Bajo una cascada potente que cae violentamente en pleno estuario del Reloncaví, en la quebrada de un cerro robustecido por árboles milenarios, vive Elsa Vera, una mujer de 68 años cuya historia merece ser conocida. Su casa está a pocos kilómetros de La Junta, uno de los polos turísticos más renombrados de Cochamó, región de Los Lagos y aun así a ella no le llama tanto la atención.

“Encuentro feo este lugar, chico”, dice Elsa mientras chupa un mate abundante en azúcar y romero. De fondo, la novela mexicana que no se pierde por ningún motivo. Relata las escenas a medida que van pasando y con una carcajada, toma partido por ciertos personajes. “¡Esa cabra es bien diabla, chico!”, comenta riendo y tapándose la boca. Como si hubiese lanzado un improperio.

Elsa Vera difícilmente pasa del metro cincuenta de estatura, es de piel morena y toma su largo pelo café oscuro con un moño. Tiene una mirada penetrante, pero cálida a la vez, como demostrando total seguridad, aunque con la sensibilidad necesaria de saber escuchar a quien le habla.

©Balloon Latam
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Vive sola en una pequeña casa de madera con techo de zinc y una generosa cocina a leña que calienta todo el lugar. Sobre ésta, una olla con chuletas de cerdo para acompañar al caldo de verduras ya preparado. En el horno integrado, pan amasado y la tetera que hierve para una nueva ronda de mate.

Elsa Vera habita en el sector desde hace nueve años, pero es nacida y criada en las montañas, pasado Llanada Grande, casi al borde de la frontera con Argentina. Creció con sus hermanos, bajo la vigilante y estricta mirada de su madre. Por necesidad aprendió a carnear, ordeñar vacas y esquilar ovejas desde temprana edad. Casi no fue al colegio. Quedaba demasiado lejos. Y en invierno la nieve siempre fue un impedimento para caminar tantos kilómetros a pies pelados. Entonces aprendió de la tierra, alejada de los libros. Otro tipo de formación, otras habilidades.

También aprendió a tejer, casi al pulso. Sin lana que comprar, pero rodeada de cientos de ovejas de donde obtenerla, aprendió a lavar sin químicos y a hilar la lana a mano, con la ayuda de un huso que giraba tanto rato como aguantara su brazo.

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Pasaron los años y con ellos una vida no exenta de apuros. Se casó, tuvo tres hijos y se separó. Entonces debió bajar de las montañas y buscar nuevas oportunidades. Llegó a Cochamó y trabajó en lo que fuera, incluso trazando rutas sobre el sector La Lobada, justamente el lugar donde vive hoy día.

Ahí encontró un sitio para arrendar y se acomodó. Creó dos huertos, una plantación de tomates y lechugas. Edificó una bodega para la leña y armó su telar dentro de la casa.

La inclinación del terreno lo hace poco provechoso para el cultivo, pero a todas luces tiene una vista envidiable. Cada día Elsa Vera se enfrenta al mismo paisaje: desde lo alto, su hogar es un asiento de palco para apreciar el estuario del Reloncaví en todo su esplendor. Sin embargo, para ella, hoy en día la vista no destaca como solía hacerlo. Los puestos salmoneros ocupan parte importante del estuario y sus residuos que van a parar a las orillas, se mezclan con el polvo que levantan grandes camiones tolva que transitan por caminos cada vez más anchos.

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De alguna forma y sin premeditarlo, Elsa quiere volver a su raíz y vivir de ello, destacando el valor de la verdadera tradición de la zona que habita. Lejos de la industria que nunca antes existió. “Por eso creé mi taller que lleva el nombre de Arañita Vera. Quiero que los visitantes vengan a ver el trabajo que hago con la lana. Yo los invito a pasar a mi casa y ver mis productos, para que conozcan un poco más este lugar y su historia”, dice Elsa Vera.

En temporada alta, Elsa sale a la cascada que rompe en la entrada de su casa, al costado del puente El Salto. Se instala con sus cinchas, ponchos, peleros (gran parte de sus clientes son guías de cabalgatas) y telares de adorno para llamar la atención no solo de turistas nacionales, sino que también de europeos y estadounidenses. Les cuenta sobre lo que hace y los invita a pasar a compartir más de una ronda de mate en su casa para que vean su taller.

¿Por qué el nombre de Arañita Vera? Porque tal como las arañas, ella hila y teje lana 100% cruda, explica. Pero hay una diferencia. Para conseguir la lana, Elsa tiene que moverse y bastante. Cada año sube los cerros colindantes, a veces por casi una semana. Pese a que con el correr de los años el trabajo se hace cada vez más complejo, ella no renuncia a sus objetivos. En sus palabras: “Solo trabajo la lana pura, chico. Desde el lavado mismo, porque lo hago con agua, sin químicos. Luego la hilo yo misma y después la tejo. Quiero que mis clientes tengan un producto con olor y textura original, como antes”.

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Elsa mira por la ventana mientras limpia el mate y vuelve a decir: “Encuentro feo este lugar, chico”. Afuera, los salmones nadan en espacios cercados que no acostumbran, comen más de la cuenta y flotan sobre un agua que cada día pierde más su color natural.

Para Elsa Vera, el estuario del Reloncaví puede ser aún más hermoso. Solo basta con recuperar sus orígenes y para eso, ella tiene parte de la receta. Basta con detenerse unos minutos en la ruta entre Cochamó y Puelo, precisamente en el puente El Salto, entrar en la primera casa y tocar la puerta. Ahí estará Elsa Vera para contar mucho más de lo que estas líneas puedan resumir.

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