Hace poco iba manejando, temprano en la mañana, listo para embarcarme en un viaje de 1 hora para recorrer sólo 8 kilómetros. El taco. En ese momento me bajó una cierta angustia, ¿Esto va a ser así por mucho tiempo?, pensé. No quería escuchar la radio donde solo encontraría más programas radiales con los problemas del gobierno de turno, el panorama internacional de dos grandes potencias peleando por aranceles y temas económicos y, en general, nadie hablando de bondad, o mensajes positivos. Pensé en escuchar un poco de música, pero no encontré un grupo o estilo que ayudara a calmar mi ansiedad.

Me puse a pensar en la ciudad. Uno de los mayores “logros” de la humanidad. Es algo que necesitamos, pero al mismo tiempo siempre quiero alejarme de ella. Si pienso en vacaciones o en descansar, no es una ciudad la que se viene a mi mente. Cuando pienso en tiempo de calidad con mi familia, generalmente es con un paisaje de campo en el sur de Chile. En resumen, la ciudad, este gran logro, no aparece nunca.

©Sebastián Wilson
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Volviendo al taco en que me encontraba, tomando el manubrio con un poco más de fuerza, busqué en Spotify ruidos de tormentas, de lluvia, de ríos. Ahí me di cuenta lo falto de naturaleza que estoy, y lo triste que es tener que poner en la radio del auto algo que se asemeje a la naturaleza para poder desconectarse de la realidad urbana. Cada vez nos vamos alejando más de la naturaleza, empujamos más los límites, el ritmo circadiano lo suplimos con luz artificial, el día y la noche ya no son los motores de nuestra actividad diaria. Comemos mal en general, pasamos buena parte del día en el auto para movilizarnos un par de kilómetros, nos sentamos frente a pantallas. Tenemos en general una vida sedentaria.

El año 1982 la Agencia Forestal en Japón comenzó con el Shinrin-Yoku, que fue darle un nombre a algo que ya venían haciendo desde tiempos inmemorables: salir al bosque y “darse un baño de bosque”, sumergirse en la atmósfera del mismo.

©Sebastián Wilson
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Conectarse con la naturaleza, aunque sea por un rato, trae beneficios inmediatos a la salud. Baja la presión arterial, la ansiedad, el enojo y la tensión, fomenta un estado de relajo, ayudando contra la depresión e incluso el insomnio. Todo por caminar por el bosque. Viene de la mano con un país que tiene un 70% de su superficie cubierta por bosques y naturaleza, donde sus religiones –el sintoísmo y el budismo– tienen una estrecha relación con la naturaleza y cómo debemos comunicarnos con ella a través de nuestros cinco sentidos. Así la población urbana estaba supliendo una escasez de naturaleza en ellos mismos.

Pero no es necesario viajar a Japón para poder darnos un baño de bosque. Eso lo podemos vivir en varias partes en Chile. Un ejemplo de ellos es el Monumento Natural Lahuen Ñadi, ubicado a 50 km de Puerto Varas. El año 2018 viajé a la Región de los Ríos por un trabajo de fotografía para el hotel AWA camino a Ensenada. Además de fotografiar el hotel mismo, sus comidas, habitaciones, piscina y entorno inmediato, me invitaron a muchos lugares donde hacen excursiones, entre ellos el Monumento Natural Lahuen Ñadi.

Lahuén Ñadi ©Sebastián Wilson
Lahuén Ñadi ©Sebastián Wilson

Esta área protegida está compuesta  por  200  hectáreas y cuenta  con  dos  senderos  muy  bien  demarcados:  Los Chucaos (700 m en total), una pasarela de madera accesible para todo público –incluso para sillas de rueda o personas con movilidad reducida–, y el sendero Los Carpinteros (2 km en total) que es de tierra, con pequeñas subidas y bajadas, de dificultad baja, pero no adecuado para personas con movilidad reducida. Es un lugar con un bosque muy tupido, que inmediatamente transporta a los tiempos pretéritos, antes de la colonización y explotación de la zona.

Nosotros recorrimos el sendero Los Carpinteros, y podíamos sentir cómo el bosque respiraba, cómo todo  era vida. Las ramas que habían caído de los árboles, o los ejemplares que cayeron por su edad, se empezaban a descomponer en el suelo permitiendo el surgimiento de vida nueva como musgos y enredaderas que cubrían cada centímetro cuadrado. En un momento empezó a llover, pero sólo supimos por el ruido de las gotas en las copas de los árboles. Al ser tan denso el follaje, prácticamente  ni una gota llegaba al suelo sino que quedaba en la vegetación.

Lahuén Ñadi ©Sebastián Wilson
Lahuén Ñadi ©Sebastián Wilson

Se escuchaban los pájaros carpinteros tallando la madera, los chucaos nos acompañaban desde sus escondites. El aire era más húmedo y frío que el entorno, pero al mismo tiempo se sentía más limpio y enriquecedor. Lo más extraño es que cada cierto rato se escuchaba un avión despegando o aterrizando desde el aeropuerto del Tepual que queda a  sólo 9 kilómetros de Lahuen Ñadi, recordándonos que estábamos en el año 2018.

Es impresionante cómo aquí la vegetación cubre todo, desde el suelo hasta los 60 metros en la copa del alerce más alto del área protegida. Se encuentran variados tipos de árboles como el coigüe, roble, laurel, tepa, mañío, ciprés de las guaitecas, lingue, tepú, canelo y ulmo entre otros. Abundan los líquenes y helechos que cubren el sotobosque. La composición del suelo ayuda a mantener la humedad. La ceniza volcánica, junto a estratos de tierra de hoja y sedimento fluvioglacial, crean un suelo esponjoso muy rico en minerales que mantiene la humedad  y  la  va  liberando  de  a  poco,  junto  a  muchos  nutrientes,  permitiendo  que  la vegetación crezca por todas partes de forma muy frondosa.

©Sebastián Wilson
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Allí perdí totalmente la noción del tiempo, caminé muchísimo más lento, iba disfrutando cada centímetro que avanzaba. Iba mirando y absorbiendo todo lo que podía, con todos mis sentidos. El grupo con el que íbamos, estaba absorto en esta naturaleza exuberante. Íbamos todos sumidos en nuestros pensamientos, en silencio, todo por el simple hecho de estar en un bosque, acercándonos a la naturaleza. Al igual que en un templo, uno respeta el lugar, uno es visita, y todos los animales, plantas, insectos y microorganismos son los dueños de casa.

Ahora  buscando  fotos  para  acompañar  este  artículo  me  di  cuenta  que  ya  venía practicando el Shinrin Yoku hace tiempo, a mi manera, en diferentes lugares y estaciones; en el frío y calor, en el día, mañana y tarde. Mirando cómo el sol se colaba entre las hojas, o viendo cómo  crecían  pequeños  hongos  de  colores,  escuchando  los  pájaros,  el  agua  de  algún riachuelo, el viento en las copas de las lengas en Torres del Paine. En las huellas de alguna liebre que había dejado en la nieve en las laderas del volcán Lonquimay, en los bosques de especies endémicas cerca de Alhué. Ahí encontré mi pequeño bosque privado entre mis fotos y vivencias.

©Sebastián Wilson
©Sebastián Wilson

Ya volveré a salir, pero por ahora mientras estoy sentado frente al computador escribiendo este artículo, me contento sabiendo que nuestro planeta es espectacular, y hay que hacer todo para poder mantenerlo como tal, para que nuestros hijos puedan disfrutarlo como hemos hecho nosotros. Por  eso  hago  el  llamado  a  cuidar  nuestro  planeta,  a  plantar  especies  originarias,  a  no malgastar el agua y todos los recursos finitos que usamos. Salgamos a vivir la naturaleza, y que vuelva a llenar esos espacios vacíos que nos ha dejado la vida en la ciudad.

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