“Daff con Curry”: el relato de una expedición inolvidable en Tierra del Fuego
Un menú de comida monótono que marcó momentos de satisfacción y hastío en una expedición que se alargó más de lo planificado, y que resultó ser inolvidable. Así cuenta en este relato nuestro colaborador invitado de hoy, Isaac Gurdiel, quien detalla la expedición que realizó hace algunos meses junto a su equipo al glaciar Schiaparelli, en Tierra del Fuego. Un lugar en el que lo que más se siente es humedad, y cuyas condiciones climáticas obligaron el retraso de su vuelta a Punta Arenas. Una demora que finalizó en una gran aventura y que se nutrió de la experiencia de su viaje, y del arroz con curry deshidratado. Aquí relata su aventura.
—¡El almuerzo está listo! —grita Rodrigo.
“Genial”, pienso saliendo del saco de dormir. Después de haber pasado media mañana en el saco intentando recuperar algo del calor perdido el día anterior, en una de las jornadas más duras de la expedición, la idea de almorzar me saca de la monotonía de la espera en el campamento. Además, la posibilidad de meter algo caliente en el cuerpo siempre sube el ánimo. No es cuestión de hambre, sino de sensación térmica. Comer, beber té y tomar unos mates, suponen los escasos momentos en los que verdaderamente sientes algo de calor en el cuerpo. Es cierto que hemos conseguido mantener los sacos de dormir secos, pero la humedad subiendo desde el suelo impide que te llegues a sentir medianamente cálido. Hemos chupado tanta agua de diferentes formas, que la sensación de estar constantemente húmedos y fríos nos ha acompañado desde el primer día. Travesías en kayak con el neopreno casi helado, granizadas sobre el glaciar, caminatas y porteos por los bosques más húmedos que se pueda imaginar, o a través de ríos con el agua hasta la cintura donde los bosques se vuelven impenetrables, y todo esto amenizado con una constante lluvia. Sin mencionar el suelo, compuesto básicamente por turba encharcada, generando la sensación de estar viviendo en una esponja saturada de barro. A pesar de las diferentes condiciones climáticas dada su gran extensión y su diversidad de ecosistemas, a esta zona de Tierra de Fuego deberían haberla llamado Tierra de Humedad.
Mientras tomo asiento en el piso flotante de nuestra zona común, un montón de troncos recogidos en la playa formando una plataforma para aislarnos del barro, cubierta con un toldo para la lluvia, que junto con una tienda de campaña unos metros apartada compone nuestro campamento, pregunto por el menú.
—Compañero, hoy tenemos menú especial —me dice Inti sonriendo.
—¿No habrá por casualidad arroz con curry?
—En efecto, arroz con curry. ¿De cuál quieres? —me pregunta sonriendo aún más.
—¡Hoy que decida el azar! —le contesto también con una sonrisa, y estiro la mano para coger uno de los tres daff que hay calentándose al baño maría en una cazuela sobre el hornillo.
—¡Arroz con pollo al curry, amigos!, vamos a ver qué tal está —y los tres nos echamos a reír.
Llevamos más de una semana saboreando lo mismo.
Esta expedición surgió de forma inesperada y trajimos víveres que habían sobrado de otras campañas de investigación, compuestos principalmente por raciones liofilizadas de la marca daff, solo que nadie se ocupó de mirar la diversidad de sabores. Teníamos raciones para sobrevivir sin problema más allá de los ocho días planteados inicialmente, pero al montar el campamento base y organizar la comida nos dimos cuenta de que se componía de arroz con pollo al curry, arroz con cerdo al curry, arroz con vacuno al curry y arroz con verduras al curry. Podría decirse que teníamos variedad, pero su sabor adquiere una monotonía inquietante a pesar de la supuesta diversidad. Estaban caducadas, algunas incluso varios años, aunque eso no nos preocupaba en absoluto. También teníamos arroz con carne al curry, pero ante su insipidez y que tenía la misma pinta que las demás una vez abierta, nunca llegamos a diferenciar realmente el animal de procedencia. Pensar en salvar la papeleta escogiendo arroz con verduras al curry era absurdo, porque no había ni rastro de verdura, y al comerse una de estas raciones no se saborea nada más allá del daff con curry.
Estábamos unos cuantos kilómetros al sur del campamento base emplazado en Playa Bardoneccia y habíamos venido con los kayak, en una corta travesía marítima para rodear el promontorio que separa Bardoneccia de la playa donde habíamos montado el segundo campamento. Podríamos haber venido por tierra, pero necesitábamos al menos una de las embarcaciones para hacer la batimetría del lago superior que habíamos explorado el día anterior, y sin duda venir navegando era mucho más interesante.
Nos encontrábamos en la vertiente oeste del Macizo del Monte Sarmiento, en la zona occidental de Cordillera Darwin, ese apéndice de Tierra de Fuego compuesto por un intrincado de fiordos y montañas cubiertas de glaciares, que en muchos casos llegan hasta el mar, así como bosques impenetrables que tapizan una de las zonas donde la dureza del clima, y la compleja aproximación necesitada de navegación, han provocado que aún permanezcan vírgenes muchas de sus espectaculares montañas.
El objetivo principal de la expedición era el monitoreo del Glaciar Schiaparelli, cuya evolución vienen controlando investigadores de diferentes países desde hace varios años. Este glaciar fluye desde la vertiente norte del Monte Sarmiento hasta las aguas del Lago Azul, separado a su vez de Playa Bardoneccia por un tupido bosque.
El trabajo diario consistía en cruzar el bosque a primera hora de la mañana, acoplar el equipo a los kayak y navegar el lago hasta el frente del glaciar. Una vez allí, dejábamos las embarcaciones y subíamos durante una hora a través de rocas muy resbaladizas a causa de la lluvia hasta la entrada al glaciar, donde nos poníamos arneses y crampones. Esta primera parte, bastante agrietada, la marcamos de banderines para facilitar la escapada en caso de que empeorara el tiempo. Alcanzada la zona más plana, nos dedicábamos a buscar y reinstalar balizas para medir el derretimiento, descargar datos de la estación meteorológica y montar algunas cámaras time-lapse. A media tarde realizábamos el camino a la inversa y tras cruzar el bosque llegábamos al campamento base a la hora de cenar.
No tuvimos suerte con la lluvia y realizábamos el trabajo bajo un constante aguacero, sin embargo, el viento nos respetó y pudimos cruzar el lago los primeros días para terminar cuanto antes con los trabajos sobre el Schiaparelli. En esta zona con un tiempo tan cambiante, cuanto antes termines con los trabajos sobre el hielo mejor, porque si empeora, las condiciones pueden volverse muy complicadas para transitar por un glaciar. Refiriéndose al clima de esta región, la frase del explorador italiano D’Agostini refleja perfectamente la realidad: “300 días de tormentas y los otros 65 nada agradables”. Por suerte, la mayoría fueron de esos 65, porque con los otros 300 la única opción es quedarse en el campamento.
Si nos quedaba tiempo queríamos explorar un acceso hasta el lago donde termina el Glaciar Conway, situado inmediatamente al sur del Lago Azul y aparentemente mucho menos accesible. La idea era portear uno de los kayak hasta el lago para realizar la batimetría y a ser posible llegar hasta el frente del Conway para fotografiarlo. Estábamos seguros de que nadie se había adentrado antes por este lago ni alcanzado el frente de este glaciar. La información obtenida iba a ser muy valiosa.
Mientras saboreo la primera cucharada de arroz con pollo al curry, suena el característico din din din del teléfono satelital cuando recibe un mensaje. Rodrigo toma el aparato y se le cambia la cara.
—Mensaje de la Armada. Malas noticias, se retrasa la recogida otra vez.
—Chuuuuuuuuta, que mala —digo frunciendo el gesto, en un chileno cada vez más avanzado.
Nos iba a recoger dentro de dos días un buque de la Armada Chilena y teníamos la idea de volver mañana al campamento base, hoy hay demasiado viento como para plantearse sacar los kayak al mar, y el día después ser recogidos para regresar a Punta Arenas.
—¿Hasta cuándo? —pregunta Inti.
—Otros dos días. El Fuentealba ha tenido problemas para cruzar el Drake al volver de Antártica. Nos confirmarán el día antes por la noche, pero calculan que nos recogerán a primera hora de la mañana del día 30 —dice Rodrigo guardando el satelital.
El silencio reinó el resto del almuerzo con cada uno sumido en sus propios pensamientos, pero yo solo pienso: “Jooooooder” —ahora me sale el castellano en todo su esplendor—. “¿Por qué solo me traje un libro que ya estaba por la mitad? ¿En qué estaba pensando?“. Esa mañana me había terminado un libro sobre Fritjof Nansen, el explorador noruego, y la perspectiva de pasar otros cuatro días con mal tiempo y condicionado a la monotonía del campamento sin nada que leer, me hundió el ánimo durante un buen rato. Las otras lecturas que teníamos eran un artículo científico que me sabía ya de memoria y un libro de macroeconomía, en inglés, del que no entendí absolutamente nada al echarle un vistazo. Me acordé del dicho islandés: “Mejor ir descalzo que sin un libro”. En ese momento habría preferido ir desnudo y tener otro para leer.
Cuatro días pueden parecer poco tiempo, pero en las condiciones de frío y humedad que vivíamos desde hacia nueve, la actividad física es la mejor manera de generar algo de calor en el cuerpo, y el último parte meteorológico informaba de varios días seguidos de tormenta, con una pequeña ventana al día siguiente que nos permitiría volver al campamento base, lo que nos obligaría a refugiarnos allí hasta la recogida.
Me costó un par de horas asimilar la situación y me llené de una negatividad impropia de mí. Empezaba a estar harto del barro y la humedad. Excepto el saco de dormir, todo estaba absolutamente mojado y húmedo, pero tampoco podíamos pasar todo el día en la tienda porque solo contribuíamos a que se humedeciera por dentro y goteara sobre los sacos, así que intentábamos usarla solo para dormir. Nos quedaba poquísima yerba mate, lo cual creo que me molestaba más incluso que no tener otro libro, y estaba saturado del sabor del daff con curry. Nos alimentaba, sí, y teníamos de sobra, pero en estas condiciones cualquier cambio de sabor se agradece y mejora el ánimo.
Salí a la playa un rato que paró de llover con fuerza, metí las manos en el bolsillo central del viejo chubasquero de mi padre, y me puse a pensar en los días previos mientras caminaba. Como siempre, funcionó.
Dos días antes habíamos remontado un estrecho río para llegar al lago del Glaciar Conway. El bosque es impenetrable para atravesarlo con el kayak a hombros, y decidimos subirlo por el río a pesar de estar sembrado de rocas y troncos caídos, y de tener tramos con mucha corriente.
Avanzábamos a turnos, dos tirando y empujando, y el otro de reserva por si algún punto requería usar seis manos. El agua nos llegaba por la cintura, a veces incluso más. El avance era penoso y había que ir muy atento de donde se pisaba para no partirse una pierna, a la vez que intentabas que la embarcación no volteara y se llenara de agua, alcanzando así un peso que podía tirarte en un momento. Tras varias horas, al pasar uno de los incontables meandros del río, la pendiente se suavizó y el bosque se abrió dejando paso al lago, franqueado por empinadas laderas cubiertas de vegetación que casi alcanzaban la verticalidad. La superficie del lago estaba sosegada como una inmensa piscina natural. Espesas nubes bajas cubrían algunas partes de las laderas, pero si uno alzaba más la vista y escudriñaba entre la niebla, podía distinguir un pico recubierto a trozos por algunos neveros y por el hielo procedente de la cara oeste del Monte Sarmiento. La visión de este espectáculo era sublime, aunque no dijimos nada en el momento, los tres sentimos una emoción difícil de transformar en palabras al tener la suerte de haber contemplado este maravilloso lugar prístino.
Dejamos el kayak en el lago y al día siguiente volvimos a subir. Mientras Rodrigo y yo esperábamos en una orilla, por llamarlo de algún modo ya que las laderas caían a plomo hasta el lago, medio apoyados entre dos troncos e intentando guardar algo de calor en el cuerpo, Inti se dedicó durante seis horas a remar por el lago para realizar las mediciones. Llovía constantemente y había mucho viento. Cada cierto rato Inti venía hasta nuestra posición para que le diéramos un té o una chupada del mate. Menos mal que tuve la ocurrencia de subir el hornillo y una pava para calentar agua. Ese fue el día, con diferencia, que más frío he sentido en toda mi vida.
Descender el río cargando la embarcación supuso el doble de esfuerzo que subirlo, porque resbalábamos constantemente y se nos volteaba y llenaba de agua. Un par de veces tuvimos que dejarnos la piel tirando de los cordinos amarrados al kayak para evitar que se nos fuera río abajo. Hacía horas que tenía los pies helados y pensé que caminando y con la adrenalina de la bajada por el río recuperarían algo de temperatura, pero cada pisada con los escarpines sobre las piedras era un auténtico suplicio. Recuerdo este trayecto como algo realmente duro, que me llevó a pensar varias veces por qué no me había ido a estudiar palmeras a Jamaica en vez de glaciares a la Patagonia.
Absorto en mis pensamientos, había llegado caminando por la playa hasta la desembocadura del río y estaba de vuelta en el campamento, pero mi ánimo había cambiado. ¡Qué importaba tener que pasar más días en estas condiciones! La experiencia vivida bien valía la pena. Había tenido la posibilidad de participar en una expedición a un lugar impresionante, con unos compañeros excepcionales de los que había aprendido millones de cosas y siempre estaban de buen humor a pesar de la humedad y el frío. Como me habían dicho, esto te tiene que gustar de verdad para disfrutarlo, porque las condiciones no son precisamente placenteras. Y vaya si me gustaba, me había sentido un auténtico explorador y esa sensación de estar haciendo lo que te gusta y estar viviendo experiencias únicas aplacaba cualquier sufrimiento.
Din din din. Ha llegado el pronóstico meteorológico como al final de cada día.
—Ha cambiado el pronóstico. Pasado mañana dan un día espectacular —Rodrigo pone cara de asombro—. Todo despejado, nada de viento y…. ¡15º!
A los dos días estoy subiendo una ladera tapizada de turba y disfrutando de esos 15º. En la ventana pronosticada del día anterior pudimos volver navegando al campamento base sin contratiempos. Con el trabajo concluido y el espectacular día que nos regala Patagonia, hemos decidido atravesar el bosque y subir por la ruta normal hacia el Schiaparelli. Rodrigo e Inti han ido a volar el dron al frente del glaciar y yo he cogido una radio y estoy subiendo la ladera que conecta con la cresta en dirección al Col. Vittore, siguiendo la ruta de los Ragni di Lecco de 1986, que hicieron la primera a los 2145 metros de la cumbre oeste del Sarmiento, cima secundaria, treinta años después de que los también italianos Carlo Mauri y Clemente Maffei hicieran la primera ascensión a la principal, que con sus 2207 metros ha tenido que esperar hasta el año 2013, cuando el chileno Camilo Rada y la argentina Natalia Martínez hicieron la segunda ascensión y primera invernal. En un día despejado, el hielo que recubre el Sarmiento puede verse desde Punta Arenas, y si uno tiene la suerte de verlo mientras navega por el Estrecho de Magallanes, en dirección al Canal Onashaga, más conocido como Beagle, la visión se torna en admiración.
Mi idea es ascender lo suficiente para poder ver el Sarmiento lo más cerca posible. Cuando ya llevo un rato ascendiendo por una cresta fácil y bastante ancha, se estrecha ligeramente y tengo que usar las manos para trepar un poco más. Al llegar de nuevo a una zona sencilla, levanto la cabeza y me tengo que parar. Ahí está, en todo su esplendor, después de toda la expedición al fin consigo ver esta magnífica montaña que no pocos han calificado como una de las más impresionantes. Continúo ascendiendo durante un rato hasta que un cortado me obliga a detenerme. Podría pasar sin mayores problemas, pero solo y sin cuerda una caída sería algo serio, y 50 metros más allá comienza la nieve dura y no he traído los crampones, por lo que es absurdo que complique el paseo de esta manera. Saco el termo de la mochila y me sirvo un vaso de té mirando las paredes verticales totalmente cubiertas de hielo que durante tantos años han recibido intentos pero muy pocas veces han concedido ascensos. Entonces me giro, y me tengo que sentar.
Con la idea de ver de cerca el Sarmiento no me había percatado de mi alrededor. Desde este punto tengo la suerte de tener una panorámica impresionante bajo un cielo totalmente despejado y un sol que calienta por primera vez en once días, en unas condiciones que tenían muy pocas posibilidades de producirse en un lugar como este y con tiempo libre para disfrutarlas. Islas, canales, fiordos, bosques, montañas, nieve, glaciares, ríos, lagos, cascadas, y todo ello combinado en una mezcla perfecta produciendo un paisaje tan fascinante que…
Brrrr brrrr brrrr. Me suenan las tripas y me doy cuenta que tengo caleta de hambre. Mientras termino el té y me dispongo a descender en busca de mis compañeros, ya voy soñando con el sabor del magnífico daff con curry que tenemos para cenar.