Los ojos de Hernán Chacón cuentan más que sus palabras. Acostumbrado a la soledad y el silencio del Puesto Baños, casi en la frontera con Argentina, sus pocas frases resumen una desconocida filosofía gaucha formada por medio siglo de vida laboral en uno de los puntos más aislados de Chile. Entre estas frías montañas andinas de la región de Aysén, hoy –un día a finales de mayo- el trabajo del ovejero llega a su fin.

©Jorge López Orozco
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Don Hernán llegó acá en 1958 a los 16 años, y recuerda a cada uno de sus patrones con nombres y apellidos. Cuando habla, su mirada se vuelve un caleidoscopio que mira recuerdos invisibles de los tiempos en que había miles de ovejas que cuidar pertenecientes a la Estancia Valle Chacabuco y en que, caballo mediante, tenían que subir las escarpadas colinas buscando pastizales por semanas defendiendo al ganado de los pumas y del mismo frío que emboscaba sin mediar aviso.

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Baños es parte de las tierras que comprenderán al futuro Parque Patagonia, parte de ellas adquiridas por el filántropo Douglas Tompkins el 2004 y que ahora, posterior a su muerte, serán convertidas en un gran parque nacional que comprenderá este territorio sumado a las reservas naturales Jeinimeni y Tamango. Hoy con 75 años cumplidos, este gaucho ovejero sonríe en su último día de trabajo y con filosofía se toma la vida: “El campo no es mío”. Cuenta que acá, entre el silencio y una naturaleza omnipresente, fue feliz pero que todo cambia.

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La pequeña casa del ovejero es de una sencillez utilitaria: una cama, una radio de comunicaciones y  una cocina a leña lista para calentar la tetera para un mate siempre bienvenido. Afuera, los perros, su caballo, las pieles de los corderos que han terminado en el asador y el viento gélido que se pasea por un paisaje cordillerano que se convirtió en la escuela de vida de don Hernán y de más de una media decena de trabajadores que se despiden de esta geografía, porque el futuro parque nacional contará sólo con la fauna nativa. Las ovejas y la cultura gaucha aysenina no entran en la ecuación que implica la conservación del espacio natural y originario.

El ritual del adiós

©Jorge López Orozco
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Junto a Paula Herrera, veterinaria encargada del área ganadera en el parque y que concluyó al mismo tiempo que los ovejeros de trabajar en este lugar que la albergó durante 11 años, viajamos hacia el Cuadro de las Vacas, un puesto más cercano al centro de operaciones del parque pero al que se accede sólo en 4×4 cuando el río lo permite o en aproximaciones a pie que incluyen el cruce de un puente colgante con espléndidas panorámicas del valle de Chacabuco y altos grados de vértigo.

Nuestro arribo es notado desde lejos. Los potentes ladridos de un enorme y albo can, un gran apenino, nos reciben. Esta raza de perros llegó a Patagonia el año 2009 y, sin mucha experiencia previa, terminaron convirtiéndose en una camada de una decena de individuos que han disminuido drásticamente los ataques de pumas o zorros a los corderos. Los perros no atacan a estos depredadores, se limitan a amedrentarlos mostrando unos colmillos que hacen comprender su indiscutible nivel disuasivo. La idea fue de Paula y de su marido Cristián Saucedo, que trabaja como jefe de fauna nativa en el parque y resultó un éxito.

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Una decena de perros de todas clases se arremolinan frente a la casa de don Eduardo Castro. Este hombre delgadísimo, hecho de pura fibra, anda raudo arriando a las últimas ovejas del sector que fueron vendidas y que deberán subir a un camión. Lo acompañan otras eminentes personalidades: don José Calderón, de notorio bigote; don Arcilio Sepúlveda, que se crió en este valle y cuyo padre le enseñó el arte de rastrear y cazar pumas cuando joven y que ahora los protege; y el “Chino”, Cristián Rivera, más joven, de potentes ojos verdes y que representa la clásica estampa gaucha patagónica: boina, botas, cuchillo al cinto y bombachas.

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El movimiento de las ovejas parece el baile hipnótico de un cardumen lanudo, en que los perros obedecen los chiflidos de los ovejeros y van moviendo al grupo hacia la rampla del camión. El paisaje está compuesto por impresionantes y nevadas montañas patagónicas que son bañadas por el sol de manera aleatoria. Es invierno y aunque la nieve ha sido la más escasa en los últimos años, el frío es permanente y se asegura de recordar, a cada segundo, en la austral latitud en que estamos metidos. Durante años todos ellos han estado inmersos en este mundo agreste y solitario y, aunque es oficialmente el día final en que todos estarán juntos, trabajan como si no hubiera mañana.

El último asado

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La reconversión es inevitable en este territorio iniciado hace un siglo en el pastoreo y que alcanzó a tener más de cien mil cabezas de ganado. Desde la llegada de Douglas y Kristine McDivitt Tompkins  se disminuyó el número de animales de originales 35 mil a 2.500 y que pasarán en septiembre de este año al récord de cero ovejas en la totalidad de las 263 mil hectáreas del futuro parque nacional.

Una piel de cordero gotea aún sangre fresca y cuelga en uno de los potreros como una bandera muerta. Es la señal que antecede al típico asado al palo patagónico en que se convertirá su carne. El festín es custodiado por los gauchos que, pacientemente y de mate en mate, se turnan para avivar el fuego y dar vuelta al asado para que se dore parejo.

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El día parece de fiesta pero no lo es. La despedida invade y nubla en algo los ojos y actitudes de esta gente. Hay risas pero las apaga el viento.

Don Eduardo no sabe bien lo que hará ni dónde se irá a trabajar. Con poco más de cincuenta años aún le queda cuerda y apego por esta labor que, dice, va en extinción porque no hay gente joven dispuesta al sacrificio de la soledad y el campo. Tiene algunos datos de otras haciendas de la región que necesitan hombres como él, pero con sueldos más bajos y regalías menores –como la comida o el derecho a la carne de oveja-.

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Para todos ellos el destino vuelve a ser una incógnita. Paula los reúne en torno a la fogata y, desde lejos, vemos el ritual de las despedidas: los agradecimientos, los abrazos y algunas fotos de rigor.

Las estrellas comienzan a salir. Dentro de la casa de don Eduardo, monástica como la de don Hernán, nos podemos proteger mejor del frío que con la caída del sol se transforma en una marca patente.

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Los gauchos se van y sus perros los siguen obedientes. Como en una postal de otros tiempos vemos en su retirada el ocaso de un oficio que ayudó a poblar y dar sustento económico a todo Aysén por más de un siglo. Los nuevos tiempos y la conservación del medio ambiente tomarán la posta como el futuro sustento regional.

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A la mañana siguiente y ante la tumba de Douglas Tompkinks, en el antiguo cementerio del Parque Patagonia, elevo una plegaria agradeciéndole su indudable contribución a la protección de la naturaleza  de la Patagonia y la que, junto a su mujer, ha donado a todos los chilenos y, por qué no decirlo, al mundo entero.

Sin embargo, al irme las preguntas ametrallan mi cerebro: ¿A dónde se irán los ovejeros? ¿Dónde se perpetuarán sus desconocidas aventuras con aroma a pumas y guanacos?

Es el fin de una era.

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