Escribí hace unos años atrás: “3000 kilómetros son demasiados segundos para pensar.”

Lo escribí ya en casa, después de haber pasado un largo viaje de verano conduciendo en carretera. La anécdota descrita bajo alguna fotografía de perfil en facebook, relatando la experiencia veraniega por el sur de España, la trajo a mi recuerdo, hace muy poco, con mi querido amigo Xavier. Recordé cuanto me gustaba regresar a esos paisajes junto con las personas que me acompañaban en aquellos viajes.

Dejar que el sonido de las palabras vayan dibujando sensaciones mientras se va regresando. Permitirse ir visualizando un paisaje añorado por medio de un relato corto. Casi como cuando se tararea una vieja canción.

Al despertarme esta mañana pensé en la idea de cómo quería pasar el final de la tarde.

La primera vez, me ofreciste un croissant junto al pedido de un cortado. Preguntaste si grande o pequeño, elegí pequeño. No tenía mucho tiempo y ya había comido algo un poco antes. Sentarme un rato, antes de seguir trabajando, leyendo tranquilamente a una Lispector, mientras bebía un buen café. Pregunté acerca de ciertas cuestiones que me indicarían la calidad del croissant. Casi, estuve a punto, pero de verdad, no había tiempo. Al final de la tarde de este lluvioso día lunes, decreté que iría por el. Pasaban buena música, tenía esos azulejos blancos tan modernos en su pared. Su fachada de puro ventanal, ¡felicidad! se puede contemplar la calle sentada en la mesa. Y unas buenas cortinas, largas y pesadas de color mostaza cubren los ventanales cuando el café permanece cerrado. Plantas un tanto descuidadas dentro de macetas originales y recicladas, al parecer.

Abrí el libro, tomé a sorbos mi pequeño café cortado y a través del relato, estuve entretanto transitando por otro paisaje, el de Julia, la protagonista de esta Lispector sentimentalona.

Acabé el día sentada en otro café. El favorito, estaba cerrado con sus cortinas “amostazadas”. Disfruté igualmente del café. Y mientras observaba el espacio que me contenía, recordé cuan diferente me encontraba semanas atrás.

Mientras paraba en los sillones de la sala de espera de varios aeropuertos, pensaba constantemente en esto de estar/ser una “pasajero en tránsito”. 6 ciudades en algunas cuantas horas fueron muchos, muchos, segundos para pensar.

Como si se tratase de un limbo, mi cuerpo “cuasi” flotaba. No transitaba con la normalidad que acostumbra. Se sucedían las conversaciones en distintos idiomas y en distintos acentos. La gente vestía de muchas maneras. Los gestos, sonidos y olores se mezclaban sin mucho descanso entre uno y otro. Efectivamente todo sucedía de manera muy transitoria y yo era una pasajera. Es tan cierto que el paisaje urbano está en continua transformación, cuanto han cambiado mis aeropuertos más conocidos. Recordé aquellos años en que estudiamos posmodernidad y mientras observaba a la gente que iba llegando por goteo a mis salas de espera, yo pensaba, mientras observaba sus acciones, en la teoría de los no-lugares del francés Augé. Sentada allí era difícil no hacerlo, pero me perdía fácil, con las cosas que la gente hacía o decía. Ni siquiera me dio tiempo para abrir mis libros de compañía. Me sentí dichosa viendo a la gente extraña pasar y saber sobre todo, que el encuentro sería breve, no nos veríamos nunca más, a ninguno. Incluso quise quedarme un rato más en alguno de esos lugares. Sobre todo en el que dejaba España. Mi querida España.

Miraba de cuando en vez mis tarjetas de embarque y también mis pasaportes. Cuan lejos me encontraba de mi hogar. Ni tan lejos, ni tan cerca. En el tránsito fui acumulando monedas diferentes. Me empeñé en hacer lecturas diferentes a las de Augé mientras estaba en aquellos aeropuertos. En su teoría, en estos espacios, no sucede nada trascendental. Pero yo sentía lo contrario.

Dejando teorías a un lado, jugué a imaginar continuar el tránsito imaginario con algunos de esos pasajeros, imaginando su destino final.

La despedida de El Prat me costó a rabiar. Barajas tan internacional. El Dorado latinoso. Jorge Chávez servicial. Arturo Merino Benítez (que poco agraciado el nombre) frío y fin de trayecto.

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