Enfrentar el cambio climático y la pérdida de biodiversidad requiere más que esfuerzos individuales: exige una transformación sistémica en nuestra relación con el planeta. Desde 1977, la educación ambiental ha sido reconocida como clave en este desafío, cuando representantes de 68 países y la ONU instaron a promoverla para abordar problemas globales (UNESCO, 1978). Sin embargo, la crisis ambiental persiste, poniendo en duda su efectividad. 

Saylan y Blumstein, en La falla de la educación ambiental (2011), señalan dos limitaciones clave. Primero, no se puede esperar que la educación ambiental resuelva por sí sola problemas sistémicos donde influyen políticas económicas, leyes, tradiciones y cosmovisiones. Es solo una herramienta dentro de un enfoque más amplio. Segundo, el modelo tradicional asume que más conocimiento genera cambios en actitudes y conductas. Sin embargo, investigaciones, como las de Hungerford y Volk (1990) o Joe Heimlich (2010), demuestran que este enfoque es insuficiente. Saber sobre reciclaje o economía circular no siempre lleva a acciones concretas. Por ello, es fundamental tomar acción de forma intencionada para movilizar cambios de conducta, integrando factores emocionales, sociales y culturales que realmente los impulsen. 

Richard Louv, en El último niño salvaje, resalta que el vínculo con la naturaleza es esencial para formar ciudadanos comprometidos. Este vínculo se construye con experiencias cotidianas como observar aves o integrar la naturaleza en la educación escolar; momentos compartidos , como caminatas familiares en parques; y vivencias de inmersión, como acampar. Estas experiencias conectan emocionalmente a las personas con el entorno, fomentando respeto y responsabilidad hacia él. 

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Campamento. Créditos: Gabriel Asenie

Por ello, los programas de educación ambiental deben ir más allá de informar: deben ser experienciales, desarrollando capacidades cognitivas, sociales y emocionales. Metodologías basadas en conexión con la naturaleza, identidad territorial y capital social, como señala Krasny (2020), son clave para impulsar comportamientos sostenibles. 

La educación ambiental es poderosa, pero debe evolucionar. Solo integrando ciencia, emociones y comunidad podremos asegurar un futuro sostenible y coexistir en armonía con la naturaleza. 

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