“Sentimos un apego por las estructuras que nos incita a desear que sean inmutables. Pero el jardín es el terreno privilegiado de los cambios continuos. La historia de los jardines muestra que el hombre ha luchado de forma constante contra estos cambios. Es como si intentara oponerse a la entropía general que rige el universo, una fuerza constructiva cuyo único objetivo sería esquivar la muerte, librarse de ella.” (1)

En su destacado ensayo El Jardín en Movimiento, Gilles Clément construye una asociación sensible entre el continuo y constante interés del hombre por dominar lo salvaje y el espacio contenido del jardín. Al estar construido con elementos vivos, el jardín tiende al cambio y con ello a su inevitable muerte, pero el hombre, a través de su insistente control mediante técnicas de poda, riego, traslados y reemplazos de especies, entre otras, tiende a su vez a determinar un estado de perpetuidad. En este sentido, desde su origen más remoto, el jardín ha sido una construcción humana basada en la comprensión racional y manejo de la “naturaleza,” para desarrollar, a través de su domesticación, el cultivo del espíritu mediante su goce estético.

Specimen 018, Serie Retratos © Sebastián Mejía
Specimen 018, Serie Retratos © Sebastián Mejía

Los topiarios, por ejemplo, aquellos árboles y setos podados con formas geométricas cónicas, rectangulares y esféricas, son un gesto sencillo pero evidente de la idea de imprimir dominio e inmortalidad al paisaje, con elementos vivos que se transforman en esculturas perfectamente definidas e insensibles a las condiciones ambientales. La práctica de la poda geométrica, usada en su máximo esplendor en la concepción del jardín francés del siglo XVIII, fue cambiada por la sutil depuración de las formas naturales de los árboles en el jardín inglés, donde una especie de libertad controlada y reactiva a la monarquía gala guió la construcción de la escena pintoresquista. Aquí, el dominio y perpetuidad se establece a partir de la construcción de escenas –de carácter pictórico– detenidas en el tiempo, cuyas variaciones estacionales no irrumpen la tranquilidad del paisaje pastoril.

Tal vez ha sido la idea de posicionar al jardín como rechazo simbólico a la muerte y los cambios, lo que ha llevado al desentendimiento y con ello, a la negación que los árboles, como seres vivos, también mueren. Esto lo digo principalmente porque los hemos dejado, e incluso instado a morir sin que éste sea nuestro objetivo.

Fotografía y escáner de pudriciones provocadas por malas prácticas de poda en “Cuantificaciónde Plagas y Estabilidad Físico-Mecánica en el Arbolado Urbano de Platanus orientalis en la Comuna de Providencia” (Pontificia Universidad Católica de Chile, Facultad de Agronomía e Ingeniería Forestal, Departamento de Ciencias Forestales, 2007)
Fotografía y escáner de pudriciones provocadas por malas prácticas de poda en “Cuantificaciónde Plagas y Estabilidad Físico-Mecánica en el Arbolado Urbano de Platanus orientalis en la Comuna de Providencia” (Pontificia Universidad Católica de Chile, Facultad de Agronomía e Ingeniería Forestal, Departamento de Ciencias Forestales, 2007)

En las ciudades, y en especial en las de nuestro país, hemos plantado árboles como si fueran objetos inanimados sin necesidades específicas para su buen crecimiento y desarrollo, porque creemos que siempre han estado ahí. Esto ha provocado que nos encontremos constantemente con individuos leñosos mutilados por malas prácticas de poda y con grandes problemas de pudrición, creciendo en suelos impermeabilizados y apisonados, a los cuales no sólo les hemos dañado su copa, sino que también les hemos cortado sus raíces para instalar alcantarillas, veredas y erigir nuevas edificaciones. Les hemos sacado y rayado la corteza y hemos pintado sus heridas pensando que así se van a sanar. Todas estas ‘inocentes’ prácticas hacen que nuestras avenidas, nuestras plazas y nuestros parques forestados se vean empobrecidos. Culpamos a nuestro clima por la fealdad resultante, como si aquella fuera una propiedad de los árboles en nuestra ciudad. Sin embargo, continuamos con prácticas de mantención arbórea no reguladas y dependientes del presupuesto de cada municipalidad.

En contraposición, en los bosques más recónditos, donde los árboles agrupados funcionan como parte de un sistema diverso en especies y estratos, la vida pareciera no acabar. Esto se debe principalmente al hecho natural de que, así como algunos árboles mueren, otros nacen. Evidentemente, esta condición no existe en el ámbito urbano, donde la carencia de sotobosques y comunidades establecidas de animales, a la par del constante uso antrópico del suelo, no permiten que se desarrollen los procesos naturales de renovación. En tal sentido, se vuelve fundamental ser activos en el cuidado de especies que hemos sacado de sus condiciones normales de desarrollo.

Es relevante entonces construir, implementar y actualizar herramientas y protocolos claros respecto al cuidado de nuestras calles arboladas y pequeños bosques del espacio público, asumiendo que los árboles también mueren. Se trata por un lado de cuidar de ellos, pero por otro, también de dejarlos cumplir el ciclo de vida que les corresponde. En otras palabras, no podemos dejarlos morir por malas prácticas de diseño y mantención, pero tampoco idealizarlos como entes perpetuos, entendiendo así a la “dinámica del derrumbe” como una oportunidad de renovación de los árboles en nuestras ciudades pues, como dirían los propietarios de los bosques de Moutiers, “[e]l efecto del viento eliminó los árboles que no nos atrevíamos a cortar. También eliminó otros árboles. Pero nos permitió hacer nuevos jardines” (2).

Este artículo también lo puedes leer en Lofscapes

Notas

(1) Gilles Clément, El Jardín en Movimiento (España: Editorial Gustavo Gili, 2012) p.15.

(2) Clément, p.15.

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