Pangui, león de montaña, pantera, cougar, catamount, onça parda, ckuru o jagua pytã son solo algunos de los más de 80 nombres locales con los que se conoce también al puma, nombre que viene del quechua y quiere decir “animal poderoso”. Es el segundo felino más grande de América y en toda su distribución, que abarca desde el sur de Canadá hasta el norte del Estrecho de Magallanes ha coexistido con más culturas que cualquier otro felino en el mundo.

Y en Chile, así como también en casi toda su distribución, la vida de este poderoso animal no ha sido nada de fácil. Con la llegada del hombre europeo, el puma debió sortear una serie de dificultades. Como el depredador terrestre más grande del país, su apetito requiere de presas dignas de su tamaño, y lamentablemente, estas mismas fueron presas de los primeros conquistadores, quienes las cazaban para alimento o con fines recreativos. Y así fue como guanacos, vicuñas, pudúes y huemules fueron intensamente perseguidos en el pasado, disminuyendo drásticamente sus números y en algunos casos llevándolos a la extinción local.

©Cortesía Nicolás Lagos
Puma muerto en Cerro Guido.©Cortesía Nicolás Lagos

Además de esto, hace poco más de un siglo, la actividad ganadera comenzó a instaurarse en gran parte del territorio nacional, y de paso quitándole espacio no sólo a los pumas sino también a sus presas naturales. Y esta terminó siendo una combinación mortal para el felino. Con menos alimento disponible y una nueva oferta en lo que antes era su territorio, en ocasiones los pumas se encontraron con la necesidad de saciar su apetito depredando sobre el ganado y amenazando de esta forma el sustento de vida de los ganaderos. Y a ellos, esto no les pareció nada bien.

De esta forma el puma se transformó en su principal enemigo, generándose un conflicto que, lamentablemente, la mayoría de las veces termina con la muerte del animal. Y a pesar de que encuentra protegido y su caza prohibida desde 1980, hasta el día de hoy el puma aún sigue siendo perseguido y cazado en prácticamente todo el país. Y en Patagonia la cosa no ha sido muy distinta.

©Nicolás Lagos
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Allí fueron grandes estancias ovejeras las que se instalaron en territorios naturales, antes ocupados por pumas y la vida silvestre local. Antes de la llegada de los españoles a América del Sur, se estima que la población de guanacos era de entre 30 y 50 millones, la mayor parte distribuida en la región patagónica. Sin embargo, su número disminuyó drásticamente por la incorporación de la actividad ganadera, que además de quitarle su hábitat, los cazaron intensamente. Para el puma esto se transformó en un problema.

Una menor cantidad de alimento y la presión permanente de estancias que ocuparon lugares antes prístinos aumentó la interacción entre el puma y la ganadería. Las pérdidas de ganado en las estancias a causa de los pumas comenzaron a ser un tema recurrente en casi toda la región. Localmente eran conocidos los llamados leoneros, personajes contratados por las estancias, quienes con sus perros especialmente entrenados daban seguimiento y mataban a los pumas. En la década de 1920, existen registros de una única estancia que podía dar muerte a 84 pumas en sólo un año. Y así fue como el puma quedó relegado a los escasos sectores naturales de la región, cada vez más alejados del peligroso ser humano.

©Nicolas-Lagos
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Han pasado ya más de 100 años desde el inicio de esta interacción y si bien en algunos sectores la cosa no ha cambiado, aún hay esperanzas. Desde la creación del Parque Nacional Torres del Paine en 1959 y la consecutiva adición de nuevos terrenos hasta el año 1979, los guanacos, huemules y ñandúes encontraron un lugar en donde desarrollarse alejados de la intensa presión humana, y sus poblaciones empezaron a recuperarse. Y con ellos también el puma.

Hoy, el Parque Nacional Torres del Paine se ha transformado en un lugar único en el mundo para el avistamiento de pumas. El felino que en el pasado huía y miraba con ojos temerosos al humano, ahora deambula calmo por el parque y sus alrededores. En los últimos años, turistas y documentalistas visitan constantemente el lugar en busca del que alguna vez fue un fantasma.

©Nicolás Lagos
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Y esto comenzó a interesar a quienes viven fuera del parque. Estancias ganaderas vecinas, que en el pasado miraban a los pumas como un enemigo, han dejado de perseguirlos y los ven hoy como una fuente de ingresos alternativa a través del turismo, demostrando que es compatible el bienestar humano y a la vez conservar la biodiversidad.

En lugares como el Pantanal, en Brasil, donde el turismo con jaguares ya lleva cerca de 20 años practicándose, se ha calculado que la actividad genera 56 veces más ingresos que los daños que causa el felino a la ganadería, y que incluso los turistas que visitan el lugar para avistar jaguares, estarían dispuestos a compensar las pérdidas de los ganaderos a causa del felino.

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Sin embargo, si bien a través del turismo es posible entregarle un valor al puma y así aportar a su conservación, es importante que sepamos reconocer su valor más allá del económico. Un cambio de paradigma debiera buscar un entendimiento profundo de nuestro entorno natural, de sus funciones y su importancia para el equilibrio de un planeta del cual también somos parte. Para lograr esto, el camino es largo, e implica cambios valóricos que modifiquen nuestra manera de percibir y comportarnos frente a la naturaleza, aprendiendo a buscar nuestro bienestar como parte de ella.

El avistamiento de pumas y la interacción con el mundo natural tienen el potencial de ser una experiencia transformadora, pudiendo reconectarnos con la naturaleza, enseñándonos así a reconocer su importancia, aprendiendo a valorarla y conservarla. Sin embargo, esta es una actividad que debemos realizar de manera responsable. Estamos al frente de animales silvestres y desconocemos el impacto que podemos tener sobre ellos, por lo que debemos ser cautelosos en la búsqueda de no interferir en su comportamiento natural, dejando el espacio para que esta naturaleza que nos regala estas experiencias maravillosas y únicas, siga siendo salvaje.

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