¿Qué modelo para Chile? Institucionalizando la transición ecológica
Los cuestionamientos hacia “el modelo” han marcado el proceso constituyente. Sin embargo, hay elementos que a veces son ignorados en la discusión, como el problema ecológico intrínseco de la economía. “El debate debe iniciarse desde el reconocimiento de la presente crisis climática y ecológica, cuya resolución es el principal desafío social y político del siglo XXI”, aseguran en su columna los integrantes del Centro de Análisis Socioambiental (CASA), Pedro Glatz y Violeta Rabi. El establecimiento de instituciones jurídicas para transitar hacia economías sostenibles, y la consideración de los límites planetarios, son algunas de las propuestas que abordan a continuación.
El proceso constituyente ha estado marcado por un importante descontento con eso que llamamos “el modelo”, el cual, desde distintas veredas ideológicas y con distintos argumentos, ha sido diagnosticado como una receta agotada para alcanzar el desarrollo.
Como opción al modelo de desarrollo vigente, si trascendemos argumentos como la falta de apoyo a la innovación, baja de productividad e ineficiente gestión estatal es posible reconocer problemáticas estructurales, tales como la incapacidad de hacer frente a la desigualdad, la precarización del trabajo, una baja carga tributaria que impide la provisión de derechos sociales, y la concentración de las rentas de los recursos naturales. En la misma línea, algunos reconocen los nocivos efectos del actual modelo en nuestra democracia, ya que otorga altísima influencia a los grupos económicos y desincentiva la participación.
Frente a ambas posturas, queremos plantear otra perspectiva que parte desde el reconocimiento de los límites y ausencias de este debate. Para iniciar una transformación socioeconómica fundamental y urgente, el debate debe iniciarse desde el reconocimiento de la presente crisis climática y ecológica, cuya resolución es el principal desafío social y político del siglo XXI.
Dado que la economía es la forma en que organizamos nuestra relación con la naturaleza, creemos que debemos transformar el modelo desde la convicción de que estamos obligados a disminuir el tamaño de nuestro metabolismo social. Esto se traduce, en palabras simples, a decrecer el flujo de materiales y energía que nuestra economía requiere extraer desde los ecosistemas para mantenerse en funcionamiento. Ahora bien, ¿cómo podemos lograr esto? La experiencia comparada nos da ideas, tales como el reconocimiento de la naturaleza como titular de derechos o el reconocimiento a la plurinacionalidad y los distintos lenguajes de valoración que esto conlleva.
Lo anterior supone plantear preguntas fundamentales en torno al bienestar y su definición. Hoy nuestro texto constitucional reconoce como finalidad del Estado “la promoción del bien común”. ¿Qué significa esto? ¿Entendemos el bienestar únicamente como el crecimiento del tamaño de nuestra economía? ¿No deberíamos avanzar hacia formas más complejas de evaluar la manera en que funciona nuestra sociedad individual y colectivamente? Creemos que este tipo de discusión puede llevarnos a diseñar mejores políticas públicas, que exijan el desarrollo y aplicación de indicadores que demuestren la complejidad de medir el bienestar. La experiencia neozelandesa es un caso interesante de explorar, así como también otros indicadores que han nacido de iniciativas no estatales, tales como la huella ecológica o el Genuine Progress Indicator, que incluso fue adoptado por el estado de Maryland, en Estados Unidos.
Además, es perentorio reflexionar sobre el rol que jugamos —y queremos jugar en el futuro— en la economía global. Esto no es negar el aumento en el acceso a bienes y servicios que ha permitido la inserción de nuestra economía en los flujos globales de comercio. A pesar de esto, las consecuencias en impactos sociales y ecológicos son sencillamente inaceptables y, lo que es peor, extremadamente riesgosas. ¿Qué significa esto en la práctica?
Creemos que mediante el debate constitucional podemos establecer instituciones jurídicas que orienten la transición hacia economías sostenibles y resilientes, que se vinculen a robustecer una economía situada y contextualizada. Para ello, una idea a explorar es elevar a rango constitucional una mención explícita a la situación de crisis ecológica y climática, la cual podría identificarse mediante el concepto de “límites planetarios”, desarrollado por el Stockholm Environmental Institute. De esta forma, podemos comenzar a reorganizar nuestra economía de manera planificada y racional, fomentando trabajos con menor impacto ambiental, como la economía de los cuidados, la producción agroecológica de alimentos y la autosuficiencia energética, entre múltiples áreas.
Urge iniciar un debate a la altura del desafío ambiental que estamos enfrentando. Hasta ahora las críticas al modelo han sido valiosas y diversas, pero no han ido al corazón del problema ecológico intrínseco de nuestra economía. Así como hemos llegado a la convicción de que en materia de pensiones le estamos fallando a la tercera edad, necesitamos alcanzar similares niveles de movilización para trabajar por las generaciones futuras.
Pedro Glatz es licenciado en Historia UC y M. Sc. Ecología Humana de la Universidad de Lund, Suecia. Además, es integrante del Centro de Análisis Socioambiental (CASA), y asesor legislativo en temas ambientales.
Violeta Rabi es socióloga de la Universidad de Chile y M.Sc en Medioambiente de la Universidad de Melbourne, Australia. También es integrante del Centro de Análisis Socioambiental (CASA).