Tengo dudas respecto a cuánto contar de este lugar…es de esos paraísos secretos que dan ganas de mantener escondidos del mundo, a ver si se quedan así, prístinos como los vimos la primera vez. 

Estoy sentada en la orilla de un muelle viejo que se cae si me moviera fuerte de súbito. Mis pies cuelgan suspendidos sobre la corriente del Río Puelo. El sol se esconde frente a mis ojos, y a mis espaldas, las pocas casitas de tejuela de madera montada que abunda(ba)n en el sur de Chile. La mayoría están abandonadas ya, sus inquilinos originales ahuyentados por el tiempo y el frío dejaron apenas vestigios de la historia que se deja entrever por los vidrios rotos de algunas ventanas viejas. Fantasmas de las primeras familias de Puelo.

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©Antonia Reyes

En los patios, animales de granja de todo tipo se asoman a saludar a quien interrumpa el silencio de las callecitas de tierra, que conducen al final del pueblito donde se perfila en el horizonte la silueta nevada del Yates.

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©Antonia Reyes
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El asentamiento humano aquí ha sido silencioso, hasta ahora, y se agradece la discreción. 

No he sido la única que ha querido guardar el secreto de este lugar. Se nota en la biodiversidad de la cuenca. De correr más rumores sobre estos rincones, sin duda los árboles viejos de los alrededores de Río Puelo no serían tan viejos, y quizás observaríamos menos martines pescadores acechando la orilla, o escucharíamos menos carpinteros perforando los troncos huecos. 

La temporada de visitas coincide con la llegada de las truchas: los humanos vienen a pescarlas. Sin embargo Puelo es paisaje de orilla, selva siempreverde y volcán a lo largo de todo el año, y de la pesca y las rutas de parques nacionales de temporada alta se ha escrito ya en muchas guías de turismo. Yo vengo a contarles de los rincones más escondidos. Como el valle Poicas, por ejemplo, donde se cruzan las corrientes del Puelo Chico y el Río Poicas. Con suerte aparece en los mapas locales; mejor aún si te cuenta algún lugareño cómo encontrarlo, ya que deberás atravesar lugares bautizados como Cuesta del Diablo o Valle Desesperado. 

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Helechos escarchados ©Antonia Reyes

El Valle Poicas mira hacia el sur, y por la falta de luz y temperatura se petrifica de escarcha hasta altas horas del día, cada invierno. Caminar por ahí se siente como visitar un bosque de cristal, escenario de algún cuento de hadas nórdico. Penetrar sus cerros requiere de la audacia y curiosidad de quien camina sin huella. También de una buena suela en los zapatos. El hielo te desliza y congela hasta más arriba de los tobillos, pero vale la pena si es por alcanzar a los sabios escondidos que habitan ahí: en lo profundo de esta selva austral nos esperan los árboles nativos centenarios. Son tan altos que apenas podemos reconocerlos por sus hojas; pero las cortezas nos dan la pista: retorcida es la del Mañío, resquebrajada la del Coigüe y de cáscaras coloradas la del Arrayán.

Ulmo Eucryphia cordifolia © Arturo Espindola
Ulmo Eucryphia cordifolia © Arturo Espindola

Los árboles también confían en el silencio de sus visitantes. Han crecido viéndolos pasar por siglos. Aunque suene redundante, siglos son…cientos de años. Cientos de años para ver pasar aborígenes, arrieros, caminantes y exploradores de toda época. Cientos de años para ser cubiertos de musgos y trepados lentamente por epífitas, cientos de años para verse rodeados de otros árboles, y formar, en cientos de años, la densa comunidad boscosa que bebe de las napas de los varios brazos de río, y conecta con la energía del mismo centro de la tierra a través del Yates. Los helechos nos rozan los brazos. Aquí la altura y frondosidad del sotobosque es excepcional. Por primera vez estoy en presencia de verdaderas lianas de líquenes jurásicos que se atascan a la mochila y nos atrofian el paso. A ratos me invade la fantasía de que vamos a caer por un hoyo y aterrizar en otro mundo; o salir del bosque y aparecer en el futuro, cual película de ciencia ficción. La música del bosque es un coro de ranas y chucaos que no vemos, pero oímos. ¿Qué pensarán de nosotros?

©Antonia Reyes
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De regreso en mi cabaña, ordeno todo el material recogido en un archivo de naturalista moderno: las fotos, las listas de especies botánicas identificadas y algunos hongos pendientes por reconocer. Hice una carpeta digital con los cantos de las aves escuchados, y por supuesto los apuntes de campo que componen los bocetos de las próximas ilustraciones. ¿Cómo archivar eso sí, el olor de la hojarasca, por ejemplo, o una muestra de humedad fría del bosque?

©Antonia Reyes
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©Antonia Reyes

Agradecimientos y recomendaciones personales:

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