviembre de este año partimos una vez más a Aysén, y nuevamente destinamos un día completo a la travesía. Sabíamos que la distancia no era demasiada, y que de partir en la madrugada, podríamos hacer la ruta de ida y vuelta con luz y tiempo justos. Alojamos en Puerto Río Tranquilo, y mientras el sol apenas estaba apareciendo, nosotros ya llevábamos un buen rato caminando e internándonos por el valle del lago desconocido.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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Luego de un buen rato andando por un entorno relativamente pantanoso, con arbustos, y un paisaje rodeado de montañas y cerros, entramos al mismo bosque que la primera vez nos había obligado a dar la vuelta. Esta vez, con determinación absoluta, pudimos acceder por distintos pasadizos entre árboles y troncos, a ratos con un ritmo torpe que retrasaba el avance. Una vez atrás el bosque, seguimos avanzando por una ruta entrampada entre morrenas con enormes bloques de roca, ahora con una vista abierta y en altura hacia el camino que dejábamos atrás.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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A medida que nos acercábamos al lago, el valle nos iba sorprendiendo constantemente con sus encantos: el río que bordeábamos bajaba con un extraordinario caudal desde una impresionante cascada que podía divisarse a lo lejos. Y no era una, sino múltiples cascadas las que aparecían por la ladera que íbamos recorriendo, además de bosques nativos que tapaban la cubierta de los cerros, y al fondo, las imponentes montañas blancas de Campo de Hielo Norte se veían cada vez más cerca. Además, como si los atractivos faltaran, transitando río abajo un pato cortacorrientes pasó indiferente, sin importarle nuestra presencia. Un panorama alucinante.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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Más adelante se nos presentaba una barrera que parecía ser la morrena que alguna vez dejó el paso del glaciar. Una vez ascendida no sin complicaciones entre tupidos matorrales y rocas que fue necesario trepar, apareció ahí una vista insólita: se podía ver a lo lejos una punta del lago, con un gran bloque de hielo flotando. Mientras continuábamos ansiosamente la aproximación al lugar, iban apareciendo no uno, dos, ni tres bloques, sino cientos de ellos.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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Ahí estaba el lago, ese pequeño lago que llevábamos meses espiando desde Google Earth, pero ahora brillando a la luz del sol y contemplado por nuestros propios ojos. Múltiples bloques de glaciar flotaban ahí, cada uno reposando con su perfecto reflejo en el agua y formando parte de un paisaje que parecía sacado de una obra maestra del surrealismo. Cada algunos minutos algún quiebre de hielo retumbaba al fondo del valle, como si ese lugar supiera que, probablemente después de años, alguien volvía a estar ahí, sobrecogido con este sublime espectáculo natural.

©Begoña Taladriz y Daniel Boyce
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El día cálido y primaveral nos permitió observar la parte más activa de las cumbres de Campo de Hielo. Cuando estábamos por partir, un estruendo desde la montaña empezó a crecer como si un tren se acercara a nosotros; una avalancha se estaba formando desde lo más alto de uno de los cerros que rodeaba al lago, descendiendo de forma creciente por un valle casi vertical; espectáculo que observábamos con una gran dosis de pequeñez, cautela y agradecimiento.

Aparentemente, a este misterioso lago se le denomina “Lago Grosse”, probablemente porque estar ahí es experimentar una sensación similar a la que refiere Augusto Grosse en sus relatos sobre la época de expediciones en la Región de Aysén: “…una profunda paz se extiende por sobre el lago; ningún vientecillo agita sus aguas y un cielo aterciopelado embarca este hermoso paisaje cordillerano. Siento una sublime sensación al pensar de que tal vez sea el primer hombre en contemplar esta intocada belleza”.

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